Palermo olía a mar y a tormenta esa tarde. Las nubes pesaban sobre la ciudad como si presintieran que algo iba a romperse, algo más profundo que el cielo.
Lucía se despertó con una sensación extraña en el pecho. Hacía una semana que Matteo había regresado a Sicilia, y cada día que pasaba sin verlo, su corazón se encogía un poco más. Había esperado tanto ese momento —el reencuentro, la promesa cumplida, el principio de su libertad— que no podía comprender por qué él no había ido a buscarla en toda esa semana que había pasado.
Aun así, cada mañana se levantaba con una sonrisa. Se decía que Matteo debía de estar ocupado con su familia, con los negocios de los Di Rinaldi, con la multitud de compromisos que acompañaban su apellido. No podía ser otra cosa. Él no era un mentiroso. Él la amaba. Y de no ser así, se lo hubiera dicho, porque no podía ser un hombre deshonorable. No él. Él era distinto.
Mientras barría el pasillo del piso superior, el sonido de los tacones de Alessandra resonó sobre el mármol como una declaración de guerra. Lucía levantó la vista y la vio bajar por las escaleras, vestida con un traje beige entallado y oliendo a un perfume caro que llenó el aire. Llevaba el cabello suelto, ligeramente ondulado, y un carmín rojo que la hacía parecer más mujer, más segura, más… distinta.
Lucía sonrió, sincera.
—¿Vas a salir otra vez? —preguntó, apoyando la escoba.
—Tengo cosas que hacer —respondió Alessandra con indiferencia, ajustándose un pendiente.
—Desde hace una semana sales todos los días —comentó Lucía con un tono suave, sin malicia—. ¿No piensas descansar un poco?
Alessandra la miró con una sonrisa ladeada.
—El descanso es para quienes no tienen nada que perder, querida.
Lucía no entendió del todo, pero no quiso insistir. Estaba acostumbrada a sus frases ambiguas, a su aire de superioridad. De todos modos, la quería. Siempre había querido ver lo mejor en ella, incluso cuando le lanzaba esas miradas cargadas de algo que no comprendía: envidia, desprecio, o ambas.
Esa noche, Lucía se quedó en la ventana, mirando la lluvia que comenzaba a caer sobre Palermo. En su regazo tenía una carta que había escrito mil veces y nunca enviado.
«Te he esperado cada día desde que te fuiste, Matteo…».
Sonrió con tristeza, imaginando su regreso, el sonido de su voz diciéndole que había cumplido su promesa. «Nos casaremos, Lucía. Te sacaré de esa casa».
Las palabras seguían resonando en su cabeza, tan vivas como el primer día.
[...]
Alessandra cerró la puerta de la villa con un portazo suave. El chófer la esperaba con el coche encendido, y el motor rugió al encenderse bajo la lluvia.
En el asiento trasero, se retocó el labial y sonrió al espejo.
Matteo Di Rinaldi.
El heredero perfecto. Educado, elegante, seguro de sí mismo. En Nueva York había sido su trofeo y su desafío. Al principio la había tratado con distancia, con cortesía. Pero ella sabía leer los gestos, sabía cuándo un hombre estaba a punto de rendirse.
Recordaba con claridad la primera vez que él la miró distinto. Una cena en el Upper East Side, luces tenues, copas de vino tinto y su risa ligera. Él le había preguntado por Lucía, apenas una vez.
—¿Ella está bien? —había dicho con una preocupación sincera.
Y Alessandra, fingiendo ternura, le había respondido:
—Sí, claro. Está bonita como siempre. Aunque ya sabes, siempre con sus rezos, su ropa de monja... Creo que su vocación es estar en un convento consagrado su vida a Santa Rosalía.
Después de eso, Matteo había guardado silencio.
Y días más tarde, había buscado lo que un hombre como él deseaba, donde no debía.
Sonrió al recordarlo. No había sido difícil. Ningún hombre resistía por mucho tiempo cuando ella quería algo.
[...]
Una semana después, la noticia recorrió la casa como un eco entre paredes frías: «habría una cena importante». Eleonora lo anunció con un tono solemne mientras Lucía lavaba la vajilla.
—Esta noche, Lucía, tendremos una cena para los Di Rinaldi —dijo la madrastra, sin mirarla—. Es un evento importante. Quiero la casa impecable, la mesa perfecta y la comida lista antes de las ocho.
Lucía dejó caer el paño entre sus manos mojadas.
—¿Los Di Rinaldi? —preguntó, con una mezcla de sorpresa y emoción—. ¿Viene Matteo?
—Así es —respondió Eleonora, observándola de reojo, con una sonrisa que ocultaba veneno—. Y con él, toda su familia. Será una noche especial, Lucía. No me decepciones.
El corazón de la joven comenzó a latir con fuerza.
Por fin.
Después de tantos años, después de tantas oraciones, Matteo cumpliría su promesa.
—Haré que todo sea perfecto —dijo con entusiasmo, secándose las manos y apretándolas juntas—. Prometo que todo saldrá bien.
