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2135 Words
Las horas parecían no pasar y yo seguía dándole vueltas a lo mismo en mi cabeza. No podía parar, ni quería hacerlo. Ese hombre me intrigaba tanto. Tenía que saber más de él, la curiosidad me carcomía por dentro y era demasiado para digerir. Y ni siquiera sabía aún su nombre. Una sentencia más que injusta, fue lo que dijo. ¿Qué clase de aberración podría hacer que un hombre supuestamente inocente estuviera entre rejas? No tenía ningún sentido. Y tenía que desmantelar esta farsa. Aunque sabía perfectamente que ese no era el objetivo de mis visitas a aquel lugar. Ese lugar que no parecía más que guardar secretos no aptos para mentes inquietas como la mía. Pero si algo tenía por seguro, es que no me podía fiar de toda palabrería que saliera por su preciosa boca. No sabía ni era un mitómano o un sociópata, y tenía que andarme con mucho cuidado. —Scarlet —mi padre me llamó, haciéndome olvidar por un momento lo que estaba pensando—. Nos tenemos que ir o llegaremos tarde. Sin rechistar, cogí mi mochila y me levanté de la silla de mi escritorio, con más ganas y curiosidad que nunca de volver a aquella prisión. Tenía que ponerme manos a la obra lo antes posible y estar atenta. Cualquier pista podría ser clave. Durante el camino agradecí que mi padre no me diera conversación. No podía dejar de pensar ni de inventar escenarios posibles para que aquel hombre fuese condenado injustamente, según él. En esos momentos agradecí todos aquellos episodios de Mentes Criminales y CSI que había visto hasta el momento, puesto que me hacía dudar de todo lo que sabía hasta ahora. Sabía que no debería confiar en ese hombre, pero algo me decía que él era tan inocente como afirmaba. Y esperaba que el instinto no me fallara. Tenía la mirada fija en la ventanilla del coche, dándome cuenta de la diferencia que era ir en autobús con aquella gente tan decaída, y lo fúnebre que parecía todo visto desde ahí dentro; y lo bonito que se veía aquel bosque frondoso desde el coche de mi padre. Lo misterioso y mágico que se veía aquella prisión y no la parte tan oscura y horripilante que parecía tener desde los asientos de un transporte público. Es curioso cómo las diferentes perspectivas, te hacían ver caras más o menos amables de las cosas y las situaciones. Y cómo algo tan simple como un cambio de entorno te ofrecía dos realidades muy distintas. —¿Piensas bajar? —me sobresaltó mi padre cuando se puso a mirarme desde fuera de la ventanilla. Se me había hecho tan corto el viaje, que ni me había dado cuenta de que habíamos llegado. Bajándome rápido, seguí a mi padre hasta la puerta de entrada, donde por suerte no estaba el mismo guardia de esa misma mañana. Aunque no estaba del todo segura, quería creer que también tenían algún protocolo de confidencialidad. Una vez que nos abrieron las grandes puertas, aquella humedad en los muros me caló los huesos, haciéndome parar y darme cuenta de dónde estaba. Toda precaución era poca aquí. No recordaba en qué sitio exacto me encontraba cuando escuché su voz esa mañana, pero tenía la certeza de que le iba a ver —o a oír— pronto. Una vez que el guarda nos hubo guiado a la zona recreativa donde los presos pasaban tiempo libre —o simplemente entreteniéndose para no perder la cordura—, mi padre se despidió brevemente, no sin acabar advirtiéndome de todos los castigos que tendría preparados en caso de que hiciera alguna estupidez. Pero yo no era tonta y sabía qué era lo que hacía las pocas veces que venía aquí: acompañar al cura que viniese para dar la extremaunción a los que cargaban con la pena de muerte en sus hombros. Sólo de pensarlo me daban escalofríos. Me di cuenta después de mirar un rato por toda la estancia, que había una puerta que daba a lo que parecía una pequeña biblioteca, aunque sólo alcanzaba a ver un par de estanterías. Entrando en la sala, no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que aquí no había nadie. Y sólo había una mujer de edad avanzada tras una gran mesa rodeada con cristales, por prevención supuse. Pareció darse cuenta de mi presencia y cuando ya me había dado un repaso de arriba a