Un nuevo Horizonte

3093 Words
1914 fue un año extraño para todos, pues ninguno de nosotros se encontraba preparado para la sombra que empezaba a cernirse sobre el horizonte y que amenazaba con cubrir la patria de cenizas y muerte. Los primeros días, creíamos que todo se resolvería en un abrir y cerrar de ojos, que nuestras fuerzas valientes acompañadas de los leales austriacos entrarían y saldrían de serbia como un relámpago para así dejar saldadas todas las cuentas que teníamos con esos eslavos de lengua enrevesada y escritura extraña. Sin embargo, las cosas no ocurrieron así, la defensa de nuestros enemigos fue recia y no tuvimos sino noticias contradictorias del frente sur durante un tiempo. Para empeorar las cosas pronto llego a nuestros oídos la confirmación de que unidos a los serbios por sus raíces culturales e históricas los rusos se habían empezado a movilizar en nuestra contra, de inmediato hubo en todos los bares de Hamburgo un estado de excitación tal que no nos hallaba un solo día la luna sin entonar las valerosas canciones de guerra que nos había sido trasmitidas por nuestros antepasados prusianos. Cuando finalmente el tañer de las campanas empezó a llenar con su ruido ensordecedor todos los rincones de la urbe, no necesitábamos una sola motivación más para embarcarnos en el noble destino de la guerra. Mi madre no tomo con mucha alegría la noticia de que partía a la conflagración y aun mi padre que gustaba tanto de rememorar las valientes gestas de nuestros antepasados se inquietaba ante la idea de que luchara en el frente y decía con un aire premonitorio que entendí no mucho después, que la guerra no era ya lo de antes, que las valerosas cargas de caballería y las gestas honrosas habían quedado en el pasado, que ahora todo se resumía a apretar el gatillo y esperar que por la voluntad de Dios o por el capricho de la suerte no lo alcanzara a uno una bala anónima. Yo no hice mucho caso de sus comentarios de viejo y quise por el contrario pensar que me esperaba la gloria, la gloria de servir a la patria. Por eso un día sin permiso alguno me escape de la granja que había constituido mi hogar durante tantos años y en compañía de un grupo bien nutrido de muchachos tan entusiastas como yo aborde el tren que partía desde Hamburgo hasta los cuarteles de acopio en la frontera occidental, éramos todos un montón de jovencitos, algunos venían acompañados de sus novias y otros de sus familiares, ninguno de nosotros pasaría de los 25 años, cuando el tren finalmente dejo la estación abandonado tras de si una larga estela de humo; entre ese tumulto de gente no pida encontrarse una sola cara triste. Yo, que no era para nada la excepción a esta regla me apretujaba al lado de Hanssel y de Jonas, que en un estado de alborozo igual al mío se perdían en fantasías ridículas de lo que sería para ellos la guerra. El uno decía que seguro serio asignado a un regimiento de caballería y que acabaría con los rusos del modo en que lo hizo napoleón, mientras que el otro le refutaba, con sus saberes enciclopédicos diciendo que para hacer lo de napoleón era mejor que se enlistara a la artillería, no hallaban ese par de idiotas modo de ponerse de acuerdo, pero mientras tanto yo, que había sido siempre el más centrado y menos dado a las fantasías sabía que de seguro nuestro paradero serían los fusileros regulares, puesto que la caballería estaba destinada a personas de mayor rango y la artillería requería por lo menos saber cómo funciona un bendito cañón, durante buena parte del viaje me divertí viendo como ninguno de los dos caía en cuenta de alguna de las dos cosas. Llego el momento en que por fin me harté de sus desvaríos y puse punto final a la conversación señalándoles a través de uno de los estrechos ventanales del tren la señal que advertía que nos dirigíamos al cuartel de acantonamiento del regimiento 70 de fusileros, los dos idiotas quedaron muy tristes durante un rato, pero no tardaron en volver a sus ensoñaciones, pero ahora remplazando el ruido del cañón y relinchar del caballo por su destreza nunca comprobada con el rifle. La llegada al cantón fue sin lugar a dudas el principio del desengaño, aunque en ese momento no lo vimos así, lejos de las tropas valerosas que esperábamos ver allí encontramos tan solo a un par de oficiales de bigote cuajado y casco puntiagudo que elegían a dedillo quien conformaría cada tropa, para maximizar nuestras posibilidades de ser