Tomás se quedó quieto, parpadeando por el licor. —¡No voy a irme! —siseó—. ¡Estoy obsesionado contigo! ¡No lo entiendes! ¡Mira lo que te pones! Sé que lo haces para que te miren. ¡Sé que te gusta! ¡Te quiero, Luna! ¡Y sé que eres fácil! —¡Cállate! —Mi voz tembló, pero mi rabia era más fuerte—. No sabes nada de mí. Lo que me pongo no es para ti. Nunca lo ha sido. Estás enfermo. Si no te vas ahora mismo, voy a llamar a seguridad. —¡Hazlo! —dijo, riendo con locura—. ¡Pero antes de que me saquen, te voy a recordar por qué me rechazaste! ¡No te mereces ese hombre! ¡Te mereces a alguien que te entienda! ¡Y ese soy yo! Él estaba completamente fuera de control. Su obsesión era palpable, asquerosa. Yo retrocedí, mis manos buscando algo para defenderme. —¡Te quiero! ¡Te quiero! —repetía. —¡Tú

