13 Capítulo 12: Ace Farah Zhukova

2265 Words
Meliza Mis padres habían llegado sin aviso, pero su presencia me hacía sentir como si algo se acomodara dentro de mí. Los días posteriores al incidente se volvieron más suaves. Ricardo estaba siempre cerca, aunque fingiera estar solo por si necesitaba que me llevara a algún lado. Y yo intentaba volver a la normalidad. A las tareas. A los mensajes con Liam, que seguía planeando su viaje para pasar Navidad con su hermana. —Nosotros estaremos aquí —le había dicho, emocionada—. Mis papás dijeron que pasaríamos las fiestas juntos. Lo mismo de siempre: cena, vino, fotos cursis con suéteres horrendos... Él sonrió desde la pantalla. Yo también. Pero el día 23, mientras terminaba de envolver los regalos, escuché sus voces en el estudio. Cerrada la puerta. Como siempre. No tardaron en llamarme. —Tenemos que hablar contigo —dijo mamá, sentada en el borde del sofá con el rostro sereno. Papá se mantenía de pie, sin poder ocultar la tensión en los hombros. Yo ya sabía. Lo sentí en el aire. El olor a planes rotos. —Nos tenemos que ir —dijo papá, sin rodeos. No pregunté a dónde. Tampoco por qué. —¿Hoy? —En la madrugada —confirmó mamá—. Hay una reunión importante. No podemos aplazarla. Sonreí. O eso intenté. —Claro. Lo entiendo. Cosas de trabajo. Me abrazaron. Me dijeron que volverían pronto. Que me querían. Que fuera fuerte. Después de que se fueron, caminé hasta el salón. Las luces del árbol estaban encendidas. Intermitentes. Hermosas y solas. Encendí mi celular. Un mensaje de Liam: "Ya casi salimos. Prometo llamarte en cuanto lleguemos. Vas a estar bien, ¿sí?" Le respondí que sí. Mentí. Porque en esa casa enorme, silenciosa, con el eco de las voces de mis padres aún flotando en los pasillos... no me sentía bien. Me sentía sola. Otra vez. -Niña, no estés triste, Ricardo y yo estamos aquí, contigo.- me dijo mi nana Laia - Lo se Nana, solo...- no termine de hablar. - No es lo mismo, lo entiendo. Las luces del árbol parpadeaban en silencio. Eran cálidas, tenues. Como si el tiempo se hubiera detenido dentro de la casa. Afuera, la ciudad seguía latiendo con música de temporada y tráfico, pero aquí... solo quedaba el eco. Me había quedado sola otra vez. Papá y mamá se habían ido esa misma mañana. Negocios. Algo que no podían postergar, como siempre. Prometieron volver antes de Año Nuevo, aunque ya no me lo creía. Me envolví en una manta. Revisé el teléfono sin mucho ánimo. Liam estaba con sus abuelos, me había mandado una foto de la cena que estaban preparando. Todo parecía perfecto allá. Me alegré por él. Y fue entonces cuando sonó. Número desconocido. Contesté por impulso. —¿Hola? Silencio. Luego una respiración. —Meliza. Mi corazón dio un pequeño salto. Reconocí la voz de inmediato. —Yakov. No dijo nada enseguida. Como si evaluara cada palabra antes de soltarla. —¿Estás sola? —Sí —respondí, con cierta cautela—. Mis padres viajaron esta mañana. ¿Por qué llamas desde otro número? —Precaución —fue todo lo que dijo—. Necesito verte. Me acomodé en el sofá, el tono de su voz me mantenía tensa. —¿Para qué? —Para explicarte lo del otro día. Cerré los ojos. Imágenes del centro comercial, el disparo, el pavimento frío. Su cuerpo cubriéndome. —¿Explicarlo... cómo? —En persona. Esta noche. —¿No puedes solo decirme? —No —contestó, sin rodeos—. Esto no es algo que se diga por teléfono. Confía en mí. Solo esta vez. Guardé silencio unos segundos. —Está bien —dije, más por necesidad que por certeza—. ¿Dónde? —No salgas. Yo voy. En una hora. —¿Y si no quiero que vengas? —Entonces no abres la puerta —dijo, sin tono, pero con algo en su voz que no podía ignorar. La llamada se cortó sin despedida. Me quedé sentada, mirando el árbol. Las luces seguían ahí, como si no importara que el mundo estuviera lleno de secretos. Una parte de mí sabía que debía decirle que no. La otra... necesitaba respuestas. Yakov venía. Y esta vez, yo lo iba a escuchar. La casa estaba en silencio. Demasiado. Había limpiado por tercera vez la mesa del comedor, pidiéndole a nana que cuando llegue Yakov