Steve.
La aparición de Carla con la niña me dejó paralizado, atrapado entre el desconcierto y la irritación. No tenía idea de cómo manejar la situación, y estaba claro que ella no tenía intención alguna de abandonar mi apartamento. Mientras la observaba, maldecía internamente mi insistencia en incluirla en la plantilla de uno de mis clubes, el más exclusivo y selecto. ¿Por qué lo hice? Oh, claro, porque era una bailarina excepcional. Cada una de sus actuaciones era un espectáculo que dejaba a la audiencia sin aliento. Los invitados estaban dispuestos a pagar el doble —a veces más— solo para que ella asistiera a sus fiestas privadas.
Pero la relación con Carla era un arma de doble filo. Su talento indiscutible venía acompañado de una capacidad casi innata para atraer problemas. Aunque me gustaba como mujer —incluso más de lo que quería admitir—, cualquier sueño de algo más profundo entre nosotros se disipó rápidamente. Carla solo era fiel al dinero, y esa lealtad inquebrantable se hacía evidente con cada decisión que tomaba.
En un momento de debilidad, la distinguí del resto de las chicas y permití que nuestro vínculo profesional se transformara en algo más íntimo, un romance fugaz que me costó más de lo que valió. Pero no tardé en darme cuenta de la clase de mujer que era: inestable, ambiciosa, y, en última instancia, destructiva. Cuando lo entendí, reduje nuestra relación a un mero intercambio comercial, aunque incluso entonces seguí defendiéndola más de lo que debía. En varias ocasiones tuve que disculparme por su comportamiento o intervenir para sacarla de situaciones desastrosas provocadas por su debilidad por las drogas y el alcohol. Fue un ciclo agotador que se extendió por medio año.
El incidente con el ministro fue la gota que colmó el vaso. Esa noche, Carla llegó al club visiblemente bajo los efectos de alguna sustancia. Se peleó con una de las bailarinas en el vestuario y, durante un baile privado para el ministro —un cliente rico e importante, alguien que demandaba absoluta discreción—, rompió la regla más sagrada del lugar: le quitó la máscara.
Ese acto imprudente desató el caos. Convencer al ministro de que el incidente no saldría a la luz fue una tarea titánica. Le aseguré que, si Carla intentaba contarle a alguien lo sucedido, nadie la creería debido a su estado y su historial de adicciones. Sin pruebas concretas, su palabra no valdría nada. Aun así, esa noche decidí que no podía seguir lidiando con ella. Carla era una bomba de tiempo, y yo no podía permitirme el lujo de que estallara dentro de mi negocio. La despedí sin miramientos.
—¡Te arrepentirás! —me gritó antes de marcharse, con el rostro desencajado por la rabia y la humillación.
Parece que ahora ha decidido cumplir su amenaza. Y como siempre, Carla no hace nada a medias. Su venganza no es solo un intento de desestabilizar mi vida, sino una declaración de guerra con un bebé como su arma más inesperada.
En medio del caos, no se me ocurrió nada más sensato que llamar a León, mi amigo y abogado de confianza. Era alguien brillante, práctico hasta el extremo, y el único capaz de encontrar soluciones rápidas en situaciones como esta. El teléfono sonó varias veces antes de que finalmente contestara, lo cual era comprensible. Era Nochebuena, y seguramente estaba con su familia. O, más precisamente, en casa de su padre, quien recientemente había pasado por serios problemas de salud.
Finalmente, escuché su voz, un poco apagada, quizás por el cansancio:
—Steve, ¿qué pasó?
—Perdón por molestarte en estas fechas, pero tengo un gran problema y necesito tu consejo —respondí, tratando de sonar lo más calmado posible, aunque por dentro todo era un torbellino. Rápidamente le expliqué lo sucedido: la aparición de Carla, el bebé y toda la absurda situación que se había instalado en mi sala de estar.
León se quedó en silencio unos segundos antes de responder, con ese tono directo y sin rodeos que lo caracterizaba:
—Mira, hoy y mañana no vas a poder hacer nada, ni legal ni emocionalmente. Déjalas quedarse por ahora en tu casa. Luego, exige hacer una prueba de ADN. Si estas tan seguro que no tienes nada que ver con este bebé y el resultado sale negativo, se lo lanzas en la cara y la echas a la calle. Que busque al verdadero padre de su bastarda.
