Capítulo 2

3260 Words
Rodrigo no se movió de su sitio, aquel era su lugar predilecto para descansar las noches de verano y esa mujer no lo movería de allí, aunque tuviera que compartirlo con ella. Ella sacó un cigarrillo de la cajetilla de él y se lo puso en la boca. ―¿Tienes fuego? ―preguntó con liviandad. ―¿Fuego? ―Sí, los cigarrillos no se prenden solos. ―No ―respondió con obstinación. Ella lo miró con la sonrisa pintada en la cara y tomó el cigarrillo que él tenía en la boca y se lo quitó, con ese encendió el suyo. Él miró el cigarro, que ella le estaba devolviendo, con desdén en sus ojos. ―Ya no lo quiero ―espetó de mal modo. ―Bueno. ―Ella se encogió de hombros y tiró el cigarro en un cenicero cercano. Las narices del hombre se abrían y cerraban como las de un toro a punto de atacar. ―¿Has pensado que tú y yo somos algo así como hermanos? ―consultó ella. ―Ni lo digas ―replicó el hombre. ―¡Es cierto! Tú eres el hijo adoptivo de mi papá y yo soy la biológica. Somos hermanos. Hermanastros, mejor dicho. ―Sí, puede ser, pero tú eres la de la herencia. ―Eso porque no me has querido oír, te tomaste una imagen de mí sin importarte saber la verdadera razón de mi llegada aquí, sin siquiera tomarte la molestia de preguntar qué es lo que pensaba yo acerca de esta herencia y de esta hacienda. Simplemente pensaste que venía a usurpar tu puesto y con esa idea te quedaste, eres como todos los hombres, lo que piensan lo toman como realidad y no hay quien los saque de eso. ―¿Y a qué viniste? Dime lo que tienes que ofrecerme. ¿Cuál es el famoso trato que quieres hacer, hermanita? El tono sarcástico que usó, molestó a Victoria y sumando a ello la tensión que sentía al estar junto a él, la hizo cerrarse como una ostra. ―No, Rodrigo, yo esperé todo el día por ti, esperaba que al menos tuvieras la caballerosidad de recibirme, sin embargo, me tiraste las llaves como si yo fuera un perro y me dejaste allí, sin saber cómo entrar, con un portón que pesa toneladas; luego, entraste en mi pieza sin permiso mientras yo me estaba bañando, tuve que estar aquí sola casi todo el día... ―Estabas con mi abuela y según he visto ella te ha tratado muy bien, no sé de qué te quejas. ―Sabes a lo que me refiero. ―¿Querías estar conmigo? ―preguntó irónico. ―Quería hablar contigo. ―Dímelo ahora. ―No. Ya no. Me has humillado todo el día y no tengo por qué aguantarlo, esto es mío y si quisiera, tú y tu abuela se marchan inmediatamente de aquí ―terminó elevando un poco el tono de su voz. Rodrigo apretó los dientes y tensó la mandíbula sin contestar. ―¿Qué? ¿Te quedaste sin palabras? ―preguntó burlona levantándose del sillón. ―¿Qué quieres, Victoria? ¿Cuál es tu fin? ¿Quieres darte el placer de expulsarme a mí y a mi abuela tú misma en persona? Ya el abogado nos había informado que el viernes debemos dejar la casa, no hacía falta que vinieras tú para ver mi derrota ―reprochó sacando otro cigarrillo. ―¿Mi abogado dijo eso? ¿Cuándo? ―interrogó sorprendida dejándose caer de nuevo en el balancín. ―¿Me vas a decir que no lo sabías? ―cuestionó con agresividad. Victoria se quedó en silencio, no entendía por qué Roberto había hecho eso ni quién le había dado la autoridad para decir aquello, cuando él lo único que debía hacer era ver la situación en la que estaba la hacienda y ellos mismos, cuánta gente vivía en la casa y cuántos los empleados, no que los echara. ―¿No lo sabías? ―insistió el hacendado. ―Yo no di esa orden ―replicó ella. ―¿Ah, no? ―No, y no vine para ver cómo se van.   ―Entonces... ―Yo quiero hablar contigo en persona y no a través de un abogado, ya ves que luego hacen lo que se les antoja, pero tú no me quisiste escuchar en todo el día. ―No estaba de humor. ―Es que al parecer nunca estás de humor, ahora entiendo por qué no estás casado ―repuso con sorna. Le lanzó una mirada de odio que la congeló. ―No te he dado la confianza para que hables de mi vida personal. ―Disculpa ―respondió lacónica. ―Me voy a acostar, es tarde y mañana hay que madrugar. Se levantó y comenzó a caminar hacia la casa. ―Rodrigo... ―lo llamó ella y él se volvió. ―¿Qué quieres ahora? ―No, nada. Él mantuvo su mirada un