asignados a un mismo escuadrón nos diluimos entre la multitud. Hans fue el primero en ser elegido, le toco ir al 4 pelotón, que al parecer se encontraba apostado en el extremo norte de la larga frontera que constituía el regimiento, luego fui elegido yo que para la desgracia de nuestro grupito de compinches fui llevado al 6 pelotón, apostado en el sitio mismo en el que me encontraba, finalmente Jonás por una casualidad extraña fue también asignado a mí misma unidad. Yo, aunque hubiera preferido la compañía de Hans me quede bastante complacido de que por lo menos en principio las cosas marchaban medianamente de acuerdo al plan. Ese día no se hizo mayor cosa, simplemente estuvimos todo el rato recibiendo a los demás aspirantes a héroes, muchachitos a veces delgados y a veces rechonchos que se iban incorporando a nuestras filas. Para el medio día los nuevos reclutas en cada pelotón debían ser por lo menos 10 o 15, más o menos a las 4 de la tarde nos ordenaron que nos reuniéramos en torno al oficial más cercano, yo y Jonás fuimos a presentarnos ante el sargento Karl que era quien nos había recibido con mayor cordialidad. Empezó el sargento por advertirnos que aún no se había decidido a donde partiríamos, dijo que los rusos tardarían en avanzar y que de momento los altos mandos sopesaban la posibilidad de atacar Bélgica para frenar rápidamente los intentos que pudieran hacer los franceses e ingleses de socorrer a los rusos, concluyo diciendo que tendríamos que atravesar un par de semanas de instrucción tras las cuales esperaba poder comunicarnos finalmente el lugar en el que batallaríamos. Jonas que siempre fue un estudioso de la historia no pareció muy contento con lo que acaba de decírsele y de hecho empezó a morderse los labios y las uñas en el momento exacto en que se mencionó la posible participación de los franchutes y los ingleses, un rato después me comentó entre risas nerviosas que ocupábamos la peor posición posible en toda Europa porque el lugar central que nos asignó la providencia nos hacía posibles víctimas de una ataque por tres frentes y aunque no dudaba de la valentía de nuestros soldados si lo hacía de nuestros números, dijo que aún cuando estimaba que podríamos movilizar por lo menos 3 millones de hombres los rusos estaban en capacidad de casi doblar ese número y aun cuando cada uno de nosotros valía por 3 de ellos la cosa se complicaba mucho si tocaba también luchar contra otros tantos millones de franchutes y de ingleses. Yo hice lo mismo que con mi padre me concentre en la cara amable de todo el asunto, nunca había sido muy fanático de la estrategia y aun en ese momento me preguntaba muy ingenuamente si realmente serian importantes los números cuando nuestros antepasados habían demostrado tantísimas veces ser los combatientes más fieros de todo el continente. La noche llego y Jonas parecía haber disipado un poco sus pensamientos pesimistas, para entregarse a su otra pasión, las mujeres, me decía casi babeando que entre sus conocidos franceses había quien le dijo una vez que no existe cosa más deliciosa en todo el mundo que las morenas antillanas traídas por los cuasi esclavistas franceses de la lejana áfrica, añadía que no le faltaba para nada la experiencia con nuestras compatriotas de carne lechosa y que por supuesto quería preservar la r**a tan pura como pudiera pero que últimamente las encontraba un poco demasiado insípidas. Yo, nunca había sopesado la posibilidad de una mujer distinta a aquellas que pululaban por todos lados en nuestras granjas y ciudades. mucho menos promiscuo que Jonas y también desprovisto de algunos de los encantos que a le sobraban no podía ni siquiera mentir diciendo que también había probado suficientemente el sabor ario de las rubias grandotas de la frontera norte y tampoco de las rubias más bajitas de la frontera sur, por ello le dije que antes de pensar en semejantes cosas y darle un veredicto sobre las apreciaciones que hacia sobre las mujeres quería por lo menos saciarme de lo que ofrecía la tierra natal, no sin antes añadir que una mujer de piel oscura no parecía nada apetecible, pues que podía ser más contrario a la belleza y a la delicadeza que ese color carbón de su piel, que esos ojos oscuros desprovistos de alegría y finalmente ese cabello grueso como las cerdas de una cuerda. La mañana nos halló divagando sobre este tema y algunos otros muy variados, no dormimos más que un par de horas por la excitación