Me encuentro tumbada sobre la cama, mi respiración aún agitada por el placer reciente. Al lado, Alfredo reposa, su pecho subiendo y bajando en un ritmo pausado mientras sus ojos se pierden en el techo. El sol se cuela tímidamente por las cortinas, dibujando sombras caprichosas sobre las sábanas desordenadas. Sé que debería levantarme, vestirme y regresar a casa, pero el calor de su cuerpo y la languidez del momento me invitan a quedarme un poco más.
"Ana Lucía," murmura Alfredo, girando su rostro hacia mí, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de satisfacción y preguntas sin formular. "¿Cuándo volveremos a vernos?"
La pregunta queda flotando en el aire, cargada de una promesa vaga que no tengo intención de cumplir. Alfredo es solo una distracción, una chispa en la oscuridad de mi vida que ahora se cierne sobre mí. No hay espacio para nada más que la cautela en estos días.
"Pronto," respondo con una sonrisa seductora, deslizando mis dedos por su mejilla antes de levantarme. "Sabes que siempre encuentro la manera."
Me visto con rapidez, volviendo a colocar cada prenda en su sitio con una precisión casi mecánica. El juego de la seducción ha terminado por hoy, y tengo que regresar a la realidad, a la farsa que mantengo con tanto esmero. Alfredo me observa en silencio, tal vez intuyendo que mis palabras son solo eso, palabras vacías.
Mientras salgo de su apartamento, el aire fresco de la mañana me golpea con una claridad que me hace estremecer. Bajo las escaleras con paso firme, cada uno resonando en mi cabeza como un recordatorio de lo que me espera en casa. Cuando finalmente alcanzo la puerta de mi propio apartamento, siento una punzada de ansiedad en el estómago.
Abro la puerta y el silencio me recibe, un silencio que se siente denso y opresivo. Camino por el pasillo, mis tacones resonando en el suelo de madera, y llego a la sala de estar. Allí, en el centro de la habitación, veo el cuerpo inerte de mi esposo, Andrés. Su piel está pálida, casi translúcida, y hay una calma inquietante en sus rasgos.
Me quedo paralizada por un momento, el aire atrapado en mis pulmones. No debería sorprenderme, pero aún así, la vista de su cuerpo me golpea con una fuerza inesperada. La policía llegó poco después de que lo encontré, su eficiencia fría y profesional. Las preguntas comenzaron inmediatamente, cada una una trampa potencial que podría desenredar la cuidadosa red de mentiras que había tejido.
"Señora de la Hoz, ¿dónde estaba usted anoche?" pregunta el detective principal, un hombre corpulento con una mirada aguda. Sus ojos escrutan mi rostro en busca de alguna fisura en mi fachada.
"Trabajando," respondo con una voz que practiqué durante años para que sonara genuina y tranquila. "Salí tarde de la oficina."
El detective asiente, pero puedo ver la duda en sus ojos. Las sospechas son inevitables en una situación como esta. Andrés era un hombre saludable, sin enemigos aparentes. Su muerte, repentina y sin explicación, coloca una sombra sobre mí, la esposa perfecta con demasiados secretos.
Me siento en el sofá, observando cómo los técnicos forenses trabajan a su alrededor, recogiendo pruebas, tomando fotografías. Cada clic de la cámara es como un reloj que marca el tiempo que me queda antes de que descubran la verdad.
Andrés y yo llevábamos años juntos, y desde fuera, nuestra vida parecía un cuento de hadas. Sin embargo, la realidad era mucho más oscura. Nuestro matrimonio era una fachada, un contrato conveniente que me permitía mantener mi estilo de vida mientras escondía mis verdaderos deseos. Andrés no era el hombre de mi vida; solo era una pieza más en mi juego.
Esa noche, antes de encontrar su cuerpo, me aseguré de crear una coartada perfecta. Mi madre es la única que conoce mi verdadera naturaleza, la única que entiende la compulsión que me impulsa a buscar consuelo en los brazos de otros hombres. Ella ha guardado mis secretos desde que era una niña, y ahora, más que nunca, necesito su apoyo.
