CAPITULO 10 1/2

2583 Words
Me instalé en el salón a pesar de que Lena me dijera que me moviera con libertad, que podía utilizar cualquiera de las habitaciones, incluida la suya. No quise hacerlo. No quería abusar de su hospitalidad ni que tuviera que preocuparse por alguien merodeando por la casa y sus cosas mientras ella trabajaba. El salón me parecía el territorio más impersonal, al fin y al cabo en esa estancia se recibía a las visitas. Algo parecido a eso era yo. Una visita dispuesta a quedarse el resto de mi vida si ella me lo pedía, pero una visita a fin de cuentas. Me dispuso un almohadón y una manta, dejando también el teléfono inalámbrico en la mesa, frente al sofá, junto a un juego de llaves de la casa. — Supongo que no hace falta que te diga que no abras la puerta a nadie. Sea quien sea, te cuenten lo que te cuenten. — Tranquila, no lo haré — contesté sonriente. — Bien —dijo pensativa—. Al cartero tampoco, no espero nada, así que tampoco le abras. Si viniera con algo no importa, siempre se puede ir luego a recogerlo a la oficina de correos. Me recordó a mi madre, solo que con ella ya tenía superada esa fase de advertencias cuando me quedaba sola en casa. — No te preocupes, no le abriré la puerta a nadie, ni a la ancianita más desvalida ni a una mujer dando a luz en la mismísima puerta de tu casa. De ser así llamo a la policía, a la ambulancia en este último caso y luego a ti — bromeé. Se echó a reír y me agarró del moflete. — Efectivamente, pero llámame también si simplemente necesitas algo. Tienes mi móvil apuntado en una libreta en la mesa del salón. — Lo sé — ya me lo había aprendido de memoria—. Vas a llegar tarde a trabajar. Salió corriendo cuando supo que tenía poco más de diez minutos para llegar a la clínica. La observé mientras se montaba en el coche y abría la puerta automática. Cuando su coche giró a la derecha esperé a que la puerta volviera a cerrarse antes de que yo cerrara la de casa. Cuando lo hice, sentí de golpe el vacío que dejaba con su marcha. Volví al salón y me senté en el sofá donde Lena había estado tumbada la tarde anterior. Acaricié la tela suavemente, como si fuera su piel la que estuviera bajo mis dedos. Cogí mi móvil y la llamé, necesitaba oír su voz, acababa de irse y ya la echaba de menos. — Hola, soy yo — dije cuando descolgó el teléfono, nada más sonar la primera señal. — Hola, ¿estás bien? — se oyó el habitual eco del manos libres. — Sí, solo quería darte las gracias otra vez por dejar que me quede aquí. — No hay por qué darlas. Me quedé callada un instante. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono y el mero hecho de escuchar su voz me había vuelto a desbocar el corazón. — ¿Hay mucho tráfico? — No, estoy a mitad de camino. Si no se me cierra ningún semáforo lo consigo. — Entonces te dejo para no distraerte. Que tengas un buen día. — Kara. — Dime. — Gracias por llamarme. — De nada — sonreí. No eran ni las ocho de la mañana y ya me moría de ganas por que dieran las cuatro en el reloj, para que pudiera regresar de donde aún no había llegado. Me sentí celosa de los pacientes que tendrían la oportunidad de verla en pocos minutos. No le volví a preguntar si seguía destinada en la UCI. No es que no me interesara, sino que trataba de hacer las menos preguntas posibles sobre su vida cotidiana. Ya le había frito a preguntas personales el primer día y ahora trataba de compensar aquella acosadora actitud. Ni siquiera me atreví a preguntar qué le ocurrió a su madre, si era muy mayor, si tuvo un accidente o contrajo alguna enfermedad. Busqué en Internet la noche anterior, después que Lena me dejara en casa, pero por el apellido Luthor no figuraba nadie. Seguramente usara un pseudónimo. Tampoco conocía su nombre de pila, lo que dificultaba aún más la búsqueda. Revisé noticias del fallecimiento de pianistas, pero lo poco que encontré no parecía encajar con la posibilidad de que alguna de ellas fuera su madre. Nunca hablaba de su familia, así que desconocía si tenía padre o hermanos. Miré el Steinway y me levanté para admirarlo de cerca una vez más. Era espectacular. Me dieron ganas de acariciarlo por la belleza de su diseño. No lo hice. Tenía los pedales dorados, a juego con las ruedas. El bastidor lucía también detalles en oro, como las bisagras que sujetaban el atril. El emblema de Steinway & Sons estaba grabado en el mismo color también en el frontal y el lateral de aquel escultural piano de cola, que rebasaba los dos metros setenta centímetros de longitud. Nunca tuve la oportunidad de ver aquel modelo en persona. Si su madre tocaba ese piano