PRIMERA PARTE
RAÚLAquella fiesta estaba resultando una mierda hasta que apareció el c*****r de aquella chica. Estaba en el cuarto de aseo del primer piso y alguien la había degollado. Nos anunció su presencia un chillido agudo y prolongado que bajó rebotando por la escalera, luego subió y quedó prendido del techo del salón como una nube ominosa. Al menos esa era la impresión que daba vernos a todos mirando hacia arriba, buscando al autor del alboroto.
En algún momento de la noche ya se había escuchado algún que otro alboroto, pero eran provocados por una demostración de alegría histérica o por el exceso de alcohol. Nada que ver con lo que escuchamos entonces, por eso todo el mundo calló y miramos en dirección al primer piso. Todo cambió a partir de aquel grito, incluyendo una parte de mi vida.
No puedes decir que una fiesta es una mierda si tienes un muerto en el cuarto de aseo, no es justo banalizar a alguien a quien acaban de asesinar. Por insignificante que seas, si te degüellan tienes tu momento de gloria, la gente te presta atención, hablan de ti, al principio bien, conforme van pasando los minutos, las horas y los días, depende. Pero el momento de gloria no te lo quita nadie.
Además, quien lo había hecho estaba allí, entre nosotros. Seamos sinceros, eso acojona, ¿no? Todos nos mirábamos disimuladamente, tratábamos de ver un cuchillo ensangrentado asomando por algún bolsillo.
Yo, aquella noche, no quería ir a aquella fiesta, pero Marta se empeñó, dijo que habría gente interesante.
Marta es mi esposa. Bueno, en realidad, por aquellas fechas estábamos en trámites de divorcio, separación temporal o ya veríamos qué, lo estábamos planificando como gente civilizada. O sea, más o menos a hostias, como hace todo el mundo por civilizado que sea.
A la fiesta también había acudido Salvio, el amante de mi mujer, aunque de su presencia me enteré cuando Marta hizo que nos saludáramos. Un ejemplo fantástico de la gente interesante que ella dijo que acudiría. Yo estaba encantado en aquella fiesta. Cuando Marta dijo: «Mira, Salvio, este es Raúl, ya os conocíais, ¿verdad?», al pobre tipo casi se le cae de las manos el canapé de anchoa. Yo solo me atraganté con el whisky.
Y para acabarlo de arreglar, un muerto en el cuarto de aseo del primer piso. O sea que ya me contarán.
En el momento en que sonó aquel grito ya me había bebido tres whiskies de malta del arsenal de Pablo, el tipo que daba la fiesta, un c*****o con montones de pasta, aunque gasta un whisky de malta excelente y no le importa compartirlo. A Pablo, aunque solo sea por su excelente disposición a compartir su whisky de malta, no lo definiría exactamente como escoria, pero sí como uno de esos elementos a los que no es aconsejable dejar en prenda a tu hija menor. Yo al menos no lo haría, desconfío de las personas que te miran francamente cuando están frente a ti, pero no dejan de observarte mirando hacia otro lugar o persona cuando simplemente ocupas espacio cerca de su radio de acción. Digamos que no me gusta la forma de no mirar que tiene Pablo.
El whisky de malta y yo hacemos buenas migas, aunque me marea un poco cuando es gratis y lo trajino en cantidades inapropiadas. Aquella noche me mareó lo justo para soportar a Marta y al hijo de puta que se la estaba tirando, aunque reconozco que no me hubiese gustado estar en su lugar. Así que hasta le sonreí en un par de ocasiones, no mucho, pero le sonreí.
¿Por qué no iba a sonreírle? A mí, quien se trajine a Marta me la suda. Uno no puede ir por el mundo sufriendo por lo que haga su exesposa, o casi exesposa. No es bueno, acabas recurriendo a los tranquilizantes. O peor todavía, te tienta una reconciliación. Pero prefiero que no me lo refrieguen por las narices, al tipo que se la trajina me refiero.