abajo para nada disimulado, negó con la cabeza un par de veces con disgusto y volvió a fijar la mirada en lo que sea que estuviera haciendo. Puta amargada. No olvidando mi curiosidad por investigar, seguí adentrándome entre las profundidades de las estanterías, que estaban separadas por categorías con una etiqueta que las distinguía. —No esperaba que volvieras tan temprano, rubita —instantáneamente tomé aire profundamente y ya tenía el vello de punta por todo el cuerpo. La reacción por parte de mi cuerpo hacia él era automática. Y no podía hacer nada para evitarla. Había sido así desde el primer día. Y eso era lo que menos me gustaba, que no podía controlarlo ni saber de dónde provenía. La sala y la distancia entre estanterías parecía disminuir cada vez más, hasta que sólo podía sentirlo a él y sentirme envuelta por su esencia y presencia. El tiempo no avanzaba y yo seguía sin decir nada. Sus labios seguían presionados contra mi oreja y sus manos escurridizas ya tenían sujeción en mis caderas. —Eres mala, rubita —siguió murmurándome tan bajito que pensaba que me lo había imaginado—. Eres mala por venir aquí todos los días y tentarme. No tienes ni idea de lo loco que me tienes. No puedo dejar de pensar en ti. Esa confesión era algo que no me esperaba. Lo sentía cada vez más pegado a mí, pero no lo sentía moverse. Estaba entumecida. Los nervios a flor de piel me tenían casi jadeando, y tenía la frente dejada de caer en uno de los filos de los estantes, pero no me hacía falta verle. Los nudillos de mis manos estaban blancos por el agarre tan intenso en la estantería, y yo me moría por sentir más. Me estaba poniendo cachonda y no sabía cómo había llegado a este punto. Pero lo que sí tenía claro es que no le iba a hacer parar. No ahora. Intentando pegarme más a él, el agarre firme de sus manos sobre mis caderas me lo impidió. Y gruñí frustrada. A lo que él se rio mientras presionaba sus labios en mi cuello. —Todavía no, preciosa —respondió—. Cuando te lo dé, quiero que estés tan desesperada por mí que no... —No, no —le interrumpí antes de que dijera más—. Lo quiero ahora. Por favor. —Jesse. —¿Qué? —le respondí confusa y cegada por la lujuria. —Jesse. Mi nombre es Jesse. Y supe qué era lo que quería escuchar. —Por favor, Jesse. Por favor, por favor. Sonreí satisfecha cuando sentí cómo se frotaba lentamente en mi trasero. Lenta pero fuertemente. Con la presión y velocidad precisas para empujarme un poco más al límite. Pero seguía sin ser suficiente. Quería más, necesitaba mucho más. Sintiéndome segura por la confianza que la experiencia me daba, me giré entre sus brazos aprovechando la debilidad que parecía recaer sobre él en momentos así. Cuando le pude ver el rostro más de cerca, vi un brillo travieso en sus ojos junto con una neblina de algo más oscuro que no alcanzaba a entender. —Jesse —dije con una firmeza y confianza dignas de admiración, lo que pareció llamar su atención—. Déjame mandar a mí. No te arrepentirás. Su sonrisa fue toda respuesta que necesité.  Lo que no esperaba en absoluto era que tuviésemos espectadores. En cuanto me di cuenta me tensé, queriéndome separar de Jesse, que parecía absorto en una burbuja. Gruñía en cuanto se daba cuenta de que me quería alejar de él y tiraba aún más de mí. Pareció reaccionar en cuanto levantó la cabeza y vio al hombre que teníamos al otro lado de la estantería, observándonos como si fuésemos el mejor espectáculo que había visto nunca. No apartaba la mirada de la mía, y me entró miedo. No sabía qué esperar. —Lárgate, yo la he visto antes —dijo Jesse lo suficientemente alto para que solo yo y el hombre que nos miraba lo escuchásemos. El otro en cambio, negó con la cabeza repetidas veces, junto con una sonrisita de superioridad. —Te estás metiendo en camisa de once varas, Stevenson. Esta perra te traerá problemas —le replicó. ¿Pero qué decía? No tenía ni puta idea—. Es la hija del guarda, creo que eso te lo puede decir todo. Así que era eso, pensé. Este cabrón se creía que yo era como mi padre. Y una mierda. Alejándome de Jesse y su firme agarre, decidí que lo mejor era salir de aquí. Antes de que mi padre decidiera averiguar dónde estaba