Tomás. Estaba apoyado en un poste de luz, mirando la entrada del club, con una expresión de perro apaleado. Me vio. Y su rostro se iluminó con esa sonrisa espeluznante de "te encontré".
Pero antes de que pudiera dar un paso, Alejo me empujó ligeramente, y me guio hacia un auto n***o, de lujo, estacionado a pocos metros. Tomás se quedó paralizado, observando cómo el desconocido en traje abría la puerta para mí.
Entré. El auto olía a piel cara y a ese mismo perfume amaderado y exclusivo de Alejo. ¿Cómo me aprendí de rápido su nombre?
Me hundí en el asiento de cuero suave, sintiéndome repentinamente protegida, y absolutamente fuera de mi liga.
Él entró, cerrando la puerta con un golpe sólido que me hizo volver a la tierra. Ni siquiera miró a Tomás. El desprecio era palpable.
—¿Para dónde vamos? —preguntó, encendiendo el motor. El rugido fue suave, potente.
—En Bethnal Green —respondí, abrochándome el cinturón de seguridad.
Se quedó en silencio por un momento. Él estaba en el corazón de Londres, a minutos de sus áticos multimillonarios, y yo lo estaba mandando a las zonas obreras.
—¿Vives sola? —preguntó.
—Sí —mentí, con un nudo en el estómago.
La verdad. Nadie la sabía, y la vergüenza me mordía. El pequeño apartamento de dos habitaciones con mis padres y mi hermana que pronto se irá, mi hermano mayor no vive en casa, tiene la propia, vivir dentro de su cantina. Un desastre que nada tenía que ver con el vestido de seda y los tacones dorados.
—Pero pronto me tengo que ir de ahí y vivir con mis padres —confesé, sintiéndome miserable, ¿por qué miento? Todo sale por sí solo—. Ash. Porque eso no lo sabe nadie. Pero ni mis amigas saben que no he encontrado dónde hacer mi pasantía.
Mi voz se rompió. Las lágrimas de frustración, no solo del alcohol, amenazaban con salir. Yo, la mejor alumna de mi clase, la que venía de una familia humilde y tenía que triunfar, no había asegurado ni siquiera la práctica.
Alejo no dijo nada. Se limitó a poner el auto en marcha, saliendo de la calle con una calma que contrastaba con mi tormenta interior.
—¿Qué estudias? —preguntó, su voz suave, casi íntima.
—Marketing —dije con un suspiro—. A lo que... ni sé por qué me rechazan. He metido los documentos en muchas empresas y nada. La universidad no puede hacer nada. Y si espero... bueno, no me importa si mi jefe llega a ser un gordo viejo morboso, nooo. Solo quiero eso para sacar mi título, ash. Estoy desesperada, o también aguantaría a una mujer con estrés, esas que quieren que un hombre se las quite.
Me recosté contra el asiento de cuero, mirando las luces borrosas de la ciudad.
—Bueno, yaaa. Eso es otro cuento —dije, intentando cambiar el tono.
El silencio volvió, denso y cargado de la tensión que flotaba entre nosotros. El auto era un santuario, moviéndose por las calles de Londres. Sentí su mirada de vez en cuando, evaluándome. Me sentí completamente vulnerable bajo esos ojos grises.
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No sé cuánto tiempo pasó. Diez minutos. Veinte. El viaje parecía una eternidad. El auto se detuvo.
—Hemos llegado —dijo, la voz profunda, cortando el silencio.
El vecindario era modesto, lleno de vida, pero definitivamente no el tipo de lugar que él frecuentaba, creo yo.
Me quité el cinturón de seguridad. Tenía que irme. Tenía que correr. El alcohol estaba bajando, y la resaca moral era inminente.
Entonces, otra locura.
Mi cerebro, ese órgano traicionero, me gritó: deja una marca. Una prueba de que esto fue real y que no volverá a pasar.
En un movimiento rápido, antes de que pudiera pensarlo, levanté mi vestido y me quité las bragas. Mis bragas de encaje negras, con las que me sentía tan poderosa esa noche. Las llevé a mi mano, arrugadas.
Alejo me miró. Sus ojos grises se abrieron ligeramente, la única muestra de sorpresa que le vi. La mandíbula tensa.
Le extendí la prenda, con la mano temblando.
—Tómalas, es algo de pago, siii, me has salvado del infeliz de Tomás —le dije, con la voz apenas un susurro que luchaba por sonar firme—. Bueno, si quieres me las entregas cuando me veas... si es que si me ves. Pero no cuenta aquí porque ya sabes dónde vivo. Adiós. Y gracias.
Me incliné, le di un rápido beso en la mejilla, pero en lugar de alejarme, mis labios encontraron los suyos de una forma que no estaba en el guion. Fue un impulso, una necesidad eléctrica que no pude ignorar. El beso fue profundo, desesperado y con el sabor del licor y la urgencia. No fue un simple roce; fue un huracán.
Mi mano, por sí sola, agarró la de Alejo, la misma que sostenía mis bragas, y sin pensarlo dos veces, la guíe con firmeza. La llevé directo a mi panadería, al epicentro de mi caos emocional y físico. Él no se resistió, ni por un segundo.
En cuanto sintió el calor a través de la fina tela de mi vestido, Alejo se apoderó de la situación. Su mano, grande y fuerte, comenzó a masajear y a apretar con un ritmo lento y deliberado que me hizo jadear. Era experto, sin duda, sabiendo exactamente dónde presionar para que un gemido naciera en mi garganta. Mi mente se nubló, ya solo existían el tacto de su mano y el calor que emanaba de mí.
