La madrugada se extendía sobre Palermo como una sábana de plata vieja. El viento arrastraba olor a sal, a tierra húmeda, a presagio.
El Diablo observaba el techo, con el pecho ardiendo. El sueño había vuelto a dejarlo a mitad del abismo. En su mente, el rostro de aquella muchacha —el mismo que lo perseguía desde aquella noche— se dibujaba con una claridad que le resultaba insoportable.
Lucía.
Su nombre era una plegaria y una maldición.
Se incorporó de golpe, respirando hondo, empapado en sudor.
No era un hombre que soñara. Desde hacía años, los sueños lo visitaban solo cuando la culpa lo reclamaba. Pero esa noche, la culpa no tenía rostro. Lo tenía ella.
La vio en su mente otra vez, temblando bajo la lluvia, con los ojos llenos de miedo. Y ese miedo… lo había trastornado. Porque detrás de esa fragilidad, él había sentido algo que no entendía: una luz que lo cegaba.
Se levantó, caminó por la habitación, prendió un cigarro y lo dejó morir entre los dedos. No podía dormir. No podía comer. No podía pensar en nada que no fuera ella.
Lucía Mancini.
Ese nombre, dulce y puro, parecía tallado en su pecho como una herida abierta.
Cuando el amanecer rompió sobre el puerto, El Diablo seguía despierto, con la mandíbula tensa. Marco entró al despacho y lo encontró frente a la ventana, el vaso intacto entre las manos.
—Otra noche sin dormir —dijo Marco, sin necesidad de preguntar.
—Encuéntrala. —Renzo giró apenas la cabeza, su voz fue un susurro, pero con la gravedad de una orden sagrada—. Búscala donde sea, bajo las piedras o en el infierno si es necesario. Quiero a Lucía Mancini frente a mí. Cueste lo que cueste.
Marco no discutió, a pesar de que deseaba desistir de aquella estúpida misión sin sentido. Pero conocía muy bien ese tono, ese que anunciaba tormenta.
Durante meses, Palermo y sus alrededores llevaban siendo rastreados como un mapa de guerra. Hombres moviéndose en silencio, preguntando en conventos, en hospicios, en las calles empedradas donde las monjas daban pan y las sombras guardaban secretos.
Pero nadie sabía nada.
Lucía Mancini se había desvanecido como si la tierra misma la hubiera devorado.
El Diablo había comenzado a perder la calma. Su humor era pólvora, su paciencia humo. Aquella búsqueda sin resultados le había costado la vida a varios de los hombres y Marco temía que pronto ese sería su destino, porque su jefe, el capo al que le había jurado lealtad, se estaba volviendo loco por una mujer que no había sido más que un fantasma en su vida... una aparición.
Al Diablo, el deseo lo carcomía, la obsesión lo mordía por dentro como un animal salvaje. No podía entender por qué necesitaba verla otra vez.
Solo sabía que, sin ella, algo dentro de él se estaba muriendo.
[...]
Mientras tanto, en el convento de Santa María delle Grazie, el silencio era tan profundo que parecía sagrado.
Lucía había aprendido a moverse sin ruido, a rezar sin pensar, a respirar sin llorar. El hábito aún le rozaba el cuello como algo ajeno, pero cada día su cuerpo se iba amoldando al nuevo orden.
Se despertaba con el canto de las campanas, con el aroma a cera y a pan recién horneado.
Cada oración era una piedra más sobre el sepulcro de su antiguo yo.
Creía que al fin empezaba a sanar.
A veces, en las madrugadas, su alma aún se desangraba recordando a Matteo —sus promesas, su sonrisa, las mentiras envueltas en ternura—, pero entonces alzaba la vista al crucifijo y se decía que Dios no mentía, que Él era su único refugio.
«Hazme olvidar, Señor —susurraba—. Que el amor no sea mi condena».
Y lo creía.
Creía que al día siguiente, cuando hiciera sus votos, dejaría de doler.
[...]
La tarde noche del día siguiente, en el centro de la ciudad, la catedral se vestía de gloria. Las campanas repicaban con júbilo.
Alessandra Mancini, envuelta en un vestido blanco de encaje francés, avanzaba por el pasillo central con la seguridad de quien obtiene lo que quiere. A su lado, Eleonora sonreía, orgullosa, resplandeciente, como una reina coronando su victoria.