de la primera instrucción. Muy temprano fuimos levantados de los catres y a la vez que nos preguntábamos cual sería el destino de Hans entre toda ese genterío, fuimos conducidos hasta el campo de tiro, nuestro entusiasmo se redoblo al ver que en tan poco tiempo seriamos testigos y participes de una simulación tan cercana a la batalla como lo es la presión del gatillo y el recular del cañón contra nuestro hombro. Pese a las primeras grandes expectativas que generaba este ejercicio bélico, a la sexta u octava ronda de disparos nos encontrábamos ya ambos un poco aburridos, y mientras realizábamos la fila esperando turno para poner la mira sobre el blanco, permitimos que nos fluyera la camaradería que la buena guerra sabe imprimir con tanta eficacia en las venas de los combatientes. Así fue como conocimos a buena parte de los integrantes de nuestro pelotón y nos enteramos también de algunos chismes de pasillo que para el caso terminarían más bien convertidos en chismes de trinchera. Uno de los hombres. Que era también fusilero novato, de nombre Albert nos puso al tanto de que el sargento Karl familiar suyo por lado paterno había estado al borde de la destitución esa misma mañana, debido a que uno de sus superiores se enteró de “su gran bocaza”. Diciéndole que como se le podía ocurrir en tiempos de guerra revelar a una tropa de recién llegados los planes que tenía el alto mando para la guerra. Conto el bueno de Albert que ninguno de los reproches lo bajo al sargento de la categoría de imbécil y que inconsecuencia fue degradado a soldado raso. Se encontraría entonces con nosotros en los abrigos de las trincheras, en igualdad de condiciones que todos los demás presentes en ese momento, a pesar de que era ya un regular del cuerpo del ejército desde hace bastante tiempo según conto Albert, que nos demostró con ello ser una de esas personas en cuyos oídos no quieres que vayan a parar ninguno de tus secretos vergonzosos. La idea de los espías me sedujo por un momento, e incluso llegue a pensar que realmente no sería ninguna sorpresa que entre los integrantes del pelotón alguno fuera franchute o británico, incluso ruso, por qué no. A fin de cuentas, así como el káiser y el zar eran primos muchos de nosotros compartíamos con los que eran ahora nuestros enemigos muchísimos antepasados comunes y era de hecho muy común que un alemán hablara con fluidez o por lo menos decentemente el francés. Si hubiera sabido que la profesión de espía sería más temprano que tarde ya no solo un pensamiento, sino que también una realidad para mí, me hubiera sorprendido demasiado e incluso tal vez no me hubiera gustado para nada la premonicion. Sin embargo, apenas un tiempo después habría de descubrir que se la pasa mucho mejor siendo un traidor camuflado que un valeroso guerrero, los primeros de ellos pueden por lo menos darse el lujo del vino y de la compañía femenina, mientras que los segundos se tiene que deshacer en tareas poco halagüeñas muy dolorosas para el cuerpo, tareas tales como cavar trincheras, hacer guardia y vivir lleno de suciedad hasta el cogote por casi una semana que era más o menos el intervalo entre baño y baño para un soldado raso como lo era yo. Finalmente acabamos de afligir al pobre pedacito de papel blanco con círculos negros con nuestros disparos de novatos y fuimos entonces dirigidos a una clase teórica que se desarrollaba en unas aulas pequeñitas, a todas luces montadas de manera apresurada ante la previsión de que la instrucción no podía verse retrasada por el sol o por la lluvia. Allí el profesor era un alférez de nombre Adolf, el hombre se empeñaba en explicarnos con graciosos movimientos del cuerpo las distintas maniobras que según el habrían de salvarnos la vida y constituirían la diferencia entre un alemán que sirve a la patria y uno que sirve de abono a las plantas del camino. Esa, que fue de entre todas las partes de la instrucción la que más tediosa nos pareció a la generalidad de los hombres seria sin lugar a dudas la que iba luego a prestarnos mayor utilidad. La primera vez que puse pecho en tierra ante la el sonido de un fusil claramente dirigido a mi persona y la segunda ráfaga de tiros impacto justo en un árbol detrás mío lo único que tenía en la cabeza era la cara de tonto del alférez que a pesar de ser sujeto de mil burlas nos explicaba tan bién la ventajas de andar siempre con el pecho pegado a tierra, fue por ello muy doloroso verlo días