Aitana
Los días siguientes fueron más difíciles de lo que imaginaba, incluso a superar el año que nos mudamos aquí y me encerré por horas en mi cuarto recordando mi adorado Argentina junto a la familia que dejamos atrás.
Pero tenía esperanza de lograr superar esto y adaptarme, al igual que lo hice esa vez. Era cuestión de afrontar el hecho de que ya no me verían con los mismos ojos que hasta ahora, que ya no sería esa Aitana Lennox por un par de meses.
Las noticias corrieron rápidamente. Varios videos desde diferentes ángulos fueron mostrados en varios canales de televisión en el horario de los noticieros y chismes de famosos, además de otras plataformas donde se obtuvieron millones de vistas con miles de comentarios que no me molesté en leer.
Pocos días después de ese hecho, recibí una llamada de un muy emocionado Lionel que me comentó que, gracias a que se enteraron de que mi último concierto fue en su bar y de la pelea masiva, la gente se amontonaba para entrar al Zodiac Club; le estaba yendo de maravilla, cosa que me ponía contenta.
"—Te lo dijo, Aiti: las grandes peleas traen fama hasta al más desconocido por el público." Ese comentario suyo casi al finalizar la llamada se repitió en mi cabeza varias veces, porque era cierto y el hijo de mi jefe era la prueba viviente.
En este tiempo intenté distraerme con cualquier pequeña cosa que pudiera. Desde estar seguido con mi abuela —a pesar de que eran pocos sus momentos lúcidos últimamente— escuchando atentamente sus historias, hasta tener una buena relación profesional con Annie y, de vez en cuando, salir de forma discreta de compras en lugares no muy concurridos para evitar llamar la atención. Llevo semanas desaparecida del ojo público por medio de paparazzis.
En cuanto a mi padre, la relación volvió a ser lo mismo de siempre: distantes pero nos queremos un poco. Siento que puedo comprenderlo solo un poco ahora, desde aquella pequeña confusión suya.
Mi mayor y primer miedo adolescente estaba cerca, demasiado cerca: la escuela secundaria. Solo cursé el 1er año antes de volverme famosa, así que casi no recordaba nada acerca de cómo era y eso me ponía un poco tensa. No quiero que me traten diferente o conseguir amigos solo para alimentarse de mi fama; de esos ya habían de sobra en mi vida. La sola idea de volver a estar rodeada de gente de mi edad, conocer maestros, aprender cosas, ser normal... me emocionaba. Ya hasta había comprado el uniforme un mes antes.
Asistiría a una escuela privada de élite, de las más prestigiosas en toda la ciudad. Fue por mi propia seguridad, según Sean y mi padre, ya que si iba a una pública corría peligro de cruzarme con fans que compartirían mas información de la que yo misma lo hacía. Lo mejor era estar con hijos de famosos, de vidas reservadas y protegidas.
La academia Amanda Burns me esperaba.
—Aitana, ¿te encuentras bien?
Salí de mi ensoñación al escuchar la suave voz de Annie y sentir unos toques en mi hombro. Parpadeé algo confundida, recordando momentos después que me ofrecí a ayudarla a preparar el almuerzo: pollo con papas. Uno de mis favoritos, siendo sincera. Me encontraba cortando las papas hasta que me distraje y comencé a pensar en los últimos sucesos de estas semanas. Todo era tan tranquilo, no he sufrido un ataque de pánico en todo este tiempo. Es decir, tampoco es que hubiera algo o alguien ahora mismo que me impidiera disfrutar este último mes de vacaciones.
—Sí, lo siento, Annie. Estoy bien, solo estaba pensando. —contesté con una apenada sonrisa.
Ella me correspondió, volviendo a su tarea de ponerle los respectivos condimentos al pollo. Cocinaba con una envidiable dedicación y amor, asemejándose a una madre que, por lo que decía en su currículum, era de una niña pequeña. No sabe la suerte que tiene, o aun no es consciente de ello; las madres son algo preciado, amado y que debe ser protegido luego de años de que ellas te protejan a ti.
Al menos de eso hablaba una canción que escribió mi coautor Arthur durante las fechas cercanas al día de las madres. Le dejé ese trabajo únicamente a él, porque yo no era capaz de hacerlo dado que la experiencia no la tenía y lo entendió por completo. Yo solo me encargué de cantarla, cosaaue me costó al no tener ese sentimiento que quería transmitir con tantas fuerzas como con mis demás canciones sí escritas por mí.
Era frustrante el hecho de nunca tener la oportunidad de saber siquiera qué se sentía ese amor maternal tan apreciado por los hijos que son en verdad queridos. No odio a mi madre por abandonar a mi padre, sino por dejarme también en el camino sin explicaciones razonables. Merecía más que solo historia nunca contadas y fotos jamás vistas suyas, porque Esteban era casi literalmente una tumba cuando se trataba de mi progenitora.
—Termina de cortar eso y listo, Aiti. De lo demás me encargo yo.
Estuve unos minutos cortando todas las papas hasta que por fin acabé con una sonrisa orgullosa por mi esfuerzo.
—Iré a buscar a la abuela mientras tanto. Vuelvo luego para poner la mesa. —anuncié antes de salir de la cocina.
Subí las escaleras haciendo el conocido recorrido hasta llegar a la habitación de Helena, donde toqué tres veces la puerta antes de pasar. Eran las once de la mañana, así que era seguro que ya estaría despierta. Y no me equivoqué cuando al entrar, la vi sentada frente a su tocador peinando su cabello castaño con canas.