Llamo a mi madre mientras los agentes continúan su trabajo. Su voz serena y firme me reconforta al otro lado de la línea. "Ana Lucía, mantén la calma," me dice. "Lo has hecho bien hasta ahora. Nadie sabe nada. Sigue actuando con naturalidad."
Cuelgo el teléfono, sintiendo una determinación renovada. No puedo permitirme perder el control. La clave para sobrevivir es mantener la apariencia de normalidad, ser la viuda desconsolada que todos esperan ver. Los días siguientes son un borrón de interrogatorios y miradas inquisitivas. Me convierto en una actriz, desempeñando el papel de la esposa afligida con una precisión que habría envidiado cualquier estrella de cine.
Los funerales son especialmente difíciles. La familia y los amigos de Andrés me rodean, ofreciendo condolencias que sé que no merezco. Cada abrazo, cada lágrima derramada en mi hombro, es una acusación silenciosa. Pero yo mantengo mi compostura, permitiendo que las emociones fluyan solo lo suficiente para parecer genuinas.
El detective principal sigue vigilándome de cerca. Sus preguntas se vuelven más incisivas, su tono más impaciente. "Señora de la Hoz, ¿puede explicar por qué no tenemos registros de llamadas desde su teléfono la noche en que murió su esposo?"
Mis mentiras se despliegan con fluidez. "Estaba trabajando tarde, y mi teléfono estaba en modo silencioso. Ni siquiera lo miré hasta que llegué a casa."
Sus ojos se estrechan, pero no dice nada. Sabe que necesita más pruebas para acusarme de algo concreto. Me despido cortésmente y me retiro a mi habitación, donde puedo liberar la tensión que me ha estado carcomiendo.
Allí, en la soledad de mi refugio, me enfrento a la realidad de mi situación. Andrés está muerto, y aunque me siento liberada de la prisión que era nuestro matrimonio, la libertad viene con un precio. El peligro de ser descubierta, de que alguien vea más allá de mi fachada y descubra lo que realmente soy.
Mis pensamientos se vuelven hacia Alfredo. No puedo permitirme volver a verlo, no ahora que cada movimiento mío es observado tan de cerca. Pero la necesidad de sentir algo, cualquier cosa, es abrumadora. La soledad, que siempre ha sido mi compañera constante, se siente más pesada que nunca.
En un intento por despejar mi mente, abro el viejo diario que guardo en mi mesita de noche. Las páginas amarillas contienen mis pensamientos más profundos, escritos en momentos de desesperación y deseo. Releo las entradas, buscando en ellas algún tipo de consuelo o respuesta.
Mis ojos se detienen en una entrada particular, escrita hace años, donde confesaba mis miedos y mi verdadera naturaleza. Mi madre siempre me ha dicho que soy especial, que mi inteligencia y belleza me hacen diferente. Pero también me advirtió sobre los peligros de dejarme llevar por mis impulsos.
Esa advertencia resuena en mi mente mientras cierro el diario y miro por la ventana. La noche ha caído, y las luces de la ciudad parpadean a lo lejos. Sé que no puedo dejar que mi guardia baje, no cuando el peligro es tan real.
Los días se convierten en semanas, y aunque la investigación continúa, no hay pruebas concluyentes que me incriminen. La tensión disminuye ligeramente, pero la paranoia permanece. Cada llamada, cada visita inesperada, hace que mi corazón se acelere.
Una tarde, mientras reviso algunos documentos en mi oficina, recibo una llamada de mi madre. Su voz, normalmente tranquila, suena alarmada. "Ana Lucía, tienes que venir a verme. Hay algo que necesito decirte."
Llego a su casa con una sensación de inquietud. Mi madre me recibe en la puerta, su rostro pálido y sus manos temblorosas. Nos sentamos en la sala, y ella me mira con una intensidad que nunca había visto antes.