momento en la de ella y luego, al ver que ella no hablaba, se encogió de hombros y entró a la casa. Victoria miró al cielo lleno de estrellas, no había contaminación lumínica, la única luz artificial que había era un pequeño farol a la entrada de la casa, que se apagó en ese momento, dejándola completamente a oscuras. Ella aguantó la respiración, no le gustaba nada aquello, mucho menos porque no conocía el lugar y quizás no encontraría la puerta. Se levantó y tanteó la pared hasta encontrar la puerta que estaba semiabierta. Adentro, la casa estaba completamente a oscuras y pensó por un momento que la corriente se había ido, pero se percató que la luz de la cocina estaba encendida, por lo que se dirigió hasta allí, no sabía dónde estaban los interruptores, estaba recién llegada a esa casa. Sacó un vaso de agua, estaba frustrada, ella quería conversar con Rodrigo, pero a él no parecía importarle lo que ella quería decir. ―Niña, ¿qué hace aquí? ―La abuela de Rodrigo apareció en la cocina. ―Estaba tomando un poco de agua. ―Está todo oscuro y no se ve nada, ¿por qué no ha prendido las luces? ―Es que... yo estaba afuera... Le dio vergüenza admitir que no tenía idea de dónde estaban las cosas en esa casa. ―No me diga que mi nieto le apagó las luces antes que usted entrara. Se encogió de hombros, queriendo restarle importancia. ―Discúlpelo, niña, pero tiene miedo de perder todo por lo que ha luchado. ―Él no me quiso escuchar, yo no quiero quitarles nada, yo quería llegar a un acuerdo con él ―respondió algo culpable, porque cuando él la iba a escuchar, fue ella la que no quiso hablar. ―¿Qué clase de acuerdo? ―preguntó, pero se arrepintió al instante―. Disculpe, sé que no debo meterme. ―Está bien, también la incluye a usted. Yo no quiero que ustedes se vayan, mal que mal esta ha sido su casa toda la vida, pero creo que yo también tengo derecho, sobre todo porque mi papá jamás me dio nada a mí y con mi mamá pasamos hambre y trabajo para tener algo que llevar a la mesa. ―Lo entiendo, su padre no debió dejarlas a ustedes a su suerte, él debía cumplir con su responsabilidad para con usted al menos. Yo no sabía que él tenía otra hija, de haberlo sabido, le aseguro que yo hubiera sido la primera en recriminarle su abandono. ―Muchas gracias, señora Norma. ―Un padre nunca debería abandonar a un hijo. ―¿Qué pasó con el papá de su nieto? ―Él nunca supo que tuvo un hijo. ―¿Y eso? ―Mi hija nunca se lo quiso decir. Murió sin saberlo. ―Ah. ―No supo qué decir. ―Bueno, ya es tarde y a juzgar por el comportamiento de hoy de mi nieto, me temo mucho que mañana no será mejor y seguro la despertará antes del alba, como él pretende que usted trabaje como él... ―Sí, será mejor que me vaya a dormir. ―Yo la acompaño, sé que no conoce la casa todavía y está oscuro. ―Gracias. La actitud de la abuela, Victoria la agradecía, de no ser por ella y su carácter, seguro ya hubiera habido una tragedia entre ella y Rodrigo. Subieron juntas al segundo piso y la mujer dejó a la joven en la puerta de su cuarto. ―Yo duermo en la de ahí ―indicó y le apuntó a la puerta siguiente a la suya―, cualquier cosa que necesite, me avisa. ―Muchas gracias, señora Norma. ―Rodrigo duerme en la del fondo ―le informó innecesariamente. La puerta del cuarto de Rodrigo era ancha, de dos hojas talladas, y su cuarto, al parecer, medía el ancho de la casa.  Se despidieron las dos mujeres y cada una entró a su habitación. Victoria se acostó en su cama y se durmió sin darse cuenta en qué momento hasta que un ruido seco la despertó sobresaltada. Se sentó en la cama intentando comprender qué era lo que había sido.  Pero otro sonido, uno más conocido, se hizo sentir. Unos pasos apresurados, los pasos firmes de Rodrigo, que se alejaban. Miró su celular y vio que apenas eran las cuatro y media de la mañana, así que se volvió a acostar para dormir, pero en nada, otro sonido igual de fuerte la alteró: su puerta era golpeada de un modo salvaje. Se levantó y salió al pasillo. ―Por fin ―murmuró Rodrigo a la salida de su cuarto. ―¿Qué se supone que está haciendo, por qué tanto ruido? ―Es el ruido del trabajo. Usted quiere esta hacienda, pues esfuércese por ella. ―¿Qué se supone que haga? ―Lo que tendrá que hacer si se hace cargo, trabajar. ―Pero yo no... ―Usted quiere esta hacienda, yo la dejaré adiestrada para manejarla. La espero abajo para desayunar e irnos. Victoria sintió que se derrumbaba por dentro, pero se mantuvo inmóvil por fuera. Vio alejarse al dueño de casa y se metió a su pieza; a desgano, se vistió y bajó. ―Buenos días ―la saludó él con sorna. Ella no contestó, simplemente se sentó en el mismo lugar del día anterior, donde ya había una taza lista. Cogió la leche y se la sirvió con café, se preparó un pan con mermelada y comenzó a comer, sin darse cuenta que Rodrigo no le quitaba los ojos de encima. Solo se percató cuando alzó la vista y se encontró con esos negros ojos penetrantes. ―¿Qué pasa? ―interrogó de mal modo, más por nerviosismo que por enojo. ―No está acostumbrada a levantarse tan temprano, ¿verdad? ―Yo he trabajado noches enteras, incluso he tenido que trabajar turnos de veinticuatro horas, no me asusta levantarme temprano. ―Vamos a ver al final del día qué dice. Vamos. ―No he terminado de tomar desayuno. ―Entonces después me sigue. Se levantó dispuesto a salir, ella se levantó presurosa. ―Espere, me voy con usted. Ojalá hoy podamos conversar. ―No lo dé por hecho. Si no soy yo, es usted la que no está dispuesta a hacerlo ―respondió con una sonrisa perversa, pero no recibió réplica alguna de la mujer. Rodrigo la esperó unos segundos mientas ella se colocaba una chaqueta y luego salió a toda prisa. El frío, a pesar de ser verano, hizo estremecer a Victoria. Todo estaba muy oscuro, apenas se veían las ramas de las copas de los árboles que brillaban con el titilar de las estrellas que parecían millones en ese momento. El hombre caminó a paso veloz, ella apenas podía seguirlo y, al cabo de un rato, fue quedando atrás sin poder evitarlo. Por más que el espectáculo fuera hermoso, no dejaba de ser tétrica tanta oscuridad. A lo lejos, vio lo que pensó eran las caballerizas y decidió seguir más lentamente, no al paso de Rodrigo, pues al verse segura, tomó valor y no iba a permitir que ese hombre la mandoneara como quisiera, mal que mal, ella era la dueña de todo eso y si decidía compartirlo con él, era solo por buena voluntad, pero si él no lo apreciaba, no era su culpa. ―¿Se va a apurar? ―preguntó él con un grito, deteniéndose un poco más adelante. ―No ―respondió ella con altanería intentando no resoplar por el cansancio de tratar de seguir su paso. Él se molestó, se le notó en la cara. De dos zancadas llegó hasta ella con celeridad y la enfrentó. ―Es hora de trabajar. ―Yo no tengo que trabajar. ―Si pretende hacerse cargo de esto debe saber que no será fácil y que tendrá que trabajar como todos los demás. ―Pues yo no vine a trabajar. ―Si usted no trabaja, todo esto, por lo que yo he trabajado toda mi vida, se va a ir a la cresta. ―¡Rodrigo! ―¿Qué? ¿Me va a decir que le da miedo la palabra "cresta"? ―No, pero yo soy una mujer y me respeta. ―Pues no le he faltado el respeto, más me la ha faltado usted con esto de que se viene a instalar a mi casa cuando todavía ni se ha enfriado el cuerpo de mi padre. ―¡Era mi padre! ―¡Usted nunca lo quiso! Ni siquiera le importó su muerte. Eso no era verdad. Por más que quisiera negárselo, la ausencia de su padre le afectó siempre y su muerte le trajo una tristeza que no se atrevía a exteriorizar. Su madre no se lo perdonaría. ―Tengo razón, ¿verdad? ―insistió. ―Él nunca se ocupó de mí, nunca me escribió una carta, nunca me llamó por teléfono, nunca nada... ¿Cómo podía quererlo? ―Pero sí que quiere su dinero y sus cosas. ―Quiero lo que me corresponde, nada más. ―¿Lo que le corresponde? ―¡Sí! Es lo justo. ―Si fuera lo justo, entonces tendría que ser mitad y mitad, ¿no le parece? ―Usted no me ha querido oír. ―Ni quiero hacerlo, no quiero sus limosnas. ―Me devuelvo a la casa. ―Giró sobre sus talones, pero él la detuvo del brazo. ―No sabrá llegar ―expresó con un gesto extraño. ―¿Por qué no? Es un camino en línea recta. Él entrecerró los ojos, se dio cuenta que ella de orientación sabía menos que del campo. ―Vamos a las caballerizas, quiero presentarle a los trabajadores ―dijo bajando la voz. Volvió a retomar el camino a paso un poco más lento, ella dudó un momento si seguirlo o no. ―Le agradecería que se apurara, usted puede tener todo el día, pero yo no ―habló el hombre sin detenerse. Ella, sin contestar, se apresuró un poco, a decir verdad, tampoco le gustaba quedarse tan atrás, la noche se hacía cada vez más oscura y poco se veía, solo la linterna que él llevaba alumbraba algo el camino. Un pájaro que sobrevoló su cabeza con un ruido muy raro la hizo estremecer y dar un pequeño grito. Corrió un poco para llegar al lado de su anfitrión. Él no dijo nada, simplemente se detuvo para esperar a que llegara a su lado, la miró de reojo y siguió su camino, alentando un poco más su paso para impedir que ella quedara atrás. En el establo se encontraban los peones listos para el día que comenzaba. Se quedaron mirando a Victoria con gesto desconfiado y serio. Y muy lascivo. ―Buenos días, ella es Victoria Fernández, la hija del patrón, ella quiere quedarse con la hacienda, así es que le mostraremos el trabajo que tenemos aquí ―dijo con un tono sarcástico. Los hombres dirigieron sus ojos a la mujer con mirada burlona y desagradable, al parecer sabían bien la historia, pero contada por Rodrigo.   ―Buenos días, señorita, yo soy Hernán Montes, el capataz del fundo ―dijo con un tono distintivo―, aquí le enseñaremos muy bien el trabajo, si es eso lo que usted quiere. Ella simplemente lo miró sin contestar. ―Creo que a la señorita no le gusta trabajar ―indicó Rodrigo. ―Yo no vine precisamente a trabajar ―aclaró. ―¿Ah, no? ―inquirió el capataz―. ¿Y quién se hará cargo de esto cuando el patrón no esté? Esto no se maneja solo, señorita. ―No, no, yo vine a otra cosa, pero no he sido escuchada ―respondió mirando de soslayo a Rodrigo. ―Es que aquí las mujeres no están para ser escuchadas, están para protegerlas, para cuidarlas, para que se hagan cargo de los niños, de la casa y esas cosas, si las escucháramos estaríamos todos locos. ¡Como en la capital! ―se burló el capataz y todos se echaron a reír. Victoria se sintió muy incómoda con la situación. El anfitrión puso su mano en el hombro de su rival, ella no entendió si era en señal de apoyo o qué. Ni él mismo lo comprendió. ―Déjenla en paz, recuerden que, aunque no queramos, es la nueva y única dueña de este lugar y si quiere echarnos a todos de patitas a la calle, lo puede hacer ahora mismo si quisiera. ―Disculpe entonces, dama, no queríamos molestarla ―siguió el capataz con el mismo tono de burla. ―Me devuelvo a la casa ―le murmuró a Rodrigo―. No estoy para esto. ―No puedes irte, tienes que interiorizarte del manejo de esta hacienda. ―No quiero hacerme cargo de esta hacienda, ¿cómo quiere que se lo diga? Rodrigo tomó del brazo a la mujer y la sacó afuera. ―Escúchame, Victoria, esta hacienda era la vida de tu papá ―le murmuró enojado―, es mi vida y tú no la vas a mandar a la ruina por tu falta de interés y ambición.  Ella lo miró con los ojos muy abiertos, tenía dos opciones: gritarle a la cara que no quería eso o ponerse en el mismo plan odioso de él y comportarse como lo que él decía que era. Optó por lo segundo. ―Pues si esto se va a la ruina, no será mi culpa. Yo no vine a trabajar, ¿acaso tengo pinta de granjera? ¿Me veo como una mujer que cuide de vacas y caballos? ―Entonces, ¿qué haces aquí? ―Estoy aquí para tomar lo que es mío, nada más. ―¿Y qué se supone que es eso? ―Lo que me corresponde. Mal que mal, todo esto es mío. ―Pero no quieres trabajar la tierra. ―No es lo que me corresponde. ―Yo trabajo como cualquier empleado. ―Pues ese es usted, yo, en cambio, pagaré para que hagan el trabajo que hay que hacer. Yo no me ensuciaré las manos con plasta de caballo. Él sonrió con cinismo. ―Consideras indigno este trabajo. ―Indigno, no. ―Muy poca cosa para ti. Ella apartó la mirada. No era nada de lo que él pensaba. A ella le daban miedo hasta los perros de la calle, jamás se acercaría a una vaca o a un caballo. Pero eso... Eso jamás se lo reconocería a él, no le daría ni un motivo para parecer vulnerable ante él.  
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