Cuando sonó el alarido que anunciaba la presencia del c*****r en nuestras vidas, yo estaba echando un vistazo al material femenino que corría por allí. Alguien a quien pudiese refregar en las narices de Marta. Le había echado el ojo a un par de sirenas que conversaban animadamente al lado de la bandeja de canapés. Una de ellas, alta y fornida como un quarterback, lucía, lo que imaginé, lo más resplandeciente y extravagante de su vestuario. A pesar de sus esfuerzos, mostraba el deslumbrante encanto de un viejo maniquí vestido únicamente con un braguero ortopédico. La otra tenía encanto suficiente para restregárselo en las narices a mi casi ex. Me acerqué a ellas con la intención de averiguar hasta qué punto se mostraría dispuesta a dejarse restregar. Remoloneé alrededor de la bandeja de los canapés mientras las escuchaba. Su conversación giraba en torno a la manera en que se podría convencer a los hombres de que eran la parte prescindible del género humano.
—Como animalillos curiosos tienen su gracia, pero no los puedes tomar en serio, ni siquiera en la cama. —El quarterback sostenía con delicadeza un canapé de picadillo de cangrejo y movía la cabeza con desencanto.
—En la cama menos que en ningún sitio —le respondió la bella, echando una mirada de reojo en mi dirección. Mientras lo decía me lanzó una mirada que decía que si me portaba correctamente y no estropeaba el mobiliario de aquella casa tan bonita me regalaría un libro de autoayuda. El quarterback siguió la mirada de su amiga y me envolvió con el mismo desprecio que reservaba a cualquier hombre que se acercase lo suficiente a la bandeja de canapés.
Animalillos curiosos, ya se sabe.
Opté por una retirada estratégica y di un vistazo por el salón sin ver nada que me interesara a corto plazo. Lo más llamativo era el culo de una mujer que estaba subiendo la escalera en dirección al piso de arriba; pensé que sería la pareja de Pablo o una empleada, ya que el espacio reservado a las fiestas se circunscribía a la amplia planta baja y a unos jardines por los que se podría organizar un desfile de las fuerzas armadas del ejército norcoreano. Me largué al jardín. En el cielo, iluminado por el nacimiento de una luna llena en su máximo esplendor, las nubes componían un bosque de extraños árboles que cambiaban de forma a impulsos del viento. Cerca de mí, una pelirroja con expresión de acabar de perder a su pareja y no sentir el menor deseo de recuperarla balanceaba sus caderas al ritmo de una música que solo ella era capaz de escuchar.
—¿Quién canta? —le pregunté.
—Lárgate —respondió sin mirarme.
Cerca de la pelirroja que bailaba con sus fantasmas, un tipo con más sentido de la realidad que el que yo mostraba acababa de coger el último canapé de jamón ibérico de la bandeja e iniciaba con él una historia de amor.
Regresé al salón, al menos allí aún no habían acabado con el contenido de las bandejas. Justo en ese momento sonó el alarido.
A uno de los camareros que paseaba entre los invitados con una bandeja llena de copas vacías, el sobresalto le hizo dar un ligero traspié y el tintineo de cristal roto contribuyó a acrecentar la sensación de desastre inminente. Nos miramos unos a otros desconcertados, buscando en nuestras miradas una explicación que nadie parecía tener.
SUSANAHabía bebido demasiado cava y tenía la apremiante necesidad de encontrar un aseo. Le pregunté a uno de los camareros que paseaban entre los invitados portando bandejas de canapés y bebidas que se vaciaban con la celeridad de una merienda campestre en Sudán, quien me señaló un pequeño pasillo cerca de la salida al jardín. Me abrí paso entre los grupos de invitados con la mayor celeridad posible y sin perder la compostura y traté de abrir la puerta, que estaba cerrada. Una voz de mujer, desde el interior, me informó:
—Cariño, si tienes prisa es mejor que busques otro, yo tengo para rato y no pienso estropear lo que estoy haciendo, prueba en el del jardín. —La imaginé con un canuto pegado a la nariz y decidí seguir su consejo.
