Y entonces, sucedió. Su cuerpo se tensó con una sacudida violenta. Me tomó de la cabeza con una fuerza que me hizo sentir la autoridad de su dolorosa posesión. Su semen caliente se disparó en mi boca, llenándola por completo. Me mantuvo ahí, forzándome a recibir la totalidad de su eyaculación. Cuando la última pulsación terminó, me retiró de golpe. Me miró, con el rostro sudoroso y los ojos oscuros y triunfantes. —Trágatelo —ordenó, la voz ronca, sin una pizca de ternura—. Chupa hasta la última gota y trá-ga-te-lo. Todo. Mi semen. Mis ojos se abrieron por la sorpresa, pero la obediencia era ahora mi única ley. Hice caso. Chupé mis labios, recogiendo el último rastro, y tragué. Lo tragué todo. Él se dejó caer en el sillón, exhalando profundamente. Me miró. —Buena chica —dijo, su tono