—Buenos días, abuela. —la saludé con cariño, sentándome en su cómoda cama.
Ella siguió con lo suyo sin voltear a verme en ningún momento, cosa que me extrañó. Aun teniendo sus alucinaciones, tenía un buen humor la mayoría del tiempo y hablaba hasta por los codos de lo que se le ocurriera. Sobretodo de sí misma con historias de su vida porque era lo que más recordaba.
—¿Estás bien? Nunca estás así de callada.
—Me acuerdo todavía de lo que me preguntaste la última vez que hablamos, Aitana. —habló, dejando el cepillo a un lado—. De tu mamá.
Abrí la boca levemente en señal de sorpresa. Llevaba tanto tiempo sin tener un momento de lucidez que hasta había olvidado de lo que hablamos aquella incómoda vez antes de ir al bar, cuando ni ella misma quiso responder preguntas sobre Alexa y me evadió de forma cruel todo el resto del camino.
Esta vez fui yo quien se quedó callada, no sabiendo como responder a esa declaración.
—Escucha, abuela, yo...
—No, no digas nada. —me interrumpió—. Sabía que este momento algún día llegaría, y es hoy. La curiosidad es algo inevitable y te entiendo, mi amor. Estás sintiendo curiosidad por darte una idea de quién era ella.
Se levantó, dejando ver que ese típico camisón con estampados de flores con el que siempre dormía era remplazado por una bella falda negra con una elegante camisa blanca y un collar con un corazón en el centro decorado con diamantes colgando de su cuello. Helena es tan hermosa a pesar de su edad, que mi sueño era parecerme una cuarta parte a ella cuando esos años llegaran a mí.
Acercó sus algo temblorosas manos calientes a mis mejillas, acariciando unos segundos antes de depositar un beso en la derecha y mirarme a los ojos con una expresión que no pude descifrar.
—Pero no vas a encontrar esa información acá porque nadie puede dártela. Tendrás que salir al mundo e investigar por tu cuenta. —murmuró para después suspirar—. Eres una mujer fuerte e inteligente, Aitana. Si te propones encontrarla, estoy segura de que lo harás... Lamento no poder ayudarte en esto.
Entonces me soltó las mejillas y se retiró sin más del cuarto, dejando una nube de dudas sobre mi cabeza que no se explicaba.
Algo pasó entre ellos, algo tan grave que ni mi abuela podría darme información por ¿temor o algo similar? La cuestión era ¿a qué? Nunca vi miedo en esa mujer ni por un segundo, estaba llena de una gran confianza y determinación.
Me encargaría de descubrir quién era en realidad Alexa y porqué mi familia me oculta algún sucio secreto.
En alguna otra parte de Nueva York.
Un hombre de unos cuarenta años se encontraba sentado en la silla de su gran y elegante despacho, con sus ojos verdes yendo de un lado a otro mientras leía atentamente un documento y con una humeante taza de café en una esquina de su escritorio. Toda su aura irradiaba poder, autoridad y un poco de miedo.
O al menos eso sentían los tres jóvenes que se encontraban parados enfrente suyo. Juntos parecían imponer lo mismo que el hombre mayor, pero por dentro de morían de miedo cada uno de ellos al estar frente a él.
—¿Pudieron dar con ella? —cuestionó de repente, cortando el tenso silencio.
El mayor de los jóvenes chicos se aclaró la garganta antes de responder.
—Así es, fue donde nos dijiste e hicimos exactamente lo que nos pediste... Estaba en shock, pero muy agradecida.
El hombre dejó los papeles a un lado, posicionando los codos sobre la mesa de, madera y juntando las manos. Con su mirada analizaba a cada uno de los chicos en silencio, para luego asentir con la cabeza más complacido.
—De acuerdo. Como estará tan agradecida con sus fieles caballeros, no tendrá problema en confiar rápido en ustedes. —pronunció con su característica seriedad.
El menor de los tres, que se encontraba de brazos cruzados, sintió enorme curiosidad ya que él no estaba del todo avisado de las riendas que tomaría el asunto. Por no decir que, estaba siendo casi tan engañado como la chica nombrada.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó, perdido en la situación.
El imponente mayor se levantó de su cómoda silla de madera, evidenciando su gran altura, y relamió sus labios sin apartar la mirada de los tres chicos enfrente suyo.
—Ahora la mantendrán cerca suyo, atentos a lo que sea que les diga e intentarán evitar que piense siquiera en lo que ya saben. Esa es su tarea, porque si llega a obtener información... estamos muertos todos.
La rudeza de sus palabras provocó escalofríos en cada uno de ellos que disimularon como pudieron. Todos tenían diversos pensamientos en la cabeza que acababan en exactamente lo mismo: su nueva "tarea". Fallar en esto no era una opción, lo tenían claro, porque si lo hacían y sobrevivían, sería este hombre capaz de asesinarlos uno por uno.
—¿Quedó claro?
—Sí, padre. —respondieron al unísono los tres.
—Lo primero que un padre quiere infringir en sus hijos para que lo respeten es el miedo... miedo a lo que podría hacerles. —hablé con pesadez—. Luego fuerza, tanto mental como física, seguido de muchos traumas y por último en una ,un pequeña parte... está el amor. Esas palabras no son solo mías, sino también suyas.