Arco 1, capítulo 1

3217 Words
—¡Noche de brujas! —farfulló Zion—. Qué forma tan humillante de denigrar mi profesión. Si la abuela del brujo estuviera viva, hubiera despotricado y lanzado aguaceros que duraran semanas enteras para cobrarse el agravio por la forma en la que las culturas modernas habían desvirtuado una festividad tan importante para los de su linaje; convirtiéndola, en una absurda y comercial congregación de mocosos ruidosos, cuyo único propósito esa noche era la de disfrazarse de personajes de Disney, remedos de duendes, fantasmas y demonios; e importunar en casas de personas ocupadas como él, con exigencias de caramelos a cambio de no gastarles una jugarreta. Zion podría jurar que el instigador de que aquella festividad se tornara en una burla para ellos, los brujos y brujas de verdad, había sido un hada. Aquellas criaturas tan pagadas de sí mismas, quienes no soportaban la idea de compartir su sangre con simples humanos ni aprobaban el hecho de que su reina les bendijera con algo de su magia y la capacidad de realizar pociones utilizando las plantas que ellos tan devotos protegían. —Noche de brujas —volvió a refunfuñar—. Y los brujos, ¿qué? ¡Acaso los condenados "aladitos plateados" insinúan que mi existencia no es importante, o que mi trabajo debo hacerlo a cambio de dulces! No es que le pagaran mucho, tampoco. Zion era un brujo recién salido de la academia, con habilidades impresionantes, pero con muy poca experiencia para hacerse de un prestigio y cobrar más por sus servicios. Soltó un hondo suspiró. Se encontraba demasiado ocupado con solicitudes que lo mantendrían con la cabeza en el trabajo hasta terminado el invierno, como para seguir divagando en cuestiones inútiles. Se agachó sobre el mortero, agregó un poco de agua a la mezcla que estaba preparando y, nada más hubo tomado el moledor para machacar las hierbas que había recolectado esa tarde, la campanilla de la puerta de entrada comenzó a sonar. —No voy a hacer caso. —masculló, y trituró con firmeza las especies que se hallaban dentro del recipiente de piedra. Estaba seguro de que, al cabo de unos cuantos minutos, los molestos pre púberes se cansarían y se marcharían derrotados a sus casas; igual que lo hiciera el grupo anterior. Era la décima vez en las últimas dos horas que era interrumpido por el repiquetear de aquel artefacto, y eso lo estaba poniendo de muy mal humor. Recapacitando, llegó a la conclusión de que había sido una pésima idea lanzar un hechizo sobre su vivienda para que se viera más sombría y tenebrosa. El propósito inicial había sido amedrentar a los menores para que huyeran despavoridos y no interrumpieran sus labores; pero, muy a su pesar, había conseguido el efecto contrario. Había despertado su entusiasmo, transformando su insistencia en algo demasiado molesto. Los acordes metálicos y disonantes del timbre no se detuvieron, continuaron inundando la reducida estancia, exasperando a Zion. Al parecer, la obstinación de estos pequeños era mayor que la de sus antecesores; no habían cesado en su afán de presionar el condenado aparato, no permitiéndole regresar a sus obligaciones. Molesto, se levantó de su mesa de trabajo y se dirigió con paso furibundo hacia la puerta de entrada dispuesto a soltarles una buena reprimenda a los impertinentes. —¡Por enésima vez! ¡Qué no tengo dulces condenados moco...! —No terminó la oración al verse sorprendido por la inesperada visita. —Dulce o truco —soltó el joven parado en el umbral de la puerta, quien ocultaba su rostro tras una ridícula máscara de plástico; la cual, personificaba a un temible lobo. —Un hombre lobo disfrazado de lobo, ¿en serio? ¡Ja, ja, ja! —se carcajeó, para luego adoptar una actitud seria. El brujo reconocería aquella figura donde fuera. Noah, el hijo del alfa del clan de los lobos, de metro noventa de estatura, ojos dorados, cabello color azabache; el cual le llegaba a la altura de los hombros y se hallaba revuelto dándole un aire salvaje que se complementaba muy bien con la máscara que llevaba puesta, lo miraba suspicaz a través de los orificios de la careta de plástico. Vestía unos jeans rasgados y una camiseta manga corta que se ajustaba como un guante a su torso ancho, resaltando sus bien definidos músculos. El cuerpo de Zion se estremeció y le tomó todo su esfuerzo poder fingir que no se sentía afectado por su presencia, ya que no quería darle pie al muchacho para que comenzara con su asedio. Con solo diecinueve años de edad (seis menos que el brujo), aun siendo el menor de sus hermanos, el joven lobo apuntaba como único candidato para ser el próximo alfa de su clan. Con esa excusa, se le pegaba como lapa el