En el jardín, el rumor del agua de la piscina renovándose no contribuyó a tranquilizarme. No sabía dónde estaba el aseo, y las parejas o pequeños grupos de gente charlando animadamente no me parecían la mejor fuente de información. Divisé a una camarera con una bandeja de copas en la mano y me dirigí hacia ella. Uno de los invitados mosconeaba a su alrededor tratando de ligar, ella lo desanimaba con elegancia y con la pericia que da la práctica. Me acerqué, tomé una copa y la puse en la mano del tipo que pretendía ligar con ella, luego la tomé del brazo y la aparté para preguntarle dónde estaba el aseo del jardín. Me dijo que al lado de la piscina. No se podía negar que aquella era una fiesta bien organizada, los camareros se habían aprendido la ubicación de todos los aseos y se mostraban dispuestos a compartir la información con quien se lo preguntara.
De camino hacia la piscina me cerró el paso el tipo que trataba de ligar con la camarera, mantenía la copa que yo le había pasado intacta en la mano y sonreía con petulancia. Le devolví la sonrisa, le tome con suavidad la copa de la mano, mirándolo a los ojos, y se la derramé sobre los zapatos. El tipo se quedó contemplando sus zapatos con asombro, trataba de entender la razón por la cual una mujer como yo no había sido capaz de apreciar sus asombrosamente sugestivos intentos de ligar conmigo. Seguí mi camino, pasé al lado de una mujer pelirroja que mantenía una amarga discusión con un hombre de pelo entrecano. El hombre parecía prestar más atención a su vaso de whisky que a las palabras de la pelirroja.
—Alguien debería romperte el corazón de un disparo, eres un ser despreciable —le decía ella.
—Supongo que es genético, mi amor —le respondió el tipo canoso.
—De acuerdo, también habría que matar a tus padres.
El tipo cabeceó asintiendo y miró con tristeza su vaso vacío, luego se largó en dirección a una de las mesas de bebidas. Ella miró un momento cómo se alejaba, luego se puso a bailar.
El cuarto de aseo de la piscina estaba ocupado por una pareja que estaba follando. Ella apoyaba la espalda en la repisa del lavamanos y rodeaba con sus piernas la cintura de su pareja, él se las apañaba como podía para no perder el equilibrio y alcanzar con su boca uno de los pezones de la chica. La cuestión del equilibrio debía de ser un problema para el pobre hombre, ya que tenía los pantalones de un chillón color rojo ciñéndole los tobillos y dificultando sus movimientos. Desde la puerta, tenía una vista magnífica del culo peludo del hombre. La chica enterraba la cara en los hombros del tipo, parecía joven y tenía un curioso peinado en forma de cresta y una mecha de color calabaza poco elegante, al menos para aquella fiesta. Jadeaban como si el mundo estuviese a punto de acabar.
Por lo que a mi respectaba, sería cierto si no encontraba pronto un cuarto de aseo libre.
Fui de nuevo al salón dispuesta a salir a la calle si era necesario. Desde un ángulo del salón, una prometedora escalera se empinaba hacia el piso superior. La subí tratando de mantener un paso digno. Normalmente, en estas circunstancias procuro que mi paso sea algo menos digno, tengo un culo precioso y no me importa lucirlo si hay hombres mirando. Y en aquella fiesta, hombres mirando había muchos.
Al final de las escaleras encontré un pasillo semicircular con tres puertas y recé para que una de ellas fuese un aseo. Me fijé que las tres tenían cerradura exterior y casi me puse a llorar. De cualquier forma, probé; si el dueño de la casa sabía el uso que daban sus invitados a los cuartos de aseo en sus fiestas, no sería extraño que hubiese puesto cerradura exterior en los aseos de la zona más privada de la casa.
La primera puerta estaba cerrada con llave, la segunda estaba abierta, pero era un dormitorio pequeño con un balcón que daba al exterior, y decidí que si la tercera puerta no cumplía con mis deseos regresaría al balcón y rezaría para que nadie estuviese debajo. La tercera puerta estaba cerrada, pero cedió cuando empujé la manezuela. Era un cuarto de aseo enorme, limpio y lujoso. Entré, cerré, apoyé mi espalda en la puerta y solté un suspiro de alivio, luego me senté en la taza de un elegante color violeta pálido y, con los ojos cerrados, dejé que mi cuerpo hablase por mí. Tal vez, de lo que estoy hablando, no sea un placer excesivamente intelectual, pero en aquel momento me pareció la obra cumbre del ingenio humano.