nos deje a solas, enderezado los cojines del sofá, puesto música suave que apagué al segundo. Caminaba en círculos. Lo odiaba. Odiaba no saber por qué lo había hecho. Odiaba no entender quién era. Pero más que nada... odiaba que no podía dejar de pensar en él desde ese día. Un sonido me sacó de mi espiral. Llamaron a la puerta. No timbraron. Golpearon una vez. Firme. Seguro. Como si ya supiera que lo estaba esperando. Me acerqué, respiré hondo, y abrí. Allí estaba. Vestido de n***o, con una chamarra gruesa, los ojos sombríos bajo la luz tenue del pórtico. Más humano de lo que recordaba. Menos inalcanzable. —Hola —dije, apenas un susurro. —¿Puedo pasar? Asentí. Entró sin tocar nada, sin mirar alrededor. Se quedó de pie junto a la entrada mientras yo cerraba la puerta. El calor de la calefacción contrastaba con el frío que traía consigo. Pero su mirada... esa seguía igual de fría. —¿Quieres algo? Té, café... —Solo hablar. Me senté en el sofá. Él no. Se quedó de pie, como si no supiera cómo encajar en un lugar tan tranquilo. — Estaré en la cocina, si necesitas algo solo llámame — me dijo Nana antes de irse. —¿Qué fue eso, Yakov? Silencio. Luego me miró. Directo. Sin vacilar. —Mi nombre no es Yakov —dijo, con una firmeza que me dejó sin aliento—. Es el nombre que adopté después... pero no el real. Se detuvo un momento. Yo no parpadeaba. —Mi verdadero nombre es Ace Farah Zhukova. Las palabras quedaron flotando entre nosotros. —No estabas en el lugar equivocado ese día, ¿verdad? Él negó lentamente. —Tampoco estaba ahí por ti —agregó, y dolió más de lo que pensé. —Entonces... ¿por qué? —No lo sé —respondió, con una sinceridad que rompía sus propios muros—. Hay algo... en ti. Algo que no entiendo. Solo... sabía que tenía que estar cerca. Como si algo me obligara. Ni siquiera tenía claro por qué, así que aproveche para comprar algo y vernos por casualidad. Mi corazón latía con fuerza, no de miedo, sino de algo más extraño: una mezcla de inquietud y tristeza. —Y cuando pasó lo del centro comercial... —Actué —interrumpió—. No porque sea tu guardaespaldas ni tu héroe. Actué porque he vivido así toda mi vida. Con un arma más cerca que un abrazo. Porque sé lo que significa mirar a la muerte a los ojos. Y no quería que tú lo supieras... todavía. Sus palabras eran ásperas, como si doliera decirlas. No había dramatismo, solo verdad cruda. —¿Quién eres realmente, Ace?¿Por qué cambiarlo? El desvío la mirada por primera vez, después silencio y apenas en un susurro. —Porque lo necesitaba para sobrevivir. No entendí del todo. Pero tampoco pregunté. No aún. —Entonces... lo del centro comercial... —No fue casualidad.—Su voz bajó un poco—. Iban por mi Me llevé la mano a la frente, a la cicatriz ya cerrada. Mi respiración se hizo lenta. —¿Por ti?¿Por qué? — por qué hace unos días tome el control de todo lo que era de mis padres, Angelo, con quién me quedé después de lo que les sucedió a mis padres, decidió que ya era tiempo, y me entregó la información que tenía, empecé a investigar más y sucedió esto, como si quisieran que me detenga, pero no lo hare. —¿Y ahora qué? Ace—Yakov—se levantó. Se acercó lentamente. Se detuvo frente a mí. —Ahora necesitas decidir si quieres seguir preguntando... o si prefieres no saber. No supe qué responder. Solo lo miré. Y, por primera vez desde aquella tarde en el centro comercial, sentí que el miedo... no venía de él. Venía de todo lo que podía descubrir si me quedaba. — Y aunque no me creas... no quería que pasaras la Navidad sola. Mi voz salió sin que pensara: —No estoy sola. Él se detuvo. Sin girarse. —Pero sentís que sí. Silencio. El árbol brillaba detrás de mí. Pequeñas luces parpadeaban como si también escucharan. —¿Te vas? —pregunté. Ace se giró apenas, y por primera vez vi una g****a en su escudo. —Solo si me echas. Yakov (Ace) No era el tipo de lugar en el que me sintiera cómodo. Las luces navideñas, la calidez de la casa, el olor a café recién hecho. No era mi mundo. Era el de ella. Y aun así, ahí estaba. Hablando con una chica que no sabía nada de mí, pero que sin saber