debía de ser muy buen pianista. Era un modelo para profesionales, carísimo. Caminé hacia las cortinas blancas, que dejaban ver el jardín. La noche anterior la oscuridad no me había permitido verlo, y aunque tuve la tentación de abrir la puerta que daba acceso a aquel verde y frondoso jardín, tampoco lo hice. No quería tocar nada. Prefería que todo permaneciera exactamente igual a como lo había dejado Lena antes de irse a la clínica. Miré la piscina, que se encontraba cubierta por una lona, como lo estaban casi todas en aquella estación del año. Tenía escaleras romanas en los dos extremos y mediría unos quince metros de largo. La mitad de esos metros, aproximadamente, configuraban el ancho. Lo cierto es que tenía una casa preciosa. Había algo en ella que me gustaba especialmente, y es que no la había compartido con su ex, precisamente justo lo contrario, la había comprado después de deshacer su vida con aquella mujer, aún sin nombre para mí. Me giré y volví a contemplar el diseño escandinavo de los muebles del salón. Todo parecía muy nuevo. Recordé su habitación y me vino la misma sensación. Sonreí para mí misma. Si estaba en lo cierto y Lena no conservaba nada de su vida anterior, decorando aquella casa después de su adquisición y, lo más importante de todo, no me había mentido con respecto a no haber tenido ninguna relación tras su ruptura, la cama donde me había tumbado solo había sido ocupada por ella. Se me seguía encogiendo el corazón cada vez que pensaba que otra persona pudiera besarla, tocarla o probarla. Cosa que ya había ocurrido en demasiadas ocasiones y que yo llevaba francamente mal. No sabía qué me pasaba. Del mismo modo que Lena había despertado en mí el amor, la compresión, la lealtad, la fidelidad y el deseo de convertirme en alguien mejor, también se había despertado en mí unos celos irracionales. La otra cara de la moneda era que me estaba convirtiendo en una persona injustificadamente posesiva. Llegué a sentir celos de sus propias manos cuando se retiraba el pelo porque le molestaba o porque las descansaba en sus muslos o en las caderas. Sentía celos del vaso que envolvía, de las migas de pan sobre el mantel, con las que había jugueteado durante la cena la noche anterior y del cigarrillo que se llevó a los labios después de la misma. Deseaba convertirme en todo lo que ella tocaba. Quería ser su pelo, su cuerpo, el vaso, el cigarrillo y el humo que expulsaba. Y aquello no podía ser. Yo no podía seguir así. Al menos era consciente de que estaba a punto de caer enferma. Cualquier psicólogo hubiera dicho que era un buen comienzo para la rehabilitación. Existían centros de rehabilitación para muchos problemas, como el alcohol, las drogas, la anorexia... Hasta los putos violadores contaban con un centro donde pretender que se rehabilitaban. ¿Pero, y yo? ¿Qué les iba a responder cuando me preguntaran por mi dolencia? Que estaba enferma de amor era posiblemente la respuesta más acertada. Caminé de vuelta al sofá y me tumbé. Me cubrí con la manta y al apoyar la cabeza sobre el almohadón el olor de Lena impregnó el aire. Hundí la cara en él y cerré los ojos, respirando aquel perfume que me volvía loca. Me sobresalté cuando sonó mi móvil. Me había quedado dormida. Fijé la vista en la pantalla que vibraba sobre la mesa y leí aturdida el número que aparecía. Era ella. — Hola — contesté tan rápido como pude. — Hola, ¿cómo estás? — Muy bien, ¿y tú? — Bien, en el descanso, por eso te llamo. — ¿Qué hora es? — Las doce, ¿estabas durmiendo? — No — mentí, porque no quería que pensara que había interrumpido mi sueño. — ¡Sí!, te he despertado, lo siento. — No, que va, me encanta. — ¿El qué, que te despierten? — Que me llames — confesé. — Si quieres te dejo para que sigas durmiendo. — No, no quiero. ¿Tienes que irte ya? — No, tengo tiempo hasta las doce y media. — Entonces quédate conmigo al teléfono, por favor. — De acuerdo — su voz se había vuelto más dulce. — ¿Has llegado bien al final? — Sí, aunque tampoco hubiera pasado nada por llegar tarde. Sería la primera vez en mi vida, tenía un buen motivo. Sentí un cosquilleo en el estómago. — ¿Vas a poder coger mañana y pasado libres? — ¿No prefieres quedarte por tu cuenta? — dijo con voz amable. — No, ya sabes que no. — Pensaba que sí. Estarías sin nadie que te diga lo que tienes que hacer, cuándo lo tienes que hacer, tendrías la casa para ti sola. — Eso nunca me ha importado. Tu casa me encanta, pero me gusta mucho más contigo dentro. — Entonces tendré que cogerlos. — ¿Pero puedes o no? — Sí, claro que puedo. — ¿Y para qué me cuentas toda esa