Jadeé, mi respiración se hizo corta y superficial. El momento se intensificó cuando, aprovechando mi rendición, sentí la punta de uno de sus dedos buscando la entrada, y luego dos, deslizándose con una facilidad que me hizo arquear la espalda contra el asiento. Un jadeo más fuerte se escapó de mis labios, ahogado por el apasionado beso que seguíamos compartiendo.
Y entonces, la realidad regresó de golpe. Un destello brillante se acercó por el retrovisor. Las luces altas de un coche que se aproximaba. La adrenalina de ser descubierta me golpeó con la fuerza de un balde de agua fría.
Me aparté de él con la misma rapidez con la que había iniciado todo, mi corazón martilleando contra mis costillas, la respiración entrecortada y mis bragas aún en su mano.
—Adiós —logré susurrar, mi voz temblando por la excitación y el pánico—. Nos vemos...—ni siquiera terminé la frase. Abrí la puerta de su coche y corrí hacia mi casa sin mirar atrás, el vestido en desorden y la promesa de un encuentro furtivo y electrizante flotando en el aire.
Me giré. El auto n***o seguía ahí. Las luces apagadas. Podía sentir su mirada.
No se movió.
Di un último paso hacia la puerta.
Y luego, el auto aceleró, desapareciendo en la noche de Londres. Me quedé sola, con la llave en la cerradura, sin aliento, y con la extraña sensación de que acababa de entregar mucho más que mis bragas de encaje a un completo desconocido.
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Siento el golpe. Un latigazo helado y doloroso que me arranca de un sueño turbio y pegajoso. Un gemido se escapa de mi garganta, un sonido patético de dolor.
Mis ojos se abren y la veo… ¡Mi pesadilla!
—¡Ya, mamá! —grito, intentando defenderme de los golpes, que no son puños, sino una serie de zapeos con algo parecido a una revista enrollada.
—¡Qué bueno! ¡La niña vino borracha! —La voz de mi madre, Nora Bennett, es un taladro perforando mi cráneo—. ¡Y una cochina, desnuda! ¡Que qué hiciste, Luna! ¡Eres una vulgar, niña, eres una vulgar! ¡Levántate!
Luego siento el impacto del agua. Agua helada. Me incorporo con un chillido, sintiendo cómo el líquido empapa la sábana que milagrosamente me cubre y el colchón.
—¡Ya, mamá, lo siento, voy a ducharme! —balbuceo, mis dientes castañetean.
Agarro la sábana, me cubro con ella como si fuera una toga de vergüenza y corro, tambaleándome, hacia el minúsculo baño que compartimos los cuatro. Me quito la sábana mojada de encima, la tiro al suelo y me meto a la ducha.
El agua caliente es una bendición temporal. Pero tengo que darme prisa. Si mi madre no escucha el chorro caer en menos de un minuto, juro que entra y me suelta a golpes para que lo haga. Ella es así. Severa. Siempre en modo corrección.
Bajo el chorro, me doy un par de golpes en la cabeza con la palma de la mano.
—¡Mierda! —grito en el baño, para que el sonido del agua lo camufle—. ¿Por qué combiné cerveza con whisky? Es una mierda. No recuerdo ni mierda. ¡Nooo! No recuerdo nada, nada. Ash, ¿qué hice? ¡Mierda! Las chicas deben contarme. Sí, ellas deben contarme. Ash, ¿cómo llegué aquí? No sé, no recuerdo. Ash, por eso mamá está molesta.
Luego de tanto drama y autoflagelación mental, salí. Sí, salí envuelta en una toalla.
Mi madre estaba ahí, viéndome, con los brazos cruzados y esa mirada de decepción que me partía el alma.
—Ponte esa ropa. Tu hermana te ha dejado eso —dijo, señalando un conjunto de ropa perfectamente planchada sobre mi cama. Era su ropa, lo sabía. Ropa de Lucia ropa de abogada exitosa, ropa que no me pertenecía.
—Debes usarla. Es la ropa que su futuro esposo le regala —continuó mamá con ese tono de favoritismo que me dolía. Lucia sí era un logro. Yo, una borracha sin pasantía—. Ella sí dejó de trabajar porque su marido la mantendrá. Pero tú, tú no tienes novio y menos marido. Así que vístete y vas a la entrevista para la pasantía.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Cuál, mamá? ¿Cuál? La verdad que...
—Es que el marido de tu hermana, Oliver, te consiguió una. Es con un amigo, y no es que quedarás, solo es una entrevista —dijo, encogiéndose de hombros—. Sí, aunque no quedes, bueno, pero hiciste el intento.
Vi el traje. Un pantalón de vestir n***o, perfectamente ajustado, y una camisa blanca de seda. Los tacones negros, delgados y altos. Asentí. Era hora de dejar la vergüenza en el baño y ponerme la armadura de mi hermana.
Mamá salió y yo me apresuré. Corrí. Me puse la ropa con la rapidez de una ladrona. Me vi en el espejo.
El cabello castaño oscuro, largo y ligeramente ondulado, caía sobre mis hombros de una manera profesional. Los ojos color miel con destellos dorados, esos ojos expresivos, ahora estaban un poco hinchados por la falta de sueño. La piel clara con pecas suaves en la nariz era lo único honesto en mi rostro. La sonrisa luminosa y risueña... estaba escondida. Solo veía las ojeras.