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Bajamos del auto. Alejo no me soltó. Subimos en el ascensor. Al llegar al último piso, sentí la familiaridad del rellano. Abrí la puerta del apartamento de Hannah.
—Aquí es —dije, entrando primero.
Le ofrecí asiento en la sala. Alejo, con su traje de tres mil dólares, se veía absurdamente fuera de lugar en el sofá de IKEA. Él ignoró mi oferta.
Dejé mi bolso en el suelo y fui a la cocina, que estaba abierta a la sala. Abrí el refrigerador.
¡Estaba lleno! Frutas, vegetales, leche, jugos, comidas preparadas.
—¡Wao! —dije con asombro, riéndome para mí—. ¡Las chicas sí que se pasaron de buenas!
En eso, sentí la presencia de Alejo detrás de mí. Había caminado sin hacer ruido.
—¿Qué pasó? —preguntó su voz grave.
—Nada... O sí. Es que las chicas compraron comida. Llenaron el refri
