El quirófano

2331 Words
En realidad, llevado por mi natural curioso, abusé en cierto modo de nuestra amistad al imponer mi presencia en el quirófano con la excusa de que, siendo yo artista, me sería útil asistir a la operación. Ese día salí de casa pasadas las nueve y, a toda prisa, tomé un rikisha[21] hacia el hospital. De camino al quirófano, me crucé en medio del pasillo con dos o tres mujeres, aparentemente doncellas de la nobleza, que se dirigían precipitadamente a la puerta del fondo. Acompañaban a una niña de unos siete u ocho años que vestía un abrigo largo sobre el quimono. Las seguí con la mirada hasta que desaparecieron de mi vista. Pero no eran ellas las únicas visitas: del vestíbulo al quirófano, y a lo largo de todo el pasillo que llevaba de la zona de cirugía hasta la habitación del segundo piso, caballeros con traje de etiqueta, militares uniformados, personajes con hakama[22] y arrogantes damas aristocráticas se cruzaban o se agrupaban, ora caminaban ora se paraban, en un ir y venir continuo. Recordé los numerosos carruajes que había visto aparcados delante de la puerta y que habían llamado mi atención. Algunos de los visitantes guardaban un silencio sepulcral, otros estaban inquietos y otros, con rostros afligidos; todos ellos compartían la misma expresión de angustia. El sonido de pasos precipitados retumbaba en los altos techos del edificio y se escapaba por las amplias puertas correderas, perdiéndose en el pasillo. El eco de los zori[23] convertía el hospital, por momentos, en un lugar todavía más lúgubre. Transcurridