La miré en silencio un segundo. Solo un segundo. Era suficiente para admirarla ahí, sentada, con ese ceño fruncido que la hacía ver más decidida, más viva. Tenía las mejillas un poco sonrojadas —por la molestia, por la caminata rápida, o por mí—, pero esa mezcla de furia y dignidad la hacían ver jodidamente hermosa. —¿Tienes hambre? —le pregunté de pronto, sin venir a cuento. Ella parpadeó. —¿Qué? —Que si tienes hambre. ¿Desayunaste? Me miró con incredulidad, como si no entendiera qué estaba haciendo. —¿Me subes a tu oficina para preguntarme si desayuné? —Bueno, sí —me encogí de hombros, apoyándome en el escritorio—. Quiero saber si comiste algo. Puedes decir que no y pedirlo. No te voy a cobrar. —Aaah, ya entiendo —dijo con una sonrisa cínica, de esas que cortan más que un cuchill