día entero cada vez que tenía que realizar algún trabajo para su padre. Por lo general, debía aguantarlo al pendiente de sus labores, asaltándolo con preguntas indagatorias sobre cada hechizo que realizaba para el alfa y curioseando sobre los ingredientes de las pociones que le suministraba. Cuando no se las daba de entrometido y sus interrogatorios se tornaban demasiado molestos; importunando, con preguntas sobre su persona que no le apetecía contestar. Entre las más frecuentes se hallaba la curiosidad por el color rojo de su cabello, condición heredada de su sangre mágica. El muchacho insistía en saber si el escarlata de sus mechones era natural o producto de algún tinte, y se divertía exasperándolo con preguntas estúpidas y ladinas. Como, por ejemplo: si todos los brujos recién salidos de la academia eran tan retraídos, bien parecidos y jóvenes como él, o si aquello era solo parte del paquete pequeño y compacto, llamado Zion Merrian. La mayor parte del tiempo, tenía que huir de su constante acoso, o hacer todo lo posible para zafarse de su compañía. No quería distracciones que lo alejaran de la meta que se había propuesto cumplir nada más graduarse de la Academia de Magia: hacerse de una reputación intachable, labrarse un nombre lo bastante reconocido que le permitiera salir de la sombra de su padre, abandonar aquella aldea rodeada de comunidades de cambiaformas para trasladarse a una ciudad más sofisticada, donde sus servicios fueran cotizados de mejor manera. A sus veinticinco años, debería estar portando una insignia de brujo nivel tres, pero por culpa de una grave enfermedad que lo mantuvo postrado en cama la mitad de su infancia, sus estudios se habían retrasado. En esos momentos, necesitaba esforzarse el doble para demostrar su valía… Subir de estatus, avanzar en su entrenamiento como brujo y convertirse en el mejor de su generación, era su gran meta. El orgullo de su familia estaba en juego, y Zion no quería desilusionar ni a su padre ni a sus hermanos. Por tanto, aquel hormigueo que le recorría toda la piel cada vez que tenía al muchacho cerca (el cual terminaba centrándose en su bajo vientre haciéndole imposible concentrarse) era una distracción que definitivamente no necesitaba. —Dulce o truco —repitió Noah, dedicándole al brujo una mirada maliciosa por entre las rendijas de la careta de plástico. Entonces, sin esperar ser invitado, se hizo espacio por la puerta de entrada obligando a este a apartarse para dejar pasar su maciza figura. Una vez dentro, se quitó la máscara del rostro, la tiró sobre el pequeño sofá que estaba a unos metros de la puerta y contempló con ojo crítico toda la estancia. La casa de Zion era pequeña; más pequeña de lo que el lobo hubiera imaginado, pero del tamaño suficiente para alguien que no mantenía relaciones amistosas con nadie y vivía solo para su trabajo. A simple vista, se apreciaban solo tres cuartos: La sala de estar; una cocina, cuya habitación era incluso más pequeña que la estancia en la que estaba parado, y un tercer cuarto, que el lobo asumía era el dormitorio del brujo. Los pocos muebles que componían la reducida estancia se podían contar con una sola mano: había dos sillones apoyados contra la pared derecha, ubicados a los costados de la gran ventana que abarcaba del techo al piso; en medio de estos, había una mesita de centro hecha de madera rústica, sobre la cual se apilaban libros y hojas llenas de anotaciones ilegibles; tres estantes empotrados en las paredes restantes, cada uno repleto de diverso contenido: libros, frascos de distintos tamaños llenos con líquidos de varios colores, estatuillas de arcilla y bronce y objetos de lo más extraño; y una mesa enorme, la cual hacía las veces de escritorio, mesón de trabajo y comedor. En ella igual, se apilaban de forma asimétrica más hojas llenas de anotaciones y muchos libros. También, sobre esta había un mortero de piedra, una gradilla con dos filas de tubos de ensayo, un matraz, una probeta, un mechero bunsen, un gotario y varios manojos de hierbas silvestres. No se apreciaba ni un área desocupada sobre la gran mesa; por lo cual, Noah se preguntó en dónde se servía sus comidas el hombre y, si en realidad, se tomaba el tiempo para comer. Aquello lo hizo sentirse más convencido sobre los motivos de su visita. El joven lobo siempre había querido conocer la casa del brujo, saber dónde vivía y cómo vivía; para así, poder entender más sobre su persona. Y puesto que, pese a sus constantes coqueteos este nunca lo había invitado, había tenido que tomar medidas drásticas. —¿Tu padre sabe que estás en la ciudad? —quiso saber Zion. Sin embargo, el muchacho, en vez de