El verano llegó a Palermo con un calor denso que parecía aplastar hasta las oraciones.
Lucía lo soportaba en silencio, igual que soportaba todo lo demás. El peso del calor, el peso del trabajo, el peso de las palabras crueles de Eleonora que la seguían por cada rincón de la casa.
Esa mañana, mientras fregaba el suelo del corredor, escuchó los pasos de su madrastra acercarse. Su perfume, como siempre, la precedía.
—Aún sigues con esa cara de mártir —dijo Eleonora con desdén—. Deberías agradecerme que te deje vivir bajo este techo. Si fuera por mí, te habría echado de patitas a la calle hace tiempo, pero ni siquiera para eso tienes inteligencia, para ver lo bondadosa que soy y agradecerme.
Lucía bajó la cabeza.
—Gracias, señora —murmuró, sin levantar la vista.
—No digas “señora”. Soy tu madre, aunque tu madre de verdad haya sido una cualquiera que se metió donde no debía.
El golpe llegó sin aviso. Una bofetada rápida, certera, que le hizo girar el rostro.
Lucía no lloró. Solo llevó una mano a su mejilla y respiró hondo.
—Perdóneme —susurró.
Eleonora sonrió con crueldad.
—Eso está mejor. Aprende tu lugar, Lucía. Aquí, tú no eres nadie.
Cuando se fue, Lucía se quedó unos segundos de rodillas en el suelo, dejando que las lágrimas cayeran sobre el mármol caliente.
«No llores —se dijo a sí misma—. Solo tienes que esperar. Matteo vendrá. Él te sacará de aquí. Todo esto terminará pronto».
[...]
Cada tarde, al terminar las tareas de la casa, Lucía subía al pequeño desván donde guardaba sus pocas pertenencias. Allí, entre una Biblia gastada y un rosario de madera, conservaba las cartas de Matteo. Las leía en voz baja, una y otra vez, hasta saberse cada palabra de memoria.
«Eres mi razón para seguir. Cuando regrese, te juro que nada podrá separarnos».
Cerraba los ojos y lo imaginaba: alto, con esa sonrisa cálida y los ojos sinceros que la habían enamorado desde que eran niños. Lo veía llegar al puerto, buscándola entre la multitud, tomándola de la mano y prometiéndole una nueva vida.
Y así, noche tras noche, su esperanza se convertía en oración.
—Santa Rosalía, protégelo —susurraba frente a su vela encendida—. Y tráelo pronto a mí.
[...]
Mientras tanto, al otro lado del océano, Alessandra Bianchi descendía del avión con la elegancia de quien sabe exactamente a qué ha venido. Sus gafas oscuras ocultaban una mirada llena de determinación y deseo.
El calor de Nueva York era distinto al de Palermo: sofocante, pero vibrante. Todo se movía con una energía que le resultaba fascinante. Se instaló en un hotel de lujo en Manhattan y, al día siguiente, sin perder tiempo, fue a buscarlo.
Matteo Di Rinaldi vivía en uno de los apartamentos del campus universitario. La recepcionista la miró con admiración apenas entró; era imposible no hacerlo. Su porte, su vestido, su voz… todo en ella hablaba de distinción.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó cuando ella se acercó a su mostrador.
—Sí —respondió Alessandra con una sonrisa impecable—. Busco a Matteo Di Rinaldi. Soy una amiga de la familia.
El destino, como siempre, parecía de su parte. Matteo bajaba por las escaleras en ese momento, con una carpeta bajo el brazo. Al verla, se detuvo, sorprendido.
—¿Alessandra?
Ella sonrió, luminosa.
—Ciao, Matteo… Qué casualidad. Vine por unos asuntos familiares y recordé que vivías aquí.
Él la saludó, todavía confundido pero halagado.
—No esperaba verte. ¿Cómo está… Lucía?
Alessandra fingió un gesto de nostalgia.
—Sigue igual. Te extraña, claro. Todos lo hacemos. —Lo miró con una dulzura estudiada—. Pero el tiempo pasa tan rápido, ¿no?
Matteo asintió, incómodo.
Ella notó la vacilación y supo que había encontrado la grieta por donde entrar.
[...]
Los dos días siguientes, Alessandra lo visitó con frecuencia. Al principio, con una excusa inocente: una cena de agradecimiento, un paseo por la ciudad, una conversación sobre Palermo o sobre Lucía.
Matteo, educado, aceptó sin malicia. Pero ella sabía lo que hacía.
