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Salí de Blackwood Global Marketing con una velocidad que habría impresionado a un atleta olímpico. Estaba avergonzada. No, eso se quedaba corto. Estaba humillada, expuesta y me sentía como si un camión de basura emocional me hubiera atropellado. El aire de Londres me pareció un alivio, aunque fuera frío y húmedo.
—Ash, ¡estoy que me saltan sapos y culebras encima! —mascullé, ajustándome la chaqueta de seda de Lucia.
¡Mierda! ¿Cómo pude entrar si todo el mundo sabe que es una empresa de puros hombres? ¿Cómo pude ser tan estúpida? Mi desesperación por la pasantía era tan grande que me había llevado a las puertas de la misoginia corporativa. No importaba lo prestigiosa que fuera la empresa; si no admiten mujeres, ¡no admiten mujeres! Mi cerebro, bajo el estrés y la resaca, simplemente se había desconectado.
Me acerqué al auto de Oliver, que me esperaba a una manzana de distancia. Mi hermana, Lucia, bajó la ventanilla, con su rostro de abogada exitosa en modo "evaluación".
—¿Y bien, Luna? —preguntó Lucia, con su tono profesional.
Me incliné, apoyándome en el marco de la puerta, intentando parecer decepcionada pero no histérica.
—Fallido, lo siento —dije, suspirando de forma exagerada—. No me admitieron porque, sencillamente, soy mujer. Parece que esos rumores son más que ciertos. Tienen una política de solo contratar personal masculino. Así que pueden irse. Me reuniré con mis amigas. No sé, daré una vuelta. No he desayunado.
Lucia me miró con una mezcla de lástima y frustración.
—Perfecto, ve —dijo, asintiendo—. No te preocupes. Te llamo más tarde. Oliver y yo tenemos que ir a una cita con el proveedor de flores.
El auto se alejó, dejándome sola en la acera. Me alejé tanto de ese edificio de cristal y acero como pude, caminando con la cabeza baja, intentando borrar la imagen de Alejo y de su amigo riéndose de mi caída. La borrachera de anoche, esa que me hizo creer que podía confrontar a un pervertido con un beso robado, ahora me estaba pasando la factura más pesada.
Estruje la panza. El rugido de mi estómago fue tan fuerte que temí que me hubieran escuchado desde la recepción de Blackwood. Era una advertencia clara: no has comido desde ayer y tu cuerpo te va a traicionar en cualquier momento.
Caminé unas calles, buscando algo barato, rápido y delicioso. Y como un faro en la niebla, vi un carrito de perro caliente. Sí, esos panes blandos con una salchicha en medio, con la promesa de salsa de tomate y mostaza. Eso era lo que mi alma y mi bolsillo necesitaban.
—Un perro caliente, por favor —pedí al vendedor.
Saqué dinero de mi bolso, lo pagué, y lo tomé en mis manos temblorosas. Ash, mi desayuno. Era una obra de arte callejero.
Lo miré fijamente, apreciando la simplicidad de la felicidad en un pan. Era el único momento de paz que tendría en todo el día.
Y justo cuando estaba a punto de darle el primer bocado sanador...
—Vaya, vaya. Si es la pasante fracasada que se cayó en los brazos de un traje caro —escuché la voz más irritante del universo.
Tomás.
¡El pervertido! ¿Cómo me había encontrado? ¡Es un enfermo!
La sorpresa fue tan grande que mi mano tembló. Le di un mordisco fallido, torpe, y en ese instante, el universo se confabuló contra mí. La salsa de tomate, en su estado más líquido y violento, salió disparada del pan y aterrizó directamente en el centro de la camisa blanca de seda de Lucia. ¡Una mancha roja perfecta!
—¡Maldito! —Solté un grito que no era humano, un chillido cargado de rabia y desesperación—. ¡Me has arruinado la camisa! ¡Cómo te quiero matar! ¡Aaaaaah!
Tomás se rió, su risa era lo más ofensivo que existía.
—¿Qué? ¿Problemas con la ropa prestada, Luna? Parece que tu novio de anoche te dejó a pie, y ahora tienes que mendigar comida barata. ¿Ves, Luna? Nadie te toma en serio. Eres demasiado... desastrosa.
Mi rostro ardía. Sentí las lágrimas de la frustración, picándome los ojos.
—¡Soy desastrosa, sí! ¡Pero tú eres una sanguijuela sin vida propia! ¿No tienes que estar en tu pasantía? ¿O le dedicas todo tu tiempo a espiarme? ¿Eres un stalker de medio tiempo, Tomás? ¡Vete al infierno! ¡Vete a casa con tu novia y deja de atormentar a la gente que no te quiere ni ver!
Estaba temblando. Me pasé la mano por el cabello, sintiendo que la mancha roja era la representación física de mi vida entera. El hot dog se me cayó al suelo, el drama total.
—¡Mira lo que me hiciste! —señalé la mancha, mi voz cargada de histeria—. ¡Esta es la camisa de mi hermana! ¡Ahora tengo que escuchar un sermón de tres horas sobre cómo soy una irresponsable y no cuido nada de valor! ¡Y todo por tu culpa! ¡Por tu obsesión enfermiza!