Eleonora asintió, dándole la espalda para ocultar su sonrisa.
—Eso espero.
[...]
El resto del día pasó entre carreras, aromas y nervios. Lucía no dejó un rincón sin limpiar, ni una flor fuera de lugar. Pulió la vajilla, eligió el mantel de lino más blanco y planchó las servilletas con el esmero de quien prepara su propio destino.
Mientras tanto, Alessandra y Eleonora conversaban en el salón, supervisando desde lejos.
—No sabe nada, ¿verdad? —preguntó Alessandra, sin apartar la vista de su manicura.
—Nada —respondió Eleonora, satisfecha—. Cree que la cena es para ella.
—Pobre ingenua —murmuró Alessandra con un dejo de diversión—. Será un espectáculo ver su cara cuando Matteo diga mi nombre.
Eleonora sonrió.
—Solo asegúrate de no arruinarlo. Esta noche debe sellarse todo.
[...]
Lucía subió a su habitación cuando el reloj marcó las siete y media. Se duchó rápido, con el agua fría corriendo sobre su piel. Luego se vistió con su mejor vestido: uno blanco, sencillo, de tela ligera, que había pertenecido a su madre. Se peinó con cuidado, dejando caer su cabello castaño sobre los hombros, y se miró al espejo.
—Va a ser una noche hermosa —susurró.
En su pecho, la esperanza seguía viva.
Cuando bajó, los primeros coches ya se escuchaban afuera. Desde la cocina, podía oír las risas y las voces elegantes de los invitados. Eleonora y Alessandra los recibían en la entrada, radiantes.
Lucía siguió trabajando hasta el último detalle, sirviendo los platos, revisando la mesa, asegurándose de que el vino estuviera en su punto.
Entonces, Eleonora apareció en la puerta de la cocina.
—Lucía —dijo con una sonrisa falsa—. Ven. Es momento de que salgas.
—¿Ya llegó Matteo? —preguntó ella, emocionada.
—Sí —respondió Eleonora—. Y está a punto de hacer un anuncio importante.
Lucía se arregló el cabello con nerviosismo y se limpió las manos. Caminó hacia el comedor con el corazón desbocado, sintiendo el murmullo de las conversaciones, el brillo de los candelabros y el aroma del vino.
Matteo estaba allí.
Más guapo que nunca, con un traje oscuro y esa sonrisa que solía derrumbarla. Pero no la miraba. Ni una sola vez.
Lucía se detuvo al final de la mesa, justo cuando Matteo se puso de pie, levantando la copa.
—Esta noche —dijo él con voz firme— quiero agradecer a la familia Mancini por recibirnos.
Lucía sonrió, su corazón latiendo como un tambor.
—También quiero aprovechar este momento para hablar de algo importante —continuó Matteo, buscando las palabras—. Hoy quiero pedir la mano de la mujer que amo. La más hermosa, la más perfecta, la que me robó el corazón.
Lucía sintió que todo el aire se escapaba de su pecho. Miró a su alrededor, buscando a Eleonora, que sonreía con orgullo, y a Alessandra, que bajaba la mirada con falsa modestia.
Entonces Matteo se volvió hacia ella… o eso creyó por un instante.
Hasta que pronunció el nombre que la destruyó.
—¿Me harías el honor de ser mi esposa, Alessandra?
El mundo de Lucía se quebró al instante.
Por un segundo, el silencio fue total.
Solo se oía el crepitar suave de las velas, el roce de los cubiertos, el eco de la respiración contenida.
Lucía no pudo moverse. Ni siquiera parpadear. Su mente tardó varios segundos en procesar lo que acababa de escuchar.
«¿Alessandra?».
No, debía haber entendido mal. Tal vez Matteo había confundido el nombre, o era una broma, o…
Pero entonces vio cómo Alessandra se levantaba lentamente de su silla, con esa sonrisa medida, estudiada, perfecta. Matteo le tomó la mano y se la llevó a los labios, mientras todos los presentes aplaudían.
El sonido de los aplausos la desgarró más que las palabras.
Lucía dio un paso atrás, y luego otro. El suelo parecía desvanecerse bajo sus pies. Sintió que el aire se le acababa, que el corazón le latía en los oídos.
—No… —susurró apenas, temblando.
Eleonora fingió sorpresa, pero la miró con la frialdad de quien disfruta el golpe.
—Lucía, cariño, ¿estás bien? —preguntó, con un dejo de burla en la voz.
Lucía apenas la escuchó. Su mirada estaba fija en Matteo, esperando —rogando— que la mirara, que dijera algo, que le explicara. Pero él no lo hizo. No la vio.
Ni una vez.
Matteo sentía las manos heladas. Por un segundo, solo uno fugaz, sintió que estaba haciendo algo terriblemente mal, pero ya era demasiado tarde.
Debió haberle informado a Lucía de los cambios en sus sentimientos. Pero el remordimiento se esfumó así como había aparecido.
Lucía no era para él. Se había equivocado porque era joven. Él ya no era ese jovencito tonto que se fue de Palermo para ir a otro país. Era un hombre y como tal necesitaba a una mujer de verdad; una como Alessandra, que podía satisfacer sus necesidades.
