El Miedo De Viejas Heridas
De pronto, Serena respiró hondo y, en lugar de responder, dejó escapar la pregunta que la quemaba por dentro desde hace días:
- ¿Por qué me evitaste? - susurró, apenas un hilo de voz, pero cargado de esa vulnerabilidad que tanto le costaba mostrar. Bajó la mirada, mordiéndose el labio antes de añadir - Fue por mí, ¿verdad? Por… por ser tan inexperta. Damian me lo dijo tantas veces… que no sabía nada, que solo era una niña. Y yo… yo pensé que tú también…
El diamante del anillo pareció volverse irrelevante frente a las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.
Dante se tensó. Con un movimiento rápido, casi brusco, tomó su rostro entre las manos, obligándola a mirarlo directo a los ojos. Sus dedos eran firmes, pero cálidos.
- No. - La palabra salió ronca, cargada de convicción - No te evité porque fueras inexperta, Serena. Eso no me importa. Al contrario… me importa que eres tú.
Ella tragó saliva, sin poder escapar de esa mirada que la envolvía como un fuego.
- ¿Entonces… por qué? - su voz se quebró, temerosa de la respuesta.
Dante suspiró, rozando su frente con la de ella, como si necesitara sentirla aún más cerca para hablar con verdad.
- Porque te deseo demasiado. - Su confesión fue un golpe directo, desnudo, sin filtros - Porque cada vez que te miro quiero tocarte, besarte, hacerte mía en todos los sentidos. Y me esfuerzo por controlarme, porque no quiero que huyas de mí, porque no soporto la idea de asustarte.
Serena se estremeció, el aire atorándose en su garganta.
- Dante…
Él acarició con suavidad la línea de su mejilla, bajando después hasta el borde de sus labios, sin llegar a besarlos.
- La inexperiencia no significa nada para mí. - murmuró con una sonrisa oscura y tierna a la vez - Porque yo tengo todo el tiempo del mundo para enseñarte… el placer, el amor, cada caricia y cada secreto de tu propio cuerpo. Quiero ser el hombre que te descubra, Serena. No solo en la cama… en la vida.
La joven temblaba, atrapada entre el miedo, la incredulidad y una oleada de calor que no entendía. Dante la miraba como si fuese un tesoro y un incendio al mismo tiempo, como si no hubiera nada más en el mundo.
El silencio entre ellos se volvió denso, palpitante. Y aunque Serena no respondió aún, supo que ya nada sería igual después de esas palabras.
Serena, con el corazón latiéndole desbocado, levantó la mirada hacia Dante. Sus ojos oscuros brillaban con una intensidad que parecía atravesar cada duda, cada temor que la oprimía. Ella tragó saliva, con la voz apenas temblorosa, pero firme en la honestidad de su confesión.
- Sí… - dijo al fin, con un hilo de voz que se quebró por la emoción - Estoy asustada, Dante. No quiero negarlo. Pero confío en ti más de lo que jamás pensé confiar en alguien… Y espero ser lo que deseas, lo que esperas de mí.
El silencio que siguió fue absoluto, apenas interrumpido por el rumor distante del río y el canto de los primeros pájaros despertando. Dante sostuvo su rostro con ambas manos, como si temiera que se desvaneciera. La intensidad en sus ojos se suavizó, aunque el ardor permanecía intacto.
- Serena… - murmuró, con la voz grave, cargada de emoción - No necesito que seas otra, ni que cambies para mí. Lo único que quiero es a ti, así como eres. Frágil a veces, fuerte otras… inexperta, curiosa, libre. Eso eres tú. Y eso me basta.
Ella bajó la mirada y él deslizó un pulgar por su mejilla para obligarla a volver a encontrar sus ojos.
- No se trata de cumplir con mis expectativas. - continuó él, con una pasión contenida que estremecía - Se trata de que los dos construiremos este camino. Aprenderemos a amarnos, a adaptarnos, a crecer juntos. No espero perfección, Serena. Solo tu “sí”. Solo tu mano junto a la mía.
Las lágrimas comenzaron a nublarle la vista, pero eran lágrimas dulces. Serena sonrió apenas, con el alma temblando entre el miedo y la esperanza, y asintió de nuevo, esta vez con firmeza.
- Entonces… sí, Dante. Para ti, siempre sí.
Él no pudo contenerse más. La besó con la reverencia de un voto eterno, con la urgencia de quien ha esperado demasiado. El anillo, aún en su mano marcando un destino compartido los esperaba.
El beso lo envolvió todo. Dante sintió, en el instante en que los labios de Serena se abrieron bajo los suyos, que algo en él se liberaba. La estrechó contra su pecho con firmeza, pero sin dureza, como quien protege lo más sagrado. Es mía, pensó con un estremecimiento que le recorrió el cuerpo entero, miya, y nunca más dejaré que nadie te toque sin amor.