responder, se dirigió a uno de los estantes y comenzó a hurgar en él—. ¿Te ha enviado el alfa? —insistió—. ¿Tiene alguna petición para mí? El cambiaformas enderezó la espalda y se detuvo de su exploración, retuvo el aire como si fuera a pronunciar alguna palabra, pero no dijo nada; al contrario, solo continuó con su inspección. —¡Deja de hurgar mis cosas! —demandó Zion en tono irritado. Contempló atónito como el chico le ignoraba y recorría a sus anchas su diminuta sala hurgando todo lo que se le ponía en frente. Tuvo que hacer acopio de paciencia y controlar su mal temperamento. Su necesidad de echar a patadas al cachorro era grande; ¡le urgía regresar a sus labores! Si no fuera porque no quería meterse en problemas con aquella manada en particular, lo hubiera arrojado fuera en el instante en que cruzó la puerta. Resopló frustrado y dirigió su atención hacia la calle para comprobar si el chico había venido acompañado de alguno de los beta de la manada (quien sí tendría que darle explicaciones), pero no vio nada; ni un alma en toda la cuadra, ni tampoco algún vehículo aparcado en la acera de enfrente. Eso le preocupó. Para llegar a su casa, el muchacho tendría que haberse movilizado en algún vehículo (la aldea del cambiaformas estaba ubicada a doce kilómetros de donde el brujo residía), y al no ver ningún coche estacionado frente a su vivienda, supuso que el cachorro se había trasladado hasta allí en su forma de cuatro patas. Cerró la puerta tras de sí y lo observó con detenimiento. La ligera capa de sudor que bajaba por sus sienes, más el brillo perlado que cubría la morena piel de sus brazos, confirmaron sus sospechas. Movió la cabeza, sorprendido, ante la falta de juicio por parte del joven. ¡Aquello era peligroso! El avistamiento de un animal salvaje en días como este: donde el tránsito de gente por las calles se daba hasta altas horas de la noche, podía alertar a las autoridades creando problemas innecesarios para los de su especie. —¿Ocurrió algo grave para que te enviaran tan tarde? —preguntó Zion de nuevo. Sin embargo, siguió sin obtener respuestas—. ¡Responde, por Merlín! —exigió. Avanzó hacia el muchacho para encararlo y exigirle explicaciones. ¡Nunca le había gustado ser ignorado! No obstante, se detuvo a mitad de camino y retrocedió alarmado. El olor a tierra mojada y naturaleza fresca que desprendía la esencia del más joven invadió sus fosas nasales, provocando un estremecimiento en todo su cuerpo. Se restregó las aletas de la nariz intentando desprenderse de aquella esencia. Era bastante malo tener que soportar aquel olor dulzón flotando a su alrededor cada vez que el lobo con cualquier excusa se le pegaba al costado mientras realizaba trabajos en su aldea, como para tener que empaparse de él en un espacio tan reducido como el de su sala de estar. Sacudió la cabeza previniendo que aquel olor embotara sus sentidos; luego, peinó sus cabellos acomodando los mechones rebeldes que se habían escapado de su coleta baja. Una vez compuesto, exclamó con firmeza: —¡Ey, chico! ¡Te estoy hablando! Viniste hasta aquí en tu forma de lobo, ¿cierto? ¡¿Sabes lo peligroso que es eso?! ¡Hay aún muchísima gente en las calles a estas horas de la noche! ¡Si alguno de ellos te hubiese visto estarías en grav…! El muchacho se dio la vuelta y le miró con suficiencia, lo que provocó que Zion se sintiera irritado y detuviera su diatriba. Aquella mirada que le decía sin palabras: "Yo siempre sé lo que hago", que parecía haber patentado y utilizaba la mayor parte del tiempo para salirse con la suya, consiguió sacarlo de sus casillas. Soltó un hondo suspiro. Recitó en su mente unos cuantos mantras y desistió de su sermón. No valía la pena; después de todo, el joven lobo haría lo que se le viniera en gana como siempre. Noah, por su parte, ensanchó la boca en una sonrisa ladina al ver la ira flamear en los ojos del brujo. Aquella reacción siempre conseguía encenderlo. Recorrió de forma intensa el cuerpo del hombre delgado queriendo meterse bajo su piel; intentando conseguir que este le tomara en cuenta y que dejara de pensar en él como el hijo fastidioso del alfa de la comunidad de lobos. Deseaba que lo viera, aunque fuera una vez, como el hombre cuyo corazón había robado en el mismo instante en que se conocieron. En aquel momento, no había entendido su fascinación por él; sin embargo, al correr de los días, cuando la atracción se había vuelto más intensa, lo había comprendido. Ahora tenía que poner en marcha su plan, pues no se iría de aquel lugar sin conseguir lo que había venido a buscar. Zion se estremeció bajo la atenta mirada del muchacho. Sentirse tan consciente de la presencia del