Además, los negocios entre las familias estaban sellados, las palabras dichas, el compromiso pactado. Alessandra era lo que su padre quería para él: un enlace poderoso, un futuro político y económico impecable.
Y también era lo que él quería... En su cama, una mujer como Alessandra, no una niñita tonta como Lucía.
Y sin embargo, al mirar hacia el extremo de la mesa, la vio.
Con ese vestido blanco que él recordaba de su infancia, con la inocencia intacta en la mirada y el corazón roto en los labios. La vio girarse y salir casi corriendo del salón, tropezando con una silla.
Y sin embargo, no le importó, porque lo único que le importaba en ese momento, estaba allí, a su lado, sonriendo con encanto y besándole la mejilla, mientras él ponía el anillo en su mano.
[...]
Lucía escapó de la casa sin saber cómo.
Solo recordaba el sonido de los aplausos apagándose a sus espaldas, las luces, el aire húmedo de Palermo golpeándole el rostro. Corrió por el camino empedrado, descalza, con el vestido empapado por la lluvia. Se adentró en la ciudad y sin darse cuenta, en la zona más peligrosa, esa que nadie en su sano juicio visitaba de noche, porque allí reinaba el hombre más temido de Sicilia y de toda Italia.
Las lágrimas se confundían con el agua.
Todo se desmoronaba a su alrededor: los sueños, las promesas, los recuerdos. Matteo la había olvidado. O peor aún, la había traicionado.
Se detuvo junto a una fuente, jadeando.
—¿Por qué…? —susurró—. ¿Por qué me hiciste esto?
El trueno retumbó a lo lejos y Lucía continuó corriendo, como si así fuera a escapar del dolor.
Corrió hasta que su cuerpo chocó contra una enorme masa que la envió al suelo, a un charco de agua.
Se quejó por lo bajo y entonces lo sintió: una mirada sobre ella, desde las sombras.
El siniestro hombre la observaba desde su altura, como quien observa a un objeto curioso... invaluable.
Había estado distraído en sus asuntos y no la había visto correr hacia él como un fantasma herido.
Su intensa mirada la recorrió.
Nunca la había visto de cerca. Solo la había oído mencionar: la hija bastarda de Luca Mancini.
Pero verla así, bajo la tormenta, con los hombros temblando y el corazón roto a la vista, le despertó algo que no esperaba sentir.
Ella levantó la mirada y lo observó aterrada. Nunca había visto a un hombre como él, al menos no de cerca. Inmenso, vestido de n***o, de hombros anchos y brazos fuertes que hacían tensar las mangas de la chaqueta que llevaba puesta. Muchos tatuajes trepaban por su cuello y pudo notar que algunos subían por sus muñecas hasta sus brazos.
Lo vio acercarse y se arrastró hacia atrás, asustada.
—No te haré daño —dijo él, su voz grave, calmada.
El agua le caía sobre el rostro, oscureciendo su cabello, resbalando por el cuello de su abrigo n***o.
Lucía tembló.
—No te acerques.
Él sonrió y se pasó la punta de la lengua por los labios, cuando notó que las deliciosas curvas de su cuerpo se podían apreciar demasiado bien gracias a la transparencia de su vestido empapado. Sus pezones se tensaban duros bajo la tela y la boca se le hizo agua.
Ella retrocedió más, pero el borde de la acera le impidió seguir.
Él la miró de cerca por primera vez: los ojos llorosos, la piel empapada, los labios pálidos. Parecía frágil, pero había una fuerza extraña en ella. Una luz que ni la humillación había podido apagar. Una luz que la hacía parecer un ángel.
—No deberías quedarte aquí —dijo él, suavemente—. Vas a resfriarte, Angelo.
Él se inclinó, la agarró por la cintura y, provocando que Lucía dejara escapar un jadeó ahogado por la sorpresa, la levantó del suelo, poniéndola en pie.
Ella tembló entre sus brazos, como un animalito asustado y él le levantó el rostro colocando dos dedos bajo su barbilla.
Entonces, Lucía se fijó en esos ojos: uno era de un verde intenso, el otro, mitad verde, mitad café... Lo hacía ver terrorífico, siniestro.
Lucía quiso escapar, pero no encontró la fuerza para hacerlo. De repente, él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros.
Ella lo miró, confundida. El gesto la descolocó.
—¿Q-quién eres? —balbuceó.
Él sonrió.
De repente, otros hombres, tan siniestros como él, emergieron de la oscuridad que consumía aquel callejón y Lucía sintió el miedo recorrerle.
Como pudo logró soltarse y emprender la marcha, huyendo.
Él quiso alcanzarla, pero no lo logró..
Mientras la miraba alejarse, con la certeza silenciosa de quien ya ha elegido un destino, se prometió:
—Te juro que voy a encontrarte, Angelo. Y cuando lo haga… serás mía.
La lluvia siguió cayendo, limpiando la ciudad.
Y en algún lugar de la noche, el futuro comenzaba a escribirse.