después destrozado, con el cuerpo hecho añicos sobre el camino, después de que uno de los cañones belgas le plantara una granada con tal precisión que le corto la humanidad en dos. Así transcurrieron un par de semanas. Íbamos y veníamos de nuestros catres, apostados todos bajo una enorme construcción de madera similar a un hangar al que se le quisieron poner paredes. Al principio solo charlábamos Jonas y yo, pero luego todos y cada uno de los fusileros de los cuales creo que no sobrevivió ninguno, se unían esporádicamente a nuestra charla, la mayoría de las veces atraídos por la sabiduría extrañísima de mi compañero que lo sabía todo sobre las mil y un guerras que había acontecido en territorio europeo y algunas otras veces simplemente por no había mucho más que hacer entre esta partida inmensas de jovencitos. Yo me encontraba muy a gusto entre la compañía de esos hombres, todos ellos personas únicas y valerosas cuyos nombres nunca poder sacarme de la memoria. Sin embargo, constantemente pensaba en que sería del pobre Hans y extrañaba entonces su compañía. Hans era el más tímido de nosotros y de seguro no pasaba un buen rato entre tantos desconocidos, ese ambiente de camaradería grosera y de confianzas no ganadas no era para nada su hábitat y de hecho el día en que quiso unirse a Jonas y a mí en la aventura de la guerra nos sorprendimos mucho pues creíamos que la excusa de la inseguridad de las calles y la falta de los viejos amigos seria para el empujón final a una vida de impenetrable ermitaño que tal vez lo llevara a convertirse en párroco de alguna de esas iglesias rurales que pronto iban a quedar reducidas a escombros por la artillería enemiga. Llego por fin el día en que finalizo la instrucción y nos embarcamos llenos de ansiedad en un tren que daba enormes berridos, nuestro destino era la frontera occidental de la guerra. Bélgica, llevábamos ordenes de servir de refuerzo a los veteranos que parecían estar pasando una mal rato contra los trenes blindados, en el largo viaje pusimos en práctica el repertorio de temas que habíamos venido practicando durante las dos semanas precedentes. De ese modo la conversación paso en el siguiente orden por la boca de todos mis compatriotas, primero discurrimos sobre la guerra, sobre las contribuciones intachables que realizaríamos en ella y por supuesto sobre la superioridad del orgullo alemán. Luego sobre mujeres, algunos de los nuestros, entre los que se encontraban Jonas, empezaban ya a extrañarlas, un par de ellos hablaba sobre alguna de sus recientes conquistas yotro sobre aquella “rubia de grandes melones”, la hija del dueño de los campos aledaños a la granja en la que se crio, una mujer que debía ser inventada por que las tantísimas virtudes de las que la hacía receptáculo aquel hombre eran a todas luces imposibles. En el momento sentí una vaga sensación de odio al verlo tan entregado a su tarea de mentir tan mala y descaradamente, sin embargo, si hubiera sabido que sería su rostro le que llevara el primer c*****r que vi en mi vida lo habría tratado con algo más de respeto mientras estuvo con vida, aun cuando nuestra convivencia era corta y nuestros ánimos contrarios no puedo decir que fuera un mal hombre aquel soldado. Nos apeamos en un sitio llamado Trois-Ponts, allí el sargento Karl que ya no era sargento seguía desempeñando pese a la degradación el papel de líder, por lo que fue el quien nos mostró como se irrumpe en casas ajenas para cubrirlas con el velo de la guerra, privando así a sus antiguos poseedores de todo cuanto pudieran tener de valor escondido tras los closets o debajo de los colchones. Aquella aldea cuyo nombre no recuerdo porque permanecimos en ella muy poco tiempo fue nuestra primera parada en el curso de la guerra, esa primera noche que sería la última de verdadero sosiego que experimentaremos en largos y cruentos 4 años de guerra no nos pareció en su momento más que una velada común acostados sobre la paja robada de algún huerto descuidado, pero un tiempo después Jonas me diría que daría lo que fuera por volver a esa “aldeílla Belga de mierda” aunque sea para dejar de escuchar durante un día entero el retumbar de los cañones, para dejar de sentir que lo único que lo separaba de la dolorosa muerte, de ser despedazado por la metralla era la buena voluntad del viento que no se le había aun ocurrido soltarle una granada sobre la trinchera.
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