Matteo esperaba al final del pasillo, con la sonrisa de un hombre convencido de haber hecho lo correcto. Lucía ya no era más que un error de juventud, un recuerdo dulzón y lejano. Alessandra era perfección: belleza, elegancia, poder.
Todo lo que debía tener la esposa del hijo de los Bianchi.
—Hoy empieza mi verdadero destino —susurró Alessandra antes de pararse frente al altar, al lado de Matteo.
Eleonora, entre los invitados, contenía la sonrisa de triunfo. Su hija iba a ser la esposa de un Bianchi. El apellido Mancini al fin se elevaría como debía.
Nadie, ni una sola alma entre los presentes, se preguntó dónde estaba Lucía.
[...]
En otra parte de la ciudad, Marco llegaba al muelle donde su jefe supervisaba la descarga del cargamento que acababa de llegarle.
Con una expresión que no dejaba lugar a dudas, se acercó a él.
—La hemos encontrado, capo —anunció.
El Diablo giró la cabeza, con los músculos de la mandíbula tensos y el corazón en un puño.
—¿Dónde? —preguntó, sin una pizca de calma.
Marco tragó saliva.
—En un convento… en las afueras de la ciudad. Está a punto de tomar los votos para convertirse en monja.
El Diablo se quedó en silencio unos segundos.
Luego, su voz, grave y lenta, rompió el aire:
—Prepara el coche y a los hombres.
—¿Iremos a buscarla? —preguntó Marco, con la vacilación en la voz. El Diablo se limitó a fulminarlo con la mirada—. Es un convento, señor. Una casa de Dios.
—Y se la arrebataré al mismísimo Dios de las manos, de ser necesario —sentenció El Diablo —. ¿Tienes algún problema?
A pesar de que su jefe no fuera un creyente, Marco, como buen siciliano, era un fiel devoto católico que respetaba todo aquello que creía sagrado por pertenecerle a Dios. Lo de irrumpir a la fuerza en una casa de monjas que se consagraban a Dios no le gustaba, pero sabía que a El Diablo no se le podía llevar la contraria y las cosas se hacían como él decía.
—No, señor —respondió—. Será como usted diga.
[...]
El camino hacia el convento era largo y estrecho, bordeado de olivos y piedra. El Diablo no habló en todo el trayecto. Su mirada fija en la carretera, las manos crispadas sobre el volante.
Marco, en el asiento del copiloto, sabía que no debía decir una palabra. Lo que viajaba junto a ellos no era un hombre, era el mismísimo Satanás con forma humana.
Mientras tanto, dentro del convento, Lucía se paraba frente a la puerta de la pequeña iglesia en la que se llevaría a cabo la ceremonia. Los rayos anaranjados del ocaso, entraban por los vitrales, tiñendo de oro el suelo.
Su corazón, por primera vez en mucho tiempo, estaba en calma.
—Pronto harás tus votos, hija —le dijo la madre superiora con una sonrisa, cuando pasó a su lado—. Y el Señor te bendecirá por tu fe.
Lucía asintió.
En ese momento, más que nunca, creyó que estaba lista para entregarse a Dios por completo.
Lucía tomó una profunda inhalación, sus dedos se apretaron alrededor del rosario y del velo que tenía en las manos, y fijó la mirada en el altar, mientras avanzaba por el pasillo junto con las otras jóvenes que iban a realizar sus votos para consagrar su vida a Dios.
Cuando la última de la fila entró, las puertas de madera se cerraron y el padre comenzó a recitar unas palabras, una plegaria, en latín.
Lucía y las otras jóvenes se arrodillaron frente al altar, las monjas alrededor
—Dios mío, ayúdame a dejar atrás el mundo, —susurró Lucía, cerrando los ojos con devoción desesperada—. Ayúdame a olvidar a Matteo de una vez por todas... Arráncalo de mi corazón.
El ritual seguía su curso. Las voces del coro se alzaban en una plegaria serena.
Él momento de hacer los votos llegó. Lucía sería la primera, pero, cuando el sacerdote se acercó a ella, el rugido de un motor rompió el silencio del claustro.
Las monjas se miraron entre sí, desconcertadas.
Lucía alzó la cabeza.
Sintió cómo algo —un presentimiento oscuro— le apretaba el pecho.
El sonido de los pasos resonó por el pasillo de piedra, pesados, decididos.
Y entonces pasó.
Las puertas de madera fueron abiertas de golpe, con gran estrépito.