Su deseo vibraba en cada fibra, ardía en su interior como fuego contenido demasiado tiempo, pero se obligaba a no dejar que se volviera áspero o impaciente. No quería que ella temiera su pasión; quería que la sintiera como un refugio, como un juramento sellado en el calor de sus labios. Su lengua se deslizó en su boca con una mezcla perfecta de reverencia y posesión, reclamándola no con violencia, sino con un hambre que suplicaba ser correspondida.
Serena, en cambio, quedó atónita. Jamás había sentido un beso así. El contraste golpeó su memoria: los labios de Damian, indiferentes, mecánicos, apenas un roce cuando las cámaras lo exigían; y aquella vez en la intimidad, cuando la tomó sin ternura, los besos fueron escasos, casi silencios impuestos, como un modo de acallarla, de callar los gemidos que arrancaba con sus embestidas crudas. No había dulzura, ni promesa, ni pasión que hablara de ella.
Pero lo de Dante era distinto. Ese beso era un universo nuevo. Se sorprendió de lo suave y al mismo tiempo intenso que podía ser, de cómo parecía pedir permiso para entrar en ella y al mismo tiempo la poseía con una certeza absoluta. Cada caricia de su lengua se sentía como una declaración: eres mía, y yo soy tuyo.
Los dedos de Dante se aferraron a su cintura, a su espalda, acercándola más a su cuerpo, deseando fundirse con ella y a la vez protegiéndola, cuidándola como si fuera de cristal. Y Serena, perdida en esa tormenta de sensaciones, entendió que aquel beso no era solo un gesto de amor: era un pacto, un futuro, un fuego que se había encendido para no apagarse jamás.
Serena fue la primera en romper el beso, con la respiración temblorosa y las mejillas encendidas. Tenía los labios aún húmedos, la mirada brillándole como si hubiera descubierto algo que jamás pensó que existiera. Abrió la boca, intentando articular lo que latía en su pecho.
- Dante, yo… no sé cómo explicar como me siento… - murmuró, bajando la mirada un instante, con un rubor que le subía por el cuello - Es tan diferente, tan intenso que me asusta. Damian…
No alcanzó a terminar. Dante no soportó escuchar ese nombre en sus labios. Se inclinó de nuevo y la atrapó en un beso aún más profundo, reclamándola con una determinación feroz. Fue un beso que no admitía interrupciones ni comparaciones, que borraba con fuego cualquier recuerdo anterior.
Al separarse apenas lo suficiente para hablar, con la frente rozando la de ella y los labios rozándole la piel, susurró con voz ronca:
- Piccola mia… desde hoy eres mía. Y te besaré cada vez que lo quieras… para que aprendas que solo yo puedo tocar tu cuerpo.
Una sonrisa cargada de orgullo y satisfacción curvó su boca al verla tan abrumada por las sensaciones, los ojos grandes, el pecho subiendo y bajando con dificultad. Dante se permitió mirarla como quien contempla una victoria íntima, la más grande de todas, porque no había réplica en ella. Serena, atrapada en el recuerdo aún ardiente de su beso, no halló palabra alguna. Solo lo miró, rendida y temblorosa, mientras él sonreía pagado de sí mismo, dueño absoluto de ese instante.
- En cinco días, piccola mia, el jardín será nuestro altar. Ya está todo dispuesto, solo falta tu sí delante de la familia… y el mío para toda la vida.
Serena lo miró con los ojos muy abiertos, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Se llevó una mano a los labios aún temblorosos del beso, y luego a la joya que brillaba en su palma.
- Estoy asustada… - susurró, con un hilo de voz - No sé si podré ser todo lo que esperas de mí… pero confío en ti, Dante. Quiero intentarlo, quiero darte esa oportunidad.
Él deslizó lentamente el anillo en su dedo, sin apartar la mirada, con una sonrisa cargada de posesión y ternura.
- No tienes que cambiar para mí. Creceremos juntos, paso a paso… pero desde hoy eres mi esposa en todo lo que importa.
Antes de que ella pudiera replicar, volvió a besarla, esta vez con la certeza de quien reclama lo suyo ante el mundo, con una pasión que pedía permiso y a la vez la marcaba como suya.
Cuando al fin la liberó del beso y con el anillo apretado en su puño, Dante se mantuvo de pie frente a ella, midiendo cada palabra, cada gesto. Lentamente abrió la mano y deslizó la joya sobre el dedo de Serena, sin apartar la mirada de sus ojos. Sus dedos rozaron los de ella y por un instante ambos contuvieron la respiración, como si el mundo entero se hubiera detenido.