"He guardado un secreto," comienza, su voz apenas un susurro. "Uno que podría cambiar todo."
El aire se siente pesado, y mi mente se llena de preguntas. "¿Qué secreto?" pregunto, tratando de mantener la calma.
"Hay algo que no te he contado sobre la noche en que murió Andrés," dice, sus ojos llenos de preocupación. "No estaba sola cuando llegaste a casa. Había alguien más allí."
Mis pensamientos se vuelven caóticos, tratando de procesar la revelación. "¿Quién? ¿Qué estás diciendo?"
"Alguien vino a verte antes de que llegaras," continúa. "No sé quién era, pero dejaron algo para ti."
Siento una oleada de pánico. "¿Dónde está? ¿Qué dejaron?"
Mi madre se levanta y va a su habitación, regresando con un pequeño sobre. "Lo encontré en la cocina después de que la policía se fue," dice, entregándome el sobre. "No lo he abierto."
Tomo el sobre con manos temblorosas y lo abro lentamente. Dentro, hay una pequeña nota escrita a mano. Las palabras son escasas, pero el mensaje es claro: "Sé lo que hiciste."
El mundo parece detenerse mientras releo la nota una y otra vez. Alguien sabe, alguien ha visto más
allá de mi fachada. Pero, ¿quién? ¿Y qué quieren?
Levanto la vista y veo la preocupación en los ojos de mi madre. "¿Qué significa esto, Ana Lucía? ¿Qué has hecho?"
Las palabras se quedan atascadas en mi garganta, y por primera vez en mi vida, no tengo una respuesta. La sensación de control, que siempre ha sido mi fortaleza, se desmorona, dejando solo una desesperación abrumadora.
Las siguientes semanas son un torbellino de paranoia y miedo. Cada llamada, cada mirada de extraños, se siente como una amenaza. La nota se convierte en una obsesión, un recordatorio constante de que mi secreto no está tan seguro como pensaba.
Una noche, mientras estoy en mi habitación, el teléfono suena. Contesto con manos temblorosas, esperando lo peor. La voz al otro lado es suave, casi tranquilizadora.
"Hola, Ana Lucía. Sé que estás pasando por un momento difícil. Pero no tienes que enfrentarlo sola."
"¿Quién eres?" pregunto, tratando de mantener la calma.
"Soy alguien que entiende lo que es vivir con secretos. Alguien que puede ayudarte."
Las palabras cuelgan en el aire, llenas de promesas vagas y amenazas implícitas. La conversación continúa, pero cada palabra me envuelve en una red más apretada de desconfianza y miedo.
Esa noche, no puedo dormir. Mis pensamientos se arremolinan en un torbellino de incertidumbre. La soledad, que siempre ha sido mi aliada, ahora se siente como una prisión. Cada sombra, cada ruido en la oscuridad, es una amenaza potencial.
Finalmente, decido que no puedo seguir así. Necesito respuestas. Necesito saber quién está detrás de la nota y qué quieren de mí. Con una determinación renovada, empiezo a investigar, buscando cualquier pista que pueda llevarme a la verdad.
Las piezas del rompecabezas comienzan a encajar lentamente, y la verdad que emerge es más oscura y compleja de lo que jamás podría haber imaginado. Descubro que Andrés no era tan inocente como parecía, que él también guardaba secretos que podrían haberlo llevado a su muerte.
Mi búsqueda de la verdad me lleva a enfrentarme a mis propios demonios, a cuestionar todo lo que creía saber sobre mí misma y sobre los que me rodean. Pero a medida que me acerco a la verdad, me doy cuenta de que no estoy sola en mi lucha. Hay aliados inesperados, personas que comparten mis miedos y mis esperanzas.
Y así, en medio de la oscuridad y la incertidumbre, encuentro una nueva fuerza. La soledad, que una vez fue mi enemigo, se convierte en mi aliada más poderosa. Porque en la soledad, descubro quién soy realmente, y en esa verdad, encuentro la fuerza para enfrentar cualquier desafío que se cruce en mi camino.