otro solo lo hizo enfurecer aún más. Esa mezcla de atracción intensa y antipatía desmedida que sentía; la cual, no se explicaba, era algo que tampoco era capaz de controlar. Desvió la mirada, no queriendo darle al chico la satisfacción de percibir su desasosiego. Su rostro se sentía encendido y estaba seguro de que tanto sus mejillas como sus orejas, estaban por completo rojas. Suspiró intentando calmarse y volvió a cruzarse de brazos adoptando una pose de autoridad. Luego, lo miró de vuelta e inquirió molesto: —Mira... Estoy demasiado ocupado para tus jueguitos. ¿Se puede saber a qué has venido? —Nunca me has invitado a tu casa —dio por respuesta el chico, volviendo a su afán de curiosear lo que tenía a la vista. —No tengo ninguna obligación de hacerlo, así que, por favor, ¿podrías retirarte? —Zion no hizo nada por disimular cuanto le molestaba aquella visita, era mejor para el muchacho que entendiera de una buena vez que no era bien recibido en su morada—. ¡Ey! ¡Te pedí que dejaras mis cosas quietas! —lo regañó de nuevo, cuando el chico ignoró sus quejas, le dio la espalda y continuó hurgando en el estante. Soltó otro suspiro exasperado. El muchacho parecía no inmutarse con su poca cordialidad y, por lo visto, tampoco tenía intenciones de marcharse. Cerró los ojos, se frotó el puente de la nariz y contó hasta diez. Nunca le había gustado que invadieran su espacio personal y aquel joven parecía haber hecho de aquello su misión en la vida —Estoy ocupado en estos momentos, cachorro. Si no es importante a lo que viniste, te suplicaría que te marcharas a tu ca... —Noah —interrumpió, cortante, el lobo. —¿Qué? —¡Mi nombre es Noah! ¡Te lo he repetido un millón de veces! La postura del muchacho se volvió tensa y un aura oscura emanó de su cuerpo. Un leve temblor recorrió la espina dorsal de Zion. Se sintió acobardado, pero no retrocedió. No pensaba dejarse intimidar. Pese a la opresión que sentía en el pecho, se mantuvo firme. De igual manera y, solo para prevenir, escudriñó con la mirada una vía de escape o algo con que defenderse en caso de que el joven se pusiera violento. No obstante, no fue necesario que tomara alguna acción. El lobo fue consciente por si solo de su mirada precavida y abrió ampliamente los ojos; seguido, exhaló con fuerza, permitiendo que toda la energía que tenía tensionado su cuerpo desapareciera como si nunca hubiese estado allí. Después, musitó una disculpa mostrándose de verdad arrepentido; para luego, trasladarse a otro estante y hurguetear en él como si ninguna situación tensa hubiera ocurrido. Zion se frotó la nuca y soltó el aire que no se había dado cuenta estaba reteniendo. Él no era un hombre de controversias, tampoco le gustaban las polémicas ni participar en disputas. Era feliz tan nada más haciendo su trabajo de forma diligente y sin interrupciones; pero, al parecer, no conseguiría nada de aquello esa noche. Siguió al muchacho de cerca, permitiéndole vagabundear a sus anchas. Había tenido unas semanas demandantes con peticiones egoístas por parte de los alfas del clan de los lobos, de los zorros, y con menor frecuencia, pero no por ello menos exigentes, del líder de los pumas asentados en la montaña. No tenía la energía suficiente como para sostener ningún altercado. «Necesito vacaciones», pensó: «Dormir durante días... No. Mejor durante semanas; sin interrupciones ni cachorros molestos importunando». De pronto, una conclusión vino a su mente. No sería acaso el exceso de trabajo lo que había motivado al anciano hechicero de ese sector a trasladarse a "Cənnet", la aldea de brujos y hechiceros jubilados escondida a los pies de la cordillera de los Andes, siendo que aún le quedaban unos cuantos años para ejercer la magia. En las pocas semanas desde su traslado a ese valle, había tenido que encargarse de solucionar los estragos causados por las correrías de los cachorros en las ciudades cercanas; realizar conjuros de sanación demasiado agotadores para ayudar en la curación de las profundas heridas obtenidas por los más jóvenes, debido a su insistencia de enfrascarse en peleas con otros clanes en pos de demostrar su poderío; inclusive, le habían pedido que preparara pócimas de desamor para ayudar a aquellos pobres infortunados que, no contentos con alzarse en pullas con sus vecinos, habían terminado acoplándose con hembras que no pertenecían a su especie. A Zion seguía sin entrarle en la cabeza cómo comunidades tan pequeñas de cambiaformas podían meterse en tantos líos. ¡Pero su orgullo de brujo estaba en juego! Por lo que daría lo mejor de sí, para atender cada una de sus peticiones.
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