película? Luego te quejarás de que no dejo de decirte cosas y querrás deshacerte de mí. Lo haces a propósito. — Tal vez — se rio. — Te gusta provocarme. — Es posible. — ¿Y por qué? — Porque me gustan tus respuestas. Siempre dices lo que sientes. — Eso no es verdad. Ni te gustan todas mis respuestas ni nunca te he dicho todo lo que siento. Si lo hiciera saldrías corriendo, y eso es lo último que quiero que hagas. Hubo un instante de silencio hasta que volví a oír su voz. — ¿Por qué no pruebas? Su voz sonó tan sensual como el beso que me dio en el hombro desnudo provocando un escalofrío que me recorrió la piel. — ¿Por qué quieres oírlo?, lo sabes de sobra. — Porque quizá me guste oír las cosas que me dices. — ¿Quizá o te gusta? — Me gusta — admitió para mi sorpresa. — Pero a la vez piensas que no debería gustarte, ¿no es verdad? — le rebatí. — Sí. — Entonces te contaré todo lo que siento cuando cambies de opinión sobre ese tema, mientras tanto puedo esperar. Yo no tengo prisa y así te demostraré que no eres el antojo pasajero de una adolescente víctima de los cambios hormonales, que es más o menos lo que llevas pensando desde diciembre. — Ese es el problema, que no pareces una adolescente. — ¿Preferirías que lo pareciera? — A veces sí, me lo pondrías más fácil. — ¿Más fácil para mandarme a casa con mi mamá? — el silencio fue su respuesta—. Van a ser y media —dije cuando vi la hora en el reloj—, y tienes que volver — supe que asentía aunque no la viera—. Lena — la llamé. — ¿Sí? — Gracias por llamarme. A las cuatro de la tarde abrí la puerta principal y me senté en el porche de entrada a esperarla, me moría por verla. Me aseguré de coger las llaves por si una corriente de aire cerraba la puerta de golpe. Ya me pasó en una ocasión en mi propia casa y tuve que ir a la de la vecina de al lado para pedir que me dejara llamar a mi madre. Le pareció la excusa más genial que podía dar para abandonar su puesto de trabajo al instante, de lo increíblemente estúpida que sonaba. Volví dentro a por el anorak que Lena dejó colgado en el armario del hall. El sol ya no daba en la parte delantera y enseguida sentí frío. Creo que aún conservaba el frío de la tarde anterior. La quietud de mi cuerpo, sin resguardo durante la larga espera, me había dejado destemplada. Regresé al escalón del porche y me senté. Como siempre que la esperaba, los minutos se hacían horas y agudizaba el oído en busca del motor de su coche. Para mi sorpresa, la puerta automática que daba entrada a los vehículos comenzó a abrirse antes de lo que esperaba. Inmediatamente vi el potente morro n***o de su coche. La busqué rápidamente a través del cristal del parabrisas. Sonreí cuando nuestras miradas se encontraron. La escayola hizo que me levantara torpemente del escalón, pero caminé a su encuentro. Se rio cuando empujé la puerta impidiéndole que saliera del coche. Iba a detener su segundo intento de abrirla, pero en su lugar la abrí yo. — ¿Has comido ya? — pregunté. — No. Espero que tú sí. Negué con la cabeza. — Te estaba esperando. Ya está lista la comida. — ¿Has cocinado? No deberías... — No te esperes gran cosa, no soy tan buena como tú. — Seguro que está muy bueno, y si no, no pasa nada, nadie es perfecto. Me giré para mirarla. — Tú sí. Rehuyó mi mirada y sentí su mano en mi espalda cediéndome el paso en la puerta de entrada. Nos deshicimos de la ropa de abrigo y caminé tras ella hasta el salón. — ¡Has puesto la mesa y todo! Qué encanto. — Ven, siéntate — le dije ofreciéndole la silla que había ocupado la noche anterior. — No, siéntate tú. Yo me encargo. Noté que estaba un poco tensa. Evitaba el contacto visual siempre que podía. Aun así, su voz y sus formas eran amables e incluso cariñosas. Tomé asiento como me dijo. No quería llevarle la contraria. Le había prometido que haría cuanto me dijera, y creo que pensaba que el hecho de haberme metido en la cocina a preparar unos simples espaguetis con verduras no era la mejor forma de descansar. — Tiene muy buena pinta. Muchas gracias — me dijo cuando regresó con el bol de espaguetis. — Yo de ti los probaría primero. Es muy posible que luego no estés tan agradecida. Sonrió y esta vez sí me miró desde el otro lado de la mesa. — Seguro que sí. — Son los primeros espaguetis que preparo en mi vida — preferí advertirla. Cogió el tenedor y enrolló un montón de espaguetis directamente del bol. Se los llevó a la boca. Creo que se pasó con la cantidad. Me miró sonriente mientras masticaba. Al instante, asintió con la cabeza a modo de aprobación.
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