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Estaba en pijama, sumida en mi siesta de venganza, cuando mi celular comenzó a sonar. Y a sonar. Y a sonar.
Somnolienta, estiré la mano y respondí sin mirar la pantalla.
—¿Sí...? —murmuré, con la voz pastosa.
Una voz masculina, grave y demasiado familiar, respondió.
—¿Puedes abrir?
—¿Qué? —dije, incorporándome a medias—. ¿Abrir qué?
—La puerta.
—¿Por qué te tengo que abrir la puerta? ¿Quién eres? —dije, sintiéndome confundida, aún entre el sueño y la realidad.
—Alejo —respondió la voz.
¡Me sobresalté de golpe! Mi corazón dio un salto mortal. Me senté en la cama, buscando a tientas la lámpara.
—¿Qué Alejo? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta, mi cerebro se negaba a aceptarla.
—Alejo Blackwood.
¡Nooo! Me levanté de la cama como un resorte, la manta cay