La conmoción estalló entre los presentes. Las monjas jadearon con desconcierto y miedo al ver a los terroríficos hombres entrar al templo, armados, amenazantes, como si fueran a matarlos a todos.
Alzando las manos, la madre superiora fue la primera en intervenir.
—¡Este es un lugar sagrado! ¡No pueden estar aquí! —exclamó.
Uno de los intrusos la empujó con brusquedad.
El sacerdote que oficiaba la ceremonia dio un paso al frente, temblando.
—¿Qué buscan? Aquí solo hay monjas…
—No —respondió El Diablo, avanzando entre las sombras, imponente, con la mirada encendida. El eco de sus pasos retumbando al chocar contra la piedra.
Sus ojos barrieron el lugar hasta encontrarla.
Lucía.
Su respiración se detuvo.
Ella, pálida como el mármol, sintió cómo el miedo le recorría la piel. Lo reconoció al instante.
El Diablo sonrió con una calma peligrosa, la clase de calma que precede al caos.
—Solo hay una cosa que quiero —dijo, su voz reverberando por las paredes—. Y lo que quiero… es a ella.
Lucía retrocedió, temblando. Las monjas la rodearon, pero El Diablo las apartó y se abrió camino, hasta quedar frente a ella.
Sus ojos la atraparon sin dejarle salida.
—Ahora me perteneces, Angelo —murmuró, apenas un suspiro, pero con la fuerza de una condena.
La luz del vitral le dibujaba sombras en el rostro.
Lucía retrocedió instintivamente, el corazón desbocado.
—No… —susurró—. No puede ser…
El Diablo dio un paso hacia ella. El aire entre ambos era una cuerda tensa a punto de romperse.
—Te busqué por meses —murmuró él, con voz áspera, quebrada por algo que ni él sabía nombrar—. No dormí. No comí. No respiré sin verte, Lucía.
Ella negó, temblando.
—Por favor… déjeme en paz. Estoy en la casa de Dios.
—Dios puede esperar —respondió él, con una media sonrisa amarga—. Yo no.
Lucía echó a correr hacia la puerta, pero Marco ya estaba allí, bloqueando la salida.
El Diablo la alcanzó antes de que pudiera gritar. Ella forcejeó, desesperada, las lágrimas deslizándose por su rostro.
—No quiero irme contigo. ¡No quiero!
—No me interesa lo que quieras —susurró él contra su oído—. Desde aquella noche, eres mía y ni el mismo Dios podrá impedirlo.
Lucía lo golpeó en el pecho, intentó soltarse, pero sus fuerzas eran débiles.
El Diablo la alzó, con la desesperación de quien teme perder algo irremplazable, y la llevó hasta el coche.
Las monjas gritaban detrás, impotentes. Quisieron intervenir, pero fuernas amenazadas por las armas de aquellos hombres a quienes no parecía que les iba a temblar la mano para obedecer la orden del capo:
—Al que sea tan valiente para intervenir, mátenlo.
El portón del convento se cerró con un golpe seco.
[...]
En la catedral, al mismo tiempo, el sacerdote pronunciaba las últimas palabras del ritual.
—Yo os declaro marido y mujer.
Las campanas repicaron.
Los invitados aplaudieron.
Alessandra sonreía, radiante, con el brillo de una mujer que lo ha conseguido todo.
Eleonora no podía dejar de sonreír y alzar la barbilla con triunfo.
Matteo besó a su nueva esposa convencido de haber sellado el futuro perfecto.
[...]
Y bajo ese mismo cielo, unos kilómetros más lejos, los tres coches en los que viajaban El Diablo y sus hombres se alejaban por la carretera de tierra.
Lucía estaba sentada en el asiento trasero, el rostro vuelto hacia la ventana, las manos atadas tras su espalda, su cuerpo temblando y sus gritos desesperados perdiéndose en el viento.
El hábito blanco contrastaba con el interior del oscuro del vehículo.
El Diablo, al volante, la observaba de reojo. No hablaba, no la silenciaba. Tan solo la miraba, tratando de entender por qué maldita razón estaba haciendo algo que jamás habría hecho por ninguna otra mujer.
Podría tener a cualquiera, a cientos de mujeres hermosas, pero él quería a esa que se resistía a estar cerca de él siquiera. Pero, sin importar lo mucho que se resistiera, él estaba convencido de que tarde o temprano sería suya, a la buena o a la mala.