Nueve años sin reuniones incómodas, esquivando preguntas que arañaban como uñas en una pizarra y ahogando sonrisas forzadas bajo la máscara de la indiferencia. Ahora, por capricho del destino (o de su terquedad de muro infranqueable), me tocaba apretar la mandíbula, tragar saliva amarga y fingir serenidad frente a desconocidos que, hasta entonces, solo habían sido sombras desdibujadas en fotografías olvidadas al fondo de un cajón.
«Basta por hoy», susurré entre dientes decidí escapar del bufete, abriéndome paso entre mesas y risas ajenas hasta llegar a la plaza. El banco de hierro forjado, aquel donde solía refugiarme en las tardes de otoño, me esperaba bajo una lluvia de hojas doradas que contrastaban con el caos en mi pecho. Demasiadas emociones: mi madre desenterrando el fantasma de mi padre biológico como si fuera anécdota casual, la citación urgente de mis jefes.
Cerré los ojos, hundiendo las yemas de los dedos en las sienes como si pudiera exprimir de allí la respuesta. Una pregunta resonó entre el zumbido de mis pensamientos: ¿En qué momento exacto la vida se deslizó por la pendiente absurda de una tragicomedia sin director ni guion?.
Apoyé los codos en las rodillas, sintiendo el frío del metal traspasar la tela del vestido. Casarme con Ethan. Las palabras resonaron como un eco envenenado.
No era una locura; era un pacto con el diablo, un intercambio de votos por vidas: la mía y las de todos en el buffet, cuyos rostros —María con sus dos hijos, Javier recién convertido en abuelo— se agolpaban en mi mente como reproches silenciosos.
Pero entonces, Theodore. El solo nombre encendió una alerta en mis entrañas. Lo había visto despedir a un contador por un error de centavos, su voz tan calmada como si estuviera pidiendo un café «sin azúcar, por favor», mientras el hombre suplicaba con lágrimas en los ojos. Para él, éramos cifras, peones desechables en su tablero de ganancias infinitas.
El viento arremolinó una hoja seca alrededor de mis tobillos. ¿Dios, qué hago?, quise gritar, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. Apreté los puños hasta que las uñas marcaron medio lunas en las palmas, mientras el aroma a castañas asadas — dulce y engañoso— me recordaba que el mundo seguía girando, indiferente a mi naufragio.
La niña se acercó con pasos titubeantes, sus zapatos de charol negros crujiendo sobre las hojas secas del otoño. Las dos coletas azabache, sujetas con moños de raso rojo, enmarcaban un rostro ovalado y pálido que me recordaba a alguien… ¿una compañera de la infancia? Su uniforme —chaqueta azul marino con un escudo bordado en dorado (Collegiate School ) y falda gris plisada— estaba impecable, como si acabara de salir de un catálogo.
—Hola —dijo, apretando contra el pecho una mochila de lona con dibujos de unicornios .
Me agaché hasta quedar a su altura, notando cómo sus ojos color miel evitaban los míos. —Hola, ¿cómo te llamas? —pregunté, suavizando la voz para no asustarla.
—Me llamo Gaby y estoy perdida —respondió, mordisqueando el borde de la manga de su chaqueta. —Mi mamá siempre dice que debo quedarme en un sitio con alguien amigable… ¿Eres amigable?.
El corazón me dio un vuelco. — Dios mío, ¿hace cuánto estás sola? —pregunté, escaneando la plaza en busca de algún adulto que buscara a una niña. - Claro que soy amigable
La niña se mordisqueó el labio inferior, sus ojos recorriendo la plaza . —No sé… pero no veo a mi niñera — susurró.
—¿Sabes el nombre de tus padres? — pregunté, arrodillándome para nivelar mi mirada con la suya. El frío del clima traspasó la tela de mis pantalones, pero no me moví.
—Rober y Thalia Guzmán —dijo con orgullo infantil, como si esos nombres fueran un hechizo protector.
Guzmán. El apellido resonó en mi mente. No, imposible…
—Ven conmigo —ofrecí, señalando el edificio de cristal donde trabajaba que se alzaba como un gigante indiferente frente a la plaza —. Allí puedo llamar a alguien que te ayude. ¿Ves? Es ese de ahí trabajo y te ayudaré a encontrar a tus papás — Gaby siguió mi dedo con la mirada, sus pupilas se contrajeron levemente. Dudó. Sus zapatos negros se arrastraron unos centímetros sobre las hojas secas antes de que su manita fría se aferrara a la mía, Gaby miró el rascacielos, luego mis ojos, evaluando
—¿Prometes que no me harás nada? —preguntó, retrocediendo un paso y soltó mi mano.
—Lo prometo — dije, extendiendo una mano abierta—. Soy amiga de los unicornios, ¿ves? —señalé los dibujos de su mochila—. Y ellos solo confían en personas buenas Es un sitio seguro, lo prometo».
— Está bien — murmuró, aunque sus uñas clavadas en mi palma delataban el miedo que no admitía.
Cruzamos el lobby con pasos apresurados. Las miradas de los empleados se clavaban en nosotras como dagas: la niña del uniforme impecable y yo, despeinada por el viento, con el peso del testamento de Don Dominic aún ardiendo en mis hombros. ¿Que salvaría al personal del buffet vendiendo mi futuro a Ethan?.
Siéntate aquí, por favor —indiqué a Gaby, apartando montañas de papeles de la silla frente a mi escritorio—. Haré unas llamadas para ayudarte a encontrar a tus papis
—Gracias — murmuró Gaby, retorciendo las puntas de sus coletas mientras sus pies golpeaban el aire bajo la silla. Saqué el teléfono, notando cómo el logo de Clínica Rosales en la pantalla —el lugar donde Rogelio había construido su imperio de bisturíes y ética — parecía burlarse de mi desorden mental.
¡Hija! ¿Cómo estás? — resonó su voz, pero esta vez con el eco lejano de altavoces de hospital de fondo. Podía imaginarlo cruzando algún pasillo estéril, con su bata blanca ondeando como capa de héroe cansado.
Bien… — mentí, observando a Gaby, que ahora dibujaba líneas imaginarias en el escritorio —. Oye, ¿tío Rober tiene una hija de ocho años? Gaby Guzmán, ¿la conoces?
Un silencio. Luego, el sonido de una puerta cerrándose de golpe, como si él hubiera entrado a un lugar privado —. Sí… — respondió, bajando la voz—. ¿Por qué?
La encontré en la plaza frente al buffet. Estaba sola, sin su niñera — expliqué, mientras Gaby jugueteaba con el borde de mi chaqueta, como si el tejido fuera un amuleto contra el miedo. Rogelio respiró hondo al otro lado del teléfono, y por un segundo, el zumbido de los fluorescentes de la oficina se mezcló con el eco de monitores cardíacos de su clínica.
¿Estás en la clínica o en el buffet? — preguntó Rogelio, aunque ya sabía la respuesta. Siempre sabe dónde estaba.
En el buffet — respondí, y la línea murió. Me volví hacia Gaby, cuya sonrisa era un espejismo de inocencia en medio de mis ruinas. — Tu tío Rogelio viene en camino, princesa.
¡Gracias! — exclamó Gaby abrazándome con una fuerza que no esperaba de sus brazos delgados.
Le pasé una hoja y un lápiz, observando cómo sus trazos se convertían en espirales de colores.
Una hora después, el taconeo de Griselda irrumpió en la calma. — ¡Hola, muñequita! —, cantó, forzando dulzura mientras sus ojos escarbaban mi alma. — ¿Y tú como te llamas.
Me llamo Gaby — le mostró su dibujo: un sol con rostro torcido y una casa en un rio.
¡Qué lindo! eres toda una artista— murmuró Griselda, aunque su sonrisa se congeló al ver el apellido Guzmán garabateado en una esquina. — Tu papá, el doctor sexi está aquí — anunció, señalando la puerta con una uña pintada de rojo sangre.
Lo estaba esperando, gracias, dile que pase por favor - dije con una sonrisa y ella salio de mi oficina a cumplir con lo que dije