Bianca me miró como si quisiera abrazarme, pero sabía que yo era de las que prefería los silencios compartidos.
—No estás sola, perra. Yo estoy aquí. Siempre. Y no te voy a dejar caer. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque si tú caes, ¿quién me va a contar todos estos chismes tóxicos que son mejores que cualquier novela turca?
—Eres una estúpida —me reí, empujándola, pero con los ojos húmedos—. Te amo.
—Lo sé, no tienes otra opción.
Se hizo un silencio cómodo entre nosotras. El viento soplaba suave, moviendo algunas hojas secas. La noche estaba en calma, pero mi pecho aún latía rápido.
—¿Y Uriel? —preguntó Bianca al cabo de un rato, con voz baja—. ¿Te importa?
—Sí. Pero ya no sé si es porque me importa él… o porque me importa la imagen que yo me hice de él. No sé quién es realmente. Y
