Su piel se veía morada por el frio, pobre hombre. Lentamente me acerque a él, sacando una bufanda que tenía guardada en mi bolso, para ponerla sobre su cuello. Cuando él siente mis manos que todavía están calientes, cierra los ojos mientras yo me preocupo por él. Pero cuando Sebastián mira hacía el suelo, se da cuenta que aún llevo las zapatillas de ballet puestas, que no solo deforman tus pies si caminas normal, sino que están manchadas de sangre. Supuse que al correr con ellas me hice más daño del que ya me había hecho, cuando decidí ensayar horas extras. –¡Demonios, Vera! –Se alarma. –¿Qué estuviste haciendo allá adentro? –Me pregunta preocupado por mi salud. Yo intentó arreglar las cosas, tratando de decir que estoy bien, que era algo usual para las bailarinas, pero no me dio tiempo

