Unos meses antes...
El sonido del golpe resonó en el silencio de la casa como un trueno contenido. Lucía apenas se movió. Mantuvo la mirada baja, las manos apretadas contra el delantal, y esperó a que el ardor en su mejilla cediera un poco.
—¡Además de ser una recogida y una inútil, eres un estorbo! —La voz de Eleonora goteaba veneno con cada palabra—. Si no fueras tan estúpida, mis días serían mucho mejores. Maldita sea la hora en que a Luca se le ocurrió traerte aquí.
Lucía no respondió. Nunca lo hacía. Sabía que cualquier palabra suya solo encendería más la furia de su madrastra. A sus pies, los restos del jarrón roto que había intentado limpiar minutos antes se mezclaban con el agua jabonosa y con la ceniza de su humillación.
—Límpialo —ordenó Eleonora, dando media vuelta. Su perfume caro, empalagoso y frío, quedó flotando en el aire—. Y más te vale que el suelo quede reluciente antes de que vuelva.
Lucía esperó a oír sus tacones alejarse antes de respirar. Se arrodilló sobre el mármol, recogiendo los pedazos con cuidado para no cortarse. Las lágrimas caían sin permiso, una tras otra, confundiéndose con el agua.
«Señor, dame paciencia… sólo un poco más», pensó en silencio.
Sabía que debía soportarlo. Solo un par de meses más. Cuando Matteo regresara de Estados Unidos, todo cambiaría. Él le había prometido que vendría a buscarla, que se casaría con ella y la sacaría de esa casa donde nunca había sido bienvenida. Esa promesa era la llama que mantenía encendido su corazón.
Pero, por ahora, su realidad era otra.
Lucía había llegado a esa mansión cuando tenía cinco años. Lo recordaba todo con la claridad triste de quien se aferra a los pocos días felices que tuvo.
Antes de eso, su mundo era pequeño, lleno de pobreza… pero cálido. Vivía con su madre en la azotea de un edificio que estaba cerca del mercado. El olor del pan recién hecho, las risas bajo el sol y las canciones suaves que su madre tarareaba mientras lavaba la ropa llenaban su infancia de una paz que parecía inquebrantable.
Su madre lo era todo: dulce, alegre, devota. Y su padre… su padre había sido un sueño hecho carne. La amaba de verdad, aunque su apellido, Franco, pesara menos que el oro de la familia Mancini.
Los padres de él nunca aceptaron aquel amor. Lo obligaron a casarse con Eleonora Bianchi, una mujer hermosa, pero con el alma afilada como el hielo. El mismo día en que Luca Mancini, el padre de Lucía, se casó con Eleonora Bianchi, Giulia Franco, la madre de Lucía, se enteró que estaba embarazada y tenía más de tres meses de gestación.
Aunque estaba casado con Eleonora, cuando Lucía nació, su padre no pudo apartarse de ellas. Las visitaba en secreto, les llevaba flores, libros y dulces. Hasta que un día, cuando Lucía tenía cinco años, su madre enfermó. En su lecho de muerte, le pidió al hombre que había amado que cuidara de su hija.
Él cumplió su promesa.
Lucía llegó a la mansión Mancini, de paredes altas y frías, con un lazo blanco en el cabello y un vestido que su padre le había comprado. Eleonora la recibió con una sonrisa tan falsa como el oro que adornaba su cuello.
Durante los años en que su padre vivió, seis, las cosas fueron soportables. Eleonora la trataba con desprecio, sí, pero no podía ir más allá. Él siempre la defendía, le compraba vestidos, la llevaba a misa los domingos y le decía, al oído, que su madre estaría orgullosa.
Pero la muerte se lo llevó cuando Lucía tenía once años.
Desde entonces, todo cambió.
La primera vez que Eleonora la golpeó, Lucía no lloró. No porque no doliera, sino porque entendió que si mostraba debilidad, la mujer disfrutaría el espectáculo.