Tomás intentó acercarse, y esa mirada posesiva regresó a sus ojos.
—Puedo ayudarte a limpiarla —dijo, estirando una mano hacia mi pecho, hacia la mancha.
El asco me dio náuseas. Salté hacia atrás, esquivándolo, con el corazón latiendo desbocado.
—¡Ni se te ocurra tocarme, degenerado! ¡No te me acerques, o grito! ¡Grito tan fuerte que llamo a la policía y te acuso de acoso y agresión!
La camisa de seda de Lucía estaba arruinada. La mancha de kétchup, un círculo rojo vibrante en la blancura inmaculada, parecía reírse de mí. Y frente a mí, la causa de mi miseria, Tomás, se veía patético, pero peligrosamente persistente.
—Yaa, lo siento —dijo Tomás, dando un paso hacia mí. Su voz era un arrullo empalagoso que me daba escalofríos—. Lo siento mucho. No sé cuándo dejarás de ser indiferente conmigo, no sé por qué. Sé que te dije que me gustas, bueno, pero mierda, un saludo, no sé...
Me reí, una risa seca, sin humor. El ridículo de la situación era tan grande que solo me quedaba la ironía como defensa.
—¿Ahora quieres que seamos amigos, Tomás? ¿Después de acosarme durante un semestre y espiarme en la acera? ¿Sabes qué? Vete al diablo.
Él suspiró, pasándose una mano por su cabello engominado. En sus ojos pequeños y oscuros vi el cambio, el viraje del ruego a la manipulación.
—Tengo dinero, Luna —me dijo, bajando la voz hasta un susurro conspirador. Su mirada se deslizó por mi cuerpo, sopesándome—. Tengo dinero y puedo darte lo que tanto buscas, esa pasantía... ¿Qué dices?
Me quedé pensando. Este maldito, obviamente, iba a querer algo a cambio. Era tan obvio. Su oferta era un anzuelo con cebo envenenado.
Nooooo, no caigas, no lo hagas.
Me muerdo la lengua, no quiero cometer una locura.
—¿Qué dices? —repitió, acercándose más.
—Yaa, ni loca trabajaría contigo —le espeté. Sentí la furia ardiéndome en el pecho. Me había pasado toda la mañana huyendo de mi propia madre y de la humillación, y no iba a caer en la trampa de este imbécil—. ¿Qué quieres? ¿Que me digan que soy tu puta personal? ¡No!
Él sonrió, una sonrisa asquerosa que me revolvió el estómago. Se acercó tanto que sentí su aliento rancio a café y nerviosismo.
—Pero una puta de clases, mi amor —murmuró, su mano intentando deslizarse por mi cintura.
Fue el colmo. El hot dog que había caído al suelo seguía allí, semienterrado en la acera. No pensé. No lo razoné. El impulso, ese demonio que me poseía cuando estaba borracha o enfadada, tomó el control.
Sí, no sé en qué momento estaba en el suelo ¿o en mis manos? Al diablo.
Me agaché de un solo movimiento, agarré el resto del perro caliente; pan, salchicha, mostaza y tierra y se lo estampé en la boca.
—¡Ya cállate! —grité, dándole un empujón para que se alejara. El pan con kétchup se desintegró contra su barbilla y sus labios, dejándole una barba roja y pastosa—. ¡Solo tonterías dices!
Tomás se quedó paralizado, con los ojos muy abiertos, babeando salsa y migajas.
Esa fue mi oportunidad. Me le escapé.
Giré sobre mis tacones, ignorando el dolor en mi tobillo y en mi dignidad, y me lancé a la calle, agitando la mano como una histérica.
—¡Taxi! ¡Taxi! —grité, con la voz quebrada.
Un taxi n***o se detuvo chirriando a mi lado. Abrí la puerta de golpe y me metí dentro.
—¿A dónde, señorita? —preguntó el conductor, un hombre barbudo con aire aburrido.
—A tres cuadras. Solo quiero estar lejos de aquí. Ash.
El conductor me miró por el espejo retrovisor, con una ceja alzada ante mi atuendo de negocios manchado y mi cara de asesina. Puso el coche en marcha.
Me desplomé en el asiento. Tenía que pagarle. No había comido. Estaba de mal humor. Y olía a vergüenza, a alcohol rancio y a kétchup de salchicha.
Ash. Hasta esto me había hecho Tomás. Detener un taxi por tres cuadras.
Mi vida era una farsa. No tenía pasantía, mi ropa estaba manchada, y acababa de desperdiciar dinero en un taxi y en un perro caliente que terminó en la cara de mi acosador. Si mi madre se enteraba de todo este circo, me desheredaba.
Me recosté en el asiento de cuero, que olía a ambientador de pino y a tabaco. El mundo seguía moviéndose, indiferente a mi drama personal. Yo, la estudiante estrella de marketing, la que debía ser el orgullo de mi familia, estaba huyendo en un taxi con una camisa arruinada.
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El taxi se detuvo frente a un café.
—Llegamos, señorita —dijo el conductor.
Pagué, casi con resentimiento. Salí.
Bueno, antes de hacer cualquier cosa debo correr por un café. Y un plan. Y una explicación para la mancha de kétchup que gritaba: "¡No soy apta para el mundo corporativo!".