Los días siguientes empezó a aparecer con vestidos que parecían hechos para tentarlo, con sonrisas suaves y palabras precisas. Le hablaba de la vida que podrían tener en Europa, de los viajes, del futuro. Lo hacía reír, lo hacía sentirse importante.
Y poco a poco, Matteo empezó a olvidar las cartas que aún guardaba en su cajón.
[...]
Una tarde, la encontró esperándolo en el jardín del campus, bajo los árboles de arce que ya empezaban a cambiar de color.
—Deberías sonreír más —le dijo ella, sentándose a su lado—. Cuando lo haces, pareces menos… triste.
—No estoy triste. Solo… cansado.
—Extrañas a Lucía, ¿verdad?
Él dudó.
—Sí. Pero a veces me pregunto si hicimos bien en prometer tanto. Era muy joven, y ella también. Quizá todo eso que pensé sentir por ella fue solo una ilusión.
Alessandra lo miró fingiendo ternura.
—El amor no siempre sobrevive a la distancia, Matteo. Y tú mereces algo más que una ilusión. Mereces alguien que esté a tu lado ahora. Una mujer de verdad, que te dé lo que necesitas. No una mojigata que se ponga a rezar cada cinco minutos.
Su mano rozó la de él. Matteo no la apartó.
Fue un gesto breve, casi inocente, pero suficiente para marcar el principio del fin.
[...]
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en una red invisible que Alessandra tejía con paciencia. Lo invitaba a cenas, a paseos o a bailar a los bares de la ciudad, donde aprovechaba los movimientos sensuales de la música para tocarlo deliberadamente, para restregarse contra él, en esas partes en las que la inocente Lucía jamás lo había tocado. Lo hacía sentir un hombre con necesidades que debían ser satisfechas.
Hasta que una noche, en su habitación de hotel, el límite se desvaneció.
Matteo llegó porque ella lo invitó a cenar y a ver películas. Lo recibió con una copa de vino, un vestido muy provocativo que apenas cubría sus partes más nobles, y una mirada que no dejaba espacio para malentendidos.
Se sentaron en el suelo frente al televisor y a los pies de la cama, para comer pizza. Ella aprovechó la cercanía para rozarlo, para embriagar lo el aroma dulzón de su perfume y para mostrarle deliberadamente el pronunciado escote de su vestido, donde sus grandes tetas parecían a punto de desbordarse. Cada vez que él volteaba a verla, le sonreía coquetamente... y él fue débil.
El silencio entre ambos fue más elocuente que cualquier palabra.
Cuando él finalmente cedió, cuando la besó con una mezcla de deseo y culpa, Alessandra sonrió contra sus labios.
No de amor, sino de victoria.
«Te vencí —pensó mientras Matteo le recorría el cuerpo con las manos y la llevaba contra la cama—. Matteo será mío».
Y esa misma noche, mientras Lucía rezaba en su desván, mirando una vela arder en su nombre, el cielo de Palermo parecía llorar por ella sin que lo supiera.
Matteo, el hombre al que tanto amaba y por el cual aguardaba para que cumpliera su promesa, ni siquiera pensaba en ella o en el daño que podría ocasionarle por no ser claro, ajustarse los pantalones como el hombre que alardeaba ser y decirle que la promesa ya no la iba a cumplir, porque estaba demasiado ocupado follando con la mujer que había despertado todas sus pasiones más carnales.
[...]
Varios días después...
El avión aterrizó al amanecer, y Alessandra descendió con la satisfacción de quien regresa de una conquista. Sus labios esbozaban una sonrisa leve, segura, mientras la brisa cálida de Palermo rozaba su rostro. En la puerta del aeropuerto la esperaba Eleonora, vestida con su habitual elegancia sobria, los labios rojos y los ojos llenos de expectativa.
—Cuéntame —dijo apenas se subió al coche—. ¿Qué pasó con Matteo?
Alessandra se recostó en el asiento trasero, cruzando las piernas con gracia.
—No me hizo ninguna promesa —respondió con calma, mirando su reflejo en la ventanilla—. Pero no hace falta. Estoy segura de que va a elegirme.
Eleonora frunció el ceño.
—¿Y por qué tanta seguridad, querida?
Una sonrisa se dibujó en los labios de Alessandra, casi felina.
—Porque le di todo lo que necesitaba. Toda la pasión que un hombre como él busca y no encuentra en una niña ingenua como Lucía. Desde aquella noche, él no volvió a mencionar su nombre. Ni una sola vez. Además, no respondió su carta —agregó con satisfacción—. Estoy segura de que habrá roto la que ella le envió, o quizá la olvidó. Lo único cierto es que, cuando lo vi por última vez, me besó como si solo yo existiera.
Eleonora la observó de reojo, asintiendo lentamente.
—Espero que no te equivoques, Alessandra. No pienso permitir que esa mosquita muerta se case con un Di Rinaldi. Si tus planes fallan, ya sabes lo que está en juego.
Alessandra soltó una risa suave, confiada.
—No fallarán, mamá. Si Matteo no se decide, lo hará cuando le diga que espero un hijo suyo. —Con una sonrisa astuta, se acarició el vientre—. Nunca nos protegimos. Y un hombre honorable como él no dejará a una mujer en desgracia, aunque solo sea una pequeña mentira mía.
El rostro de Eleonora se suavizó con una mezcla de orgullo y alivio.
—Eres una verdadera Bianchi —murmuró, tomando la mano de su hija—. Astuta, como debe ser.
El coche avanzó por la carretera costera, mientras el mar, al fondo, se teñía de oro bajo la luz del amanecer.
[...]
Lucía las esperaba en la entrada de la casa, nerviosa, con el corazón latiendo deprisa. Había pasado toda la noche en vela, rezando por el buen regreso de su hermana, imaginando que traería consigo alguna carta, alguna noticia, una promesa escrita con la letra firme de Matteo.
Cuando vio bajar a Alessandra, corrió hacia ella con los ojos brillantes.
—¡Alessandra! ¡Estás aquí! —exclamó, abrazándola con fuerza.
Alessandra fingió sorpresa y devolvió el abrazo, sonriendo con perfección.
—Lucía… qué gusto verte. Qué bonita estás —dijo con tono dulce, aunque en el fondo la repugnaba su inocencia.
—Cuéntame cómo te fue, ¿lo viste? ¿Viste a Matteo? —preguntó Lucía con ilusión desbordada.
—Claro que sí —respondió Alessandra, dejando caer su bolso con elegancia sobre un sillón del vestíbulo—. Fue muy amable. Me mostró la ciudad, me llevó a cenar y a bailar. Nueva York es una maravilla, deberías verla… Las luces, los edificios, la gente… Todo parece otro mundo.
Lucía la escuchaba embelesada, sonriendo entre emoción y nerviosismo.
—¿Y… te dio algo para mí? ¿Una carta, quizás?
Alessandra fingió pensar unos segundos antes de responder, fingiendo una leve incomodidad.
—No, no me dio nada. Supongo que lo olvidó. Estaba muy ocupado con la universidad, los negocios, los amigos… Ya sabes cómo es él. Ni siquiera me dijo que te mandara saludos.
Lucía se quedó inmóvil unos segundos, con la sonrisa temblando.
—¿No… mandó saludos?
—No, querida. Pero no te aflijas. Los hombres son distraídos —dijo Alessandra con falsa compasión, acariciándole el hombro—. Estoy segura de que te escribirá pronto.
Lucía asintió, forzando una sonrisa.
—Sí… quizá estaba muy ocupado. Matteo siempre fue responsable con sus estudios. Seguramente eso lo absorbió todo este tiempo.
—Exacto —dijo Alessandra, quitándose los guantes y girándose hacia su madre, que observaba la escena con una sonrisa de satisfacción—. Ya verás, Lucía. Pronto tendrás noticias suyas.
Lucía bajó la mirada y asintió otra vez, sin notar la mirada cómplice que Eleonora y Alessandra compartieron antes de subir las escaleras.
Esa noche, mientras la casa dormía, Lucía se arrodilló junto a su cama. Sus manos temblaban al entrelazarse en oración.
—Madre Santa —susurró—, protégelo. Cuídalo. Haz que recuerde sus palabras, sus promesas.
Las lágrimas le corrían por el rostro, pero su voz seguía firme.
Creía en Matteo.
Creía en el amor.
Y sobre todo, creía en que la fe podía resistir cualquier distancia.
En el cuarto contiguo, Alessandra se miraba al espejo, recordando el calor de los labios de Matteo sobre su piel y la manera en que él había dicho su nombre, entre deseo y rendición.
Sonrió.
Lucía rezaba.
Ella, en cambio, planeaba.
Y en esa casa, dividida por la fe y la ambición, el amor puro de una se marchitaba lentamente bajo la sombra del pecado de la otra.