Desde entonces, aprendió a callar, a moverse sin hacer ruido, a desaparecer dentro de su propia casa.
Alessandra, su media hermana, era la única chispa de luz en medio de ese infierno. Le sonreía a escondidas, le compartía trozos de pastel, a veces la defendía de las burlas de su madre… aunque, en otras ocasiones, se unía a ellas para complacerla. Lucía nunca le guardó rencor. Era su hermana. Su familia. Y ella necesitaba creer que aún quedaba algo de bondad bajo ese techo.
—Lucía, ¿sigues llorando por un jarrón? —La voz de Alessandra la sacó de sus pensamientos.
Lucía se limpió el rostro con el dorso de la mano y sonrió débilmente.
—No… no es nada.
Alessandra la miró con cierta lástima, pero luego sonrió como si nada.
—No te olvides de lavar mi ropa —dijo, como una orden.
Lucía asintió y ella dio media vuelta y se fue. Lucía suspiró.
Cuando el silencio volvió, se arrodilló frente al pequeño crucifijo que había escondido tras la cortina. El único rincón donde podía rezar sin ser interrumpida.
Encendió una vela y cerró los ojos.
—Madre Santa, dame fuerza —murmuró, implorándole a Santa Rosalía, la patrona de Palermo—. Prometo no quejarme, no juzgar, no odiar. Solo… solo déjame aguantar un poco más. Matteo volverá. Él prometió que me sacaría de aquí.
La llama titiló, como si respondiera.
Lucía apretó el rosario entre los dedos. No sabía entonces que Dios no siempre respondía con milagros…
A veces, lo hacía enviando tormentas disfrazadas de hombres.
[...]
Un par de días después, el amanecer llegaba a Palermo envuelto en un resplandor dorado que apenas se atrevía a colarse por las cortinas gruesas de la mansión Mancini. En la cocina, Lucía ya estaba de pie desde antes de que sonaran las campanas de la iglesia. Preparaba el desayuno en silencio, con las mangas remangadas y el cabello recogido, dejando que el aroma del pan recién horneado llenara el aire.
Le gustaba ese momento del día, cuando Eleonora aún dormía y el mundo parecía, aunque fuera por unos minutos, un lugar soportable.
Mientras amasaba la harina, su mente se llenaba de pensamientos sobre Matteo. Lo veía en cada destello del amanecer, en el sonido del mar que golpeaba la costa a lo lejos. Recordaba la última carta que le envió, donde le prometía que pronto regresaría, que había terminado la universidad y que solo debía tener fe, porque el próximo verano vendría a buscarla.
«Casarme contigo será lo primero que haga cuando vuelva a Sicilia».
Esa frase era su tesoro más preciado. La había leído tantas veces que el papel comenzaba a desgastarse, pero cada palabra seguía brillando en su memoria como una promesa divina.
Mientras amasaba el pan, sonreía.
«Matteo cumplirá su palabra —pensó—. Y cuando eso suceda, saldré de esta casa. Tendré mi propio hogar, una familia, y nunca más tendré que soportar el desprecio de Eleonora».
En el piso superior, entre perfumes caros y cortinas bordadas, Eleonora Bianchi observaba su reflejo en el espejo mientras se cepillaba el cabello. Su rostro, aún hermoso pese a los años, conservaba la dureza de quien no sabe amar.
—Es inaceptable —dijo, con voz fría—. No puedo permitir que ese muchacho se case con Lucía.
Detrás de ella, Alessandra, sentada junto a la ventana, levantó la vista de su teléfono móvil.
—¿Y por qué no? —preguntó, con aparente inocencia—. Él la ama. Han estado enamorados desde que éramos niños.
Eleonora se giró lentamente, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Porque un hombre como Matteo Di Rinaldi no se casa con una recogida sin nombre. Su familia tiene poder, dinero, un apellido respetado. Casarse con Lucía sería una humillación. —Se detuvo un instante, como midiendo sus palabras—. Pero si tú, mi querida Alessandra, fueras quien lo conquistara… eso sería distinto.
