—Deberíamos vernos más de una vez a la semana, su alteza —propone la princesa y me resulta imposible no escucharla pese a que estemos a unos pasos de distancia.
Mi vista está fijada en los jardines, en el cielo despejado, el sol destellante, los pájaros que pasan y en todo lo que me permita mirar para tratar de alejar sus voces. No quiero ser consciente de sus presencias, de lo que implica que estén juntos.
No supe la dirección de sus gestos; Izaro se tomó bastante tiempo para responder y, cuando lo hizo, pude ver el hilo de incomodidad en su tono.
—Haré todo lo que esté a mi alcance para que así sea, princesa Seraphine.
—Le agradezco, su alteza.
—Se ven bien juntos, ¿no?
Una doncella que me ayuda con la princesa se situó a mi lado y, mirándolos con anhelo, me preguntó. Yo guié mis ojos en su dirección y efectivamente, eran adecuados el uno para el otro.
No respondí; me quedé perdida en ellos. En cómo hablaban, reían y hacían gestos sutiles con las manos. Cómo se miraban fijamente y cómo la conversación fluía sin silencios incómodos. Mi pecho dolió.
Tensé mi mandíbula cuando Izaro giró en mi dirección como si hubiera sentido mi mirada. Los ojos inmediatamente me ardieron y bajé mi mirada antes de que la lágrima que salió, una después de otra, fuera visible.
—Necesito retirarme por un momento —enuncié cabizbaja.
Me propuse rápidamente a salir sin llamar demasiado la atención.
Caminé con prisa por los pasillos, intentando mantener la calma, pero cada paso que daba sentía como si mi corazón fuera a estallar en cualquier momento. El peso en mi pecho era sofocante, y lo único que quería era encontrar un lugar donde pudiera estar sola, donde no tuviera que fingir que todo estaba bien.
Me escabullí en los baños y, cerrando la puerta detrás de mí, dejé escapar el aire que había contenido durante lo que pareció una eternidad. Me apoyé contra el lavabo, mirando mi reflejo en el espejo. Mis ojos estaban rojos y mis mejillas húmedas por las lágrimas que ya no podía contener.
¿Qué esperaba? Sabía que este momento llegaría. Sabía que él estaría con ella. Y, sin embargo, duele. Duele más de lo que jamás podría haber imaginado.
Me lavé el rostro rápidamente, intentando borrar cualquier rastro de mi debilidad, cuando escuché la puerta abrirse. El sonido de las botas resonando en el mármol me hizo congelarme.
No podía ser…
—Olivia.
Mi nombre, pronunciado en ese tono bajo y grave, me sacudió hasta los huesos. Levanté la cabeza con rapidez y lo vi allí, parado frente a la puerta. Izaro. No lo había visto tan cerca en semanas, y ahora, de repente, estaba aquí, buscándome, justo después de haber estado con la princesa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —logré decir, pero mi voz sonó más frágil de lo que esperaba.
Él cerró la puerta detrás de sí, sin apartar la mirada de mí. Había algo en su expresión que no lograba descifrar, una mezcla de culpa y determinación que no me dejaba respirar con facilidad.
—No podía dejarte ir así —respondió con firmeza, dando un paso hacia mí.
Mi cuerpo reaccionó instintivamente, retrocediendo. No podía soportarlo. No después de lo que acababa de presenciar. Y, sin embargo, mi corazón latía desbocado al verlo allí, tan cerca, como si no hubiera pasado el tiempo, como si esas semanas sin contacto no significaran nada.
—¿Por qué ahora? —pregunté, la ira y el dolor mezclándose en mi voz—. Estabas con ella… con la princesa. No tienes que venir a buscarme, no más.
Su mirada se oscureció por un breve segundo, y en ese instante, algo en mí se rompió aún más.
—Porque no podía dejar que pensaras que todo ha cambiado —dijo suavemente, su voz ahora más cercana—. Porque, aunque te alejes, no puedo fingir que no te veo, que no te siento.
—Acordamos que todo había terminado entre nosotros, por favor, retírese, su alteza.
Él se quedó estático, indicándome que no se iría.
—Yo me retiraré primero, con su permiso —me incliné y me hice paso fuera; sin embargo, su cuerpo se interpuso en el camino.
Sus manos me atraparon, mi espalda chocó con el frío de la puerta y me encontraba corralada por sus manos que estaban posadas en la misma, su rostro, por esta posición, estuvo demasiado cerca; aguanté la respiración de forma inconsciente.
—Tú acordaste, tú pensaste que todo había terminado —señaló en respuesta a mis palabras anteriores. Apreté los puños en mis costados.
—Usted se alejó —pronuncié entre dientes, como un reclamo, con dolor.
Volteé mi rostro hacia un lado, incapaz de verlo. Sentía vergüenza de mí misma por mi situación actual. ¿Con qué derecho hago esto? Ni siquiera sé lo que quiero para mí; cuando estoy cerca de él no puedo pensar en otra cosa y lo quiero, pero después lo quiero alejar y olvidar todo, como si fuera fácil.
—Te estaba dando tiempo, me pediste tiempo, Olivia.
Asentí, lágrimas rodaron agrias por mis mejillas.
—Sí, pero aún así…
—Perdóname, lo siento.
Se acercó tanto a mí que pude sentir la calidez de su aliento. No pude pronunciar palabras; estaban ahogadas en mi llanto silencioso, en mis penas, en mi querer insaciable.
—Te quiero, Izaro, pero te quiero únicamente para mí, no quiero compartirte con ella. No quiero compartirte con nadie. ¿Eso me hace egoísta?
Sus manos se dejaron caer en mis hombros y su rostro se acercó al mío, su nariz rozando mi oído, su suspiro calentándome la piel y su olor impregnándose en mis sentidos.
Quiero a este hombre, lo ahnelo, grandemente.
—Quieres ser reina… —susurró, me estremecí ante la oración, me atreví a mirarlo.
Su mirada era profunda.
—Te haré mi reina, te haré dueña y señora de todo.