La frialdad de sus palabras me hizo sentir un leve escalofrío, pero no podía negar que tenía razón. Aun así, mi mente no dejaba de dar vueltas, buscando alternativas.
—¿Y si… qué pasa si la niña resulta ser hija del ministro? ¿si empieza a hablar del club, qué hago? —sugerí, casi susurrando, consciente de lo delicada que era esa idea.
León soltó una breve carcajada, cargada de sarcasmo.
—Entonces, no es tu problema en absoluto. ¿O acaso administras la vida s****l de tus clientes ahora? Sí no me olvido, ella ya no trabaja en tu club bastante tiempo. Si ese idiota se metió en problemas, que lo solucione él. Por si acaso, trata de averiguar discretamente si tuvieron algún encuentro fuera del club. Cualquier detalle puede ser útil.
Su lógica era impecable, como siempre, pero no aliviaba la sensación de que esta situación era un campo minado.
—Entendido —dije, intentando sonar firme, aunque no estaba seguro de nada.
Colgué el teléfono y me quedé unos segundos mirando la pantalla. La sensación de incertidumbre seguía latente, pero al menos ahora tenía un plan. Inspiré hondo, reuniendo fuerzas, y me dispuse a buscar a Carla. Si había algo que sabía con certeza, era que no podía confiar en ella. Y, sin embargo, tenía que enfrentarla para empezar a desenredar este lío.
La encontré en mi cocina, inclinada sobre la encimera de mármol, recogiendo con cuidado un poco de polvo blanco. Mi primer pensamiento fue inmediato y aterrador: droga. Cerré la puerta silenciosamente detrás de mí, conteniendo una maldición. No podía creer que Carla tuviera el descaro de tomar la maldita sustancia en mi casa, y menos con un bebé presente.
Me acerqué a ella en dos zancadas, le agarré la mano con fuerza y la obligué a girarse hacia mí.
—¿Estás loca? —espeté con mi voz apenas contenida para no gritar—. ¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?! Si no puedes mantenerte lejos de las drogas, ¡sal de mi casa ahora mismo! No necesito problemas con la policía.
Carla me miró con furia, sacudiéndose de mi agarre como si mi contacto la quemara.
—¿Qué drogas? —ladró con la vehemencia de quien se siente insultado—. ¡Quita tus garras de mí, imbécil!
Señalé el polvo blanco con un dedo acusador.
—¿Y esto? ¿Me vas a decir que no es lo que parece?
Se sonrojó de inmediato, un rubor que me pareció tan sospechoso como su reacción. Sin embargo, apretó los dientes y respondió con un tono desafiante:
—Es comida para bebés, genio. Derramé un poco mientras preparaba la comida para Viola.
Con un gesto teatral, agarró un biberón de la mesa y lo agitó frente a mí como si fuera una prueba irrefutable de su inocencia.
Aún escéptico, la miré con dureza.
—¿Quieres decirme que dejaste tus malos hábitos? —pregunté, dejando que el sarcasmo gotease de cada palabra.
—¡Sí, lo dejé! —respondió con la misma intensidad, clavándome una mirada llena de resentimiento—. ¡Te deseo lo mismo!
Sin esperar mi respuesta, tomó el biberón y salió de la cocina con paso firme, dirigiéndose hacia la niña.
Sonreí con una mezcla de incredulidad y resignación mientras comenzaba a preparar café. Creerle era complicado, casi imposible, pero debía admitir que la niña parecía estar sana y bien cuidada. Quizás, contra todo pronóstico, Carla estaba haciendo algo bien.
Con una taza de café humeante entre las manos, me dejé caer en el sillón y observé a la inesperada invitada con una mirada analítica, casi estudiándola. Carla, ajena o indiferente a mi escrutinio, había desvestido a la pequeña y ahora la sostenía con un cuidado que no le habría atribuido nunca. Le acercó la tetina con ternura, mientras tarareaba suavemente una melodía desconocida.
¿Había cambiado realmente? Quizás la maternidad le había hecho bien, limando los bordes afilados de su carácter. Aunque incluso en ese pensamiento había una duda persistente, una sombra que no podía ignorar.
Viola emitió un pequeño sonido, un balbuceo que llenó la sala. Carla la miró con una ternura que nunca antes le había visto. Fue extraño. Por un momento, casi olvidé todo lo demás.
Casi.
Aunque Carla parecía diferente, todavía era Carla. Y con ella, lo inesperado siempre estaba a la vuelta de la esquina.