Alessandra frunció el ceño.
—¿Yo?
—Tienes la belleza, la elegancia y el apellido que se necesita. Él no podrá resistirse.
—Madre, él está enamorado de Lucía. —Intentó sonar escéptica, pero el leve temblor en su voz la traicionó.
Eleonora sonrió, satisfecha.
—Los hombres creen estar enamorados hasta que una mujer de verdad aparece frente a ellos. Y tú, hija mía, eres una Mancini por derecho. No dejes que una bastarda te arrebate lo que te corresponde.
La palabra «bastarda» resonó en el aire como un veneno familiar. Alessandra bajó la mirada, y en ese instante, algo oscuro se encendió dentro de ella.
Desde niñas, había sentido esa punzada de celos cuando su padre miraba a Lucía con ternura, cuando la defendía o le sonreía con orgullo. «Mi pequeña Lucía», solía decir él. Nunca «mi pequeña Alessandra».
Eleonora se levantó del tocador y se acercó a su hija.
—Irás a Estados Unidos. Dirás que es por negocios, pero buscarás a Matteo. Acércate a él. Hazle ver que eres la mujer que él necesita, no esa criatura que no tiene nada que ofrecer.
Alessandra alzó el rostro, la sonrisa empezando a curvarle los labios.
—De acuerdo, madre. Iré.
Cuando Lucía supo del viaje, estaba limpiando los ventanales del salón. La noticia la sorprendió tanto que dejó caer el trapo que sostenía.
—¿A Estados Unidos? —repitió, con una mezcla de sorpresa y entusiasmo—. ¡Allí está Matteo!
Alessandra, de pie frente a ella, fingió una sonrisa amable.
—Sí. Iré por algunos asuntos de mi madre. Pero supongo que podría visitar a Matteo mientras esté allá.
Lucía sintió que el corazón se le llenaba de ilusión.
—¿De verdad lo harías?
—Por supuesto. —La sonrisa de Alessandra era dulce, casi fraternal—. Si quieres, puedo llevarle algo de tu parte.
Lucía se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego asintió con energía.
—Sí, claro. Le escribiré una carta… y también le daré una fotografía. Para que no me olvide.
—Perfecto —respondió Alessandra, fingiendo ternura—. Yo se la entregaré personalmente.
[...]
Los días siguientes, Lucía vivió entre suspiros y esperanzas. Escribió la carta con su mejor caligrafía, cuidando cada palabra, y eligió su fotografía favorita: una en la que sonreía tímidamente, con el cabello recogido y un rosario entre los dedos. No tenía un teléfono como Alessandra, pero aunque lo hubiera tenido, prefería las cartas a un mensaje. Le parecía más romántico.
Cuando Alessandra bajó con las maletas, elegante y perfumada, Lucía la esperaba en el vestíbulo.
—Aquí está —dijo, entregándole la foto con las manos temblorosas—. Por favor, dile que lo amo… que rezo por él todas las noches, y que sigo esperando el día en que regrese por mí.
Alessandra tomó la fotografía con una sonrisa encantadora.
—Claro que sí, hermana. No te preocupes, se lo diré.
Lucía la abrazó con afecto sincero.
—Que Santa Rosalía te acompañe en el viaje.
—Y a ti, que te dé paciencia —susurró Alessandra, con un dejo de ironía apenas perceptible.
Cuando salió de la casa y el chofer le abrió la puerta del coche, la sonrisa desapareció de su rostro.
Sacó la fotografía de su bolso, la observó un segundo y su expresión se endureció.
—Pobre ilusa… —murmuró, rompiendo la foto en pedazos que dejó caer al suelo.
Mientras el coche arrancaba hacia el aeropuerto, miró por la ventana con los ojos llenos de una ambición fría y satisfecha.
—Matteo será mío. Y cuando vuelva a Palermo… será para casarse conmigo.