El reloj marcaba las tres y cuarenta y dos de la madrugada cuando El Diablo se incorporó en la cama con un sobresalto, respirando entrecortadamente, como si acabara de salir de un infierno de fuego y sombras. El sudor le perlaba la frente y el pecho desnudo, resbalando lentamente por los tatuajes que marcaban su piel como cicatrices de guerra.
Durante un momento, no supo si aún soñaba. En su mente seguía viendo aquellos ojos azules, límpidos como el cielo después de la tormenta, mirándolo con terror… y con algo más. Algo que no había podido descifrar.
Lucía.
Su nombre le vino como un golpe en el estómago.
La veía tan claramente que casi podía sentir el roce de su piel contra la suya, oler el perfume tenue que la rodeaba, esa mezcla de lluvia, jabón y algo más puro que no podía nombrar. Se llevó una mano al rostro y la apretó con fuerza, como intentando borrarla de su cabeza, pero fue inútil.
—Maldición… —gruñó entre dientes, bajando las piernas de la cama.
Encendió un cigarrillo, dio una calada profunda y exhaló el humo lentamente. En el silencio del cuarto, el sonido del mechero y el crepitar del tabaco parecían amplificados.
Era la primera vez, en años, que una mujer lo sacaba de su eje. No sabía por qué. Había tenido muchas —demasiadas—, y ninguna le había dejado nada más que el hastío del cuerpo saciado. Pero aquella muchacha, esa a la que ni siquiera había acariciado aún... no. Aquella era distinta.
Recordaba su rostro empapado, la piel temblando, la mirada aterrada. Y, sin embargo, había algo divino en su miedo. Algo que lo había hecho sentir vivo de una forma que ya creía perdida.
Se puso de pie, caminó descalzo hasta la ventana y corrió las cortinas. Afuera, Palermo dormía bajo un cielo oscuro, todavía mojado por la lluvia. En las calles vacías, los charcos reflejaban los faroles como ojos dormidos.
El Diablo apoyó una mano en el cristal frío.
—Lucía… —susurró su nombre, apenas audible, como si al decirlo pudiera invocarla.
Pero solo el silencio le respondió.
Intentó volver a la cama, pero no pudo. Cerraba los ojos y la veía. Despertaba y seguía sintiendo su olor. Era como si se le hubiera metido bajo la piel. Como si una parte de él hubiera quedado atrapada en esa mirada que lo desarmó por completo.
Pasó lo que restaba de la noche despierto, sentado en la penumbra del borde de la cama, con el cigarrillo colgando de los labios, masturbándose una y otra vez, hasta que casi se quedó seco, para poder calmar aquel fuego que el Angelo había encendido en él.
En su cabeza solo había una idea: encontrarla y hacerla suya.
No sabía adónde estaba, ni dónde se había metido después de que se topó con él. Había mandado a sus hombres a buscarla y traerla ante él, incluso fueron hasta su casa, pero no la encontraron y tampoco pudieron obtener información de su paradero, pero estaba seguro de que tard eso temprano la iba a encontrar, porque Palermo era su ciudad. Y en su ciudad, nadie se le escapaba.
[...]
Cuando amaneció, El Diablo ya estaba en pie, más cansado y más furioso que nunca. El sol apenas se filtraba entre las persianas, pero la habitación olía a humo y a desesperación contenida. Se sirvió un café n***o, fuerte, sin azúcar, y lo dejó enfriar sin tocarlo.
Marco, su mano derecha, entró sin tocar la puerta, como solía hacerlo.
—Jefe, tenemos que revisar la entrega del puerto. Hay rumores de...
—No —lo interrumpió él con voz baja, ronca—. Hoy no.
Marco lo observó en silencio. Había visto a su jefe enfadado, furioso, incluso sangriento, pero nunca… así. Parecía inquieto, poseído por algo que no sabía si era rabia o deseo demoniaco.
El Diablo se pasó una mano por el cabello, despeinándolo más.
—Necesito que encuentres a esa chica.
Marco arqueó una ceja.
—¿Otra vez?
El Diablo levantó la mirada. Sus ojos, uno verde y el otro mitad verde mitad castaño, destellaron con algo oscuro.
—No. No otra vez. Esta vez no quiero equivocaciones, Marco. Van a encontrarla aunque tengan que ir al mismísimo infierno.
El tono fue tan seco, tan definitivo, que Marco se enderezó sin preguntar más.
—Entendido, Capo.
El Diablo se acercó lentamente, encendiendo otro cigarro.
—Eres mi mejor hombre, Marco. Nunca me has fallado cuando te he encargado una misión y no quiero que esta sea la primera, porque justamente esta es la más importante que te voy a dar.
Marco asintió, acostumbrado a obedecer sin entender.
—¿Se ha enamorado, Capo?
—No. —El Diablo soltó una risa breve, amarga—. Pero búscala. Búscala en todas partes. Bajo las piedras, entre los mendigos, en los barrios viejos, en los conventos si hace falta. Si hay que revolver el infierno para hallarla, se revuelve.
—¿Y cuando la encontremos?
El Diablo lo miró con frialdad, con ese brillo de poder que solo tenían los hombres acostumbrados a decidir sobre la vida de los demás.
—Tráiganmela. No importa cómo ni dónde. Pero quiero verla. Quiero tenerla frente a mí para saber qué es eso que me hace sentir.
—Entendido, jefe.
Cuando Marco salió, El Diablo volvió a quedarse solo. La habitación estaba en silencio, salvo por el tic tac del reloj y el humo espeso que llenaba el aire.
Se sentó de nuevo, encendió el cigarrillo siguiente y cerró los ojos. La vio otra vez, temblando bajo la lluvia, con los labios entreabiertos, con la inocencia en los ojos y el miedo en la piel.
Y lo supo con certeza.
No iba a descansar hasta verla de nuevo.
No iba a dormir, ni a comer, ni a pensar en otra cosa.
Lucía ya era su obsesión.
Y tarde o temprano, el destino —o el infierno— se la devolvería.
[...]
Durante semanas, Palermo fue rastreada como un campo de caza. Las calles estrechas del centro, los muelles donde el olor a sal se mezclaba con el de la gasolina, los barrios antiguos donde los ecos del pasado aún vibraban entre los muros: los hombres de El Diablo los recorrieron todos.
—Nadie la ha visto, jefe —informó Marco una noche, con voz tensa—. Desde que salió corriendo de la casa de los Mancini, desapareció.
El Diablo no respondió. Estaba de pie junto a la ventana de su despacho, observando la lluvia que caía fina y persistente sobre los tejados. En la penumbra, el brillo de su cigarro encendido era el único punto de luz.
—¿Desapareció? —repitió con calma peligrosa.
Marco tragó saliva.
—Como si la tierra se la hubiera tragado.
El Diablo giró lentamente. Su mirada era una mezcla de cansancio y furia contenida.
Había dormido poco desde aquella noche. Las horas se le hacían todas iguales, y el rostro de Lucía aparecía incluso cuando cerraba los ojos. Su risa inexistente, su voz que apenas recordaba, sus ojos que se le habían clavado en el alma.
—Sigan buscando. —La orden salió ronca, cortante—. Si hay que levantar Palermo piedra por piedra, háganlo.
—Ya revisamos el puerto, los hospitales, las iglesias...
—Entonces busquen en los conventos —dijo, dejando caer el cigarro en el suelo y aplastándolo con el zapato—. Es el tipo de sitio al que correría una chica como ella.
Marco y los otros hombres se miraron entre sí, sabiendo que lo habían hecho. Que habían preguntado en cada monasterio, cada orden, cada refugio. Nadie sabía nada.
El Diablo se pasó una mano por el rostro y soltó un suspiro cargado de rabia. El silencio lo rodeó por un instante, pesado, irrespirable.
—Tráiganme algo —murmuró—. Un nombre, una pista, cualquier cosa. Pero no vuelvan a entrar por esa puerta con las manos vacías o les juro que los voy a degollar uno por uno.
[...]
Los días siguientes fueron idénticos: el humo del cigarro flotando en la oficina, los informes vacíos, la impaciencia latiendo bajo la piel. El Diablo ya no comía y mató a más de uno de sus hombres para sacar su frustración y para dejar claro que no estaba bromeando cuando prometió matarlos si no la encontraban.
Apenas hablaba. Se movía como una fiera enjaulada, acechando una sombra que se le escapaba siempre un paso adelante.
A veces salía él mismo a buscarla, conduciendo su coche n***o por las calles lluviosas, observando desde las sombras a las mujeres que caminaban bajo los paraguas.
Ninguna era ella.
Ninguna tenía ese aire de pureza que le había incendiado el alma.
Cuando pasaba frente a las iglesias, sentía una irritación extraña, una mezcla de respeto y desafío.
—Si te escondes ahí dentro, pequeño Angelo… —murmuraba, con una sonrisa torcida—. Ni Dios podrá retenerte de mí.
Pero ni las plegarias, ni el dinero, ni el miedo habían conseguido que alguien hablara.
Lucía Mancini se había esfumado.
[...]
Mientras tanto, más allá de las calles húmedas y los murmullos del crimen, dentro de los muros grises del convento de Santa María delle Grazie, Lucía encontraba refugio en el silencio.
El amanecer llegaba con el tañido de las campanas, suave, ordenado, casi sagrado.
Lucía se despertaba al primer toque, se cubría el cabello con el velo blanco y se arrodillaba en la capilla.
La primera oración del día era siempre la misma:
«Señor, quítame este dolor. Llévate de mí la ira, la amargura, el deseo de venganza».
Su voz apenas era un susurro, pero dentro de sí, las palabras eran un grito.
La vida en el convento era dura, aunque en su dureza había una paz que ella no recordaba haber conocido jamás. Se levantaba antes del sol, ayudaba en la cocina, limpiaba los pasillos de piedra, atendía a los huérfanos que el monasterio acogía. Cada día, el trabajo la agotaba, y en ese cansancio encontraba alivio.
Pero por las noches, cuando el silencio se hacía tan denso que podía escucharse el corazón, los recuerdos regresaban.
El rostro de Matteo pidiéndole matrimonio a Alessandra.
La risa de su hermana mientras aceptaba.
El vacío. La traición. El miedo.
Y en medio de todo eso, la imagen de aquel hombre de ojos imposibles que la había mirado bajo la lluvia.
A veces soñaba con él. Con esa mirada que la había atravesado, con la voz profunda que apenas había oído. Despertaba sobresaltada, persignándose, pidiendo perdón por dejar que un pensamiento tan profano se colara entre sus plegarias.
—Es solo el miedo —se decía—. Solo el miedo.
Las hermanas del convento la observaban con ternura. Veían en ella un alma rota tratando de recomponerse.
La madre superiora, una mujer de voz dulce y ojos sabios, le repetía que la oración era un bálsamo que todo lo curaba.
Lucía la escuchaba, obedecía, rezaba. Pero, en el fondo, sabía que había heridas que ni el silencio ni la fe podían borrar del todo.
[...]
Una tarde, mientras el cielo se teñía de dorado tras los muros del claustro, Lucía barría el patio interior. El aire olía a lavanda y a tierra húmeda. Por un instante, sintió algo parecido a la paz.
No sabía que, en ese mismo momento, a unos kilómetros de allí, El Diablo recorría las calles de Palermo con el alma ardiendo, convencido de que ella estaba por allí.
Y tenía razón.
El destino, silencioso y cruel, seguía escribiendo los pasos de ambos en caminos paralelos.
Él, cazando una sombra.
Ella, escondida tras la luz de su fe.
Pero las líneas paralelas, tarde o temprano, siempre se encuentran.