por qué, me hacía quedarme. Me estaba yendo cuando lo sentí. Una presencia detrás de mí. Precisa. Silenciosa. Me giré antes de que dijera algo. Ricardo. El chófer. El guardaespaldas encubierto. Me miró como quien conecta las piezas de un rompecabezas demasiado peligroso para armar por completo. —Ace Farah Zhukova —dijo, sin ocultar la tensión—. Ahora todo tiene sentido. No respondí. Sus ojos eran duros, calculadores. El tipo de mirada que sabe disparar si es necesario. —¿Desde cuándo? —preguntó. —Desde antes de que tú supieras que ella existía —contesté. Ricardo dio un paso más cerca. Su postura era defensiva, pero no impulsiva. Estaba midiendo terreno. —¿Qué haces cerca de ella? —No vine a dañarla —dije, seco—. No vine por ella —dije, sin parpadear—. Vine por respuestas. Y por la sangre que se quedó sin justicia. Ricardo dio un paso al frente. La mano cerca de la chaqueta. Preparado, pero no impulsivo. —¿Eres una amenaza? Sonreí, sin humor. —No para ella. Para los demás... depende. —Lo vi en tus ojos, en el centro comercial. No solo disparabas... cazabas. Como si el fuego ya fuera parte de ti. ¿Estás seguro de poder estar cerca de ella? Lo miré a los ojos. Sin máscaras. —No. Pero tampoco estoy dispuesto a alejarme... Todavia —¿Por qué? Pensé en la respuesta. En el peso de la verdad. En la imagen de una casa vacía, con dos cuerpos que nunca debieron terminar así. —Porque hay cosas que no se entienden hasta que estás dentro del abismo. Y ella... sin quererlo, me hizo mirar hacia arriba. Ricardo tragó saliva. Mantuvo la mirada firme, pero la tensión en su cuerpo bajó, apenas perceptible. Se tensó. Bajó la mano cerca de la cintura, donde probablemente llevaba el arma oculta. —Si vuelves a acercarte y ella sale lastimada... no habrá advertencia. No me importa de dónde vengas ni quién fuiste. Te borraré. Me acerqué un poco. No para provocar, solo para que escuchara bien. —Te respeto, Ricardo. Haces bien tu trabajo. Pero no te confundas... Yo no juego. Y si algo llega a tocarla, tú no vas a ser el primero en reaccionar. Seré yo. Silencio. Sus ojos no bajaron la guardia. Tampoco los míos. —Ella no sabe quién eres —dijo—. Y lo que no sabe puede matarla. —O puede salvarla —respondí—. Dependerá de lo que venga. Nos quedamos así unos segundos más, antes de que ambos entendiéramos que no íbamos a sacar más de ese encuentro. —No le diré nada —dijo, al final—. Por ahora. —Haz lo que creas correcto —le dije—. Pero si las cosas se ponen oscuras... ya sabes quién estará cerca. Las luces de Navidad parpadeaban tras de mí. Como si aún esperaran una respuesta que no estaba listo para dar. Antes de salir del todo, volví a mirar la puerta entreabierta. Ella no salió. Quizá no se atrevió. Quizá tampoco sabía cómo hacerlo. Tampoco se lo pedí. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y saqué la pequeña caja negra. No tenía moño, ni nota. Solo un cierre magnético y la intención de alguien que no sabe demostrar ternura sin parecer que está jugando con cuchillas. La abrí. Una pulsera de plata, delgada, limpia, con un solo dije colgante: un fénix pequeño, tallado con detalle. Discreto. Casi insignificante para cualquiera... menos para mí. Mi madre tenía uno parecido. Decía que el fénix no era símbolo de fuego, sino de resistencia, de renacer sin pedir permiso, de levantarse aunque no queden cenizas para sostenerte. Era su forma de decirme que aunque el mundo se quemara... yo podía seguir. Caminé hacia el pequeño recibidor y dejé la caja sobre la mesa de madera, justo al lado del portaretrato que tenía una foto vieja de Meliza y sus padres. Me detuve un segundo, mirándola. Su sonrisa limpia. Sin cicatrices aún. —Feliz Navidad, solnishko (solecito) —murmuré. Y luego me fui. No hice ruido al cerrar la puerta. No dejé palabras sin decir. Solo ese fragmento de memoria disfrazado de regalo. Una parte de mí sabía que no podía quedarme. Otra... ya lo estaba haciendo. Nota de la autora no se olviden de votar y comentar ¿que les parece este nuevo capitulo?
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