y encontrarme aquí con, nada más y nada menos que, dos presos. No quería levantar sospechas. —¿Te vas? —preguntó Jesse. Y cuando me giré para mirarle a la cara y responderle, vi una faceta suya que no habría imaginado. Tenía el rostro serio y sombrío, la mandíbula tan apretada que casi la oía rechinar y su lado juguetón había desaparecido. Estaba... como enfadado. Y no sabía si era hacia mí. Le di una sonrisa ladeada, juguetona. —Lo siento, cielo —eso pareció gustarle y aproveché que el otro ya se había ido para acercarme a él lenta y sutilmente para hablarle aún más bajo—, pero te lo compensaré. Nos lo compensaré. Di un paso hacia atrás para irme, y sin esperarlo, agarró mi mano y dio un tirón de mí, envolviendo mi pelo en su mano y tirando de mi cabeza hacia atrás, para, segundos después, darme cuenta de que me estaban dando el beso más profundo y caliente de toda mi vida y encontrarme ahogando mis gemidos en sus labios. —Ya tengo ganas de volverte a ver, preciosa —dijo a escasos milímetros de mis labios cuando se separó. Me sentía mareada, todo me daba vueltas y tenía la respiración agitada como si hubiese corrido una maratón. Sólo con un beso y me había dejado sin palabras. Me soltó lentamente, dejando mi pelo para lo último, y me sonrió de lado, segundos previos a salir por aquella puerta. Me sacó de la burbuja una sirena que empezó a sonar. • ────── ✾ ────── • Noche del jueves y mis padres pensaban que estaba estudiando con Marc, cuando en realidad estábamos haciendo unos porros dignos de admirar. Estábamos hablando de meras tonterías cuando, sin querer, saqué el tema. —Tío, ¿alguna vez has tenido ganas de tirarte a alguna chica que apenas podías controlarte? —le pregunté medio riéndome. —Um, pues así de primeras.... Hostia, ya. ¿Recuerdas a la pelirroja del intercambio de estudiantes? Madre mía, era increíble —sonrió de repente, como si recordara algo—. ¿Y tú? —Pues yo he conocido a alguien, y el hecho de que no puedo, teóricamente, tocarlo, hace que me guste aún más —dije encogiéndome de hombros, restándole importancia al asunto. Marc me sonreía. Sabía que estaba intentando adivinar quién era. —A ver... ¿es Julio? ¿El nuevo capitán del equipo de rugby? No tenía ni puta idea de quién era ese muchacho. —Nope, vuelve a intentar —le dije mientras enrollaba otro porro. —¿En serio que no es él? Hasta mi novia babea por él —dijo medio celoso. No pude evitar reírme. —No, no es él. Venga —le animé. —¿Henrik? —siguió. Sabía que él era el batería del grupo de clase, pero no era mi tipo. —Ni de coña, Marc —le dije entre carcajadas—. Eres mi mejor amigo y ni siquiera conoces mis gustos. —Entonces... Espera —parecía cauteloso y me miraba con ojos entrecerrados esta vez, como si sospechase algo, o supiera algo—, ¿no será alguno de esos de la prisión? Una sonrisa lenta se esparció por mi cara. Culpable. Marc abrió los ojos como platos y empezó a agitar las manos. —¡Eres una zorra! ¿Y no me lo habías dicho? Espera, ¿es por eso por lo que te saltaste las clases? ¿Ese es el preso? Ay Dios mío, Scarlet Faye. Empieza a contármelo todo. Ya. No me dejaba ni hablar, y yo no podía parar de reírme. A veces parecía tan... gay. Y me encantaba. Aunque también tenía sus momentos de macho alfa. —No te lo voy a contar todo, tío. Pero sé que hay algo que te va a gustar escuchar —le dije haciéndome la interesante. Sabía que no había nada que le molestara más a Marc que el hecho de que me hiciera la misteriosa con él. Parecía desesperado. —Venga, Scar, porfa —rogaba. Rodando los ojos sin dejar de sonreír, le di lo que pedía. La información que sabía que le encantaría. —Hoy casi me lo follo. Eso le dejó con la boca abierta y empezó a reírse a carcajadas. Y justo cuando le iba a seguir contando, sonó mi móvil. Y era un número que no conocía de nada. Un número demasiado largo. —¿Quién es? —me preguntó Marc, que también estaba viendo la pantalla de mi móvil brillar, y lo único que escuchábamos en la habitación era el tono de llamada y la vibración en la mesa. Le miré y me encogí de hombros. Suponía que tendría que averiguarlo. Y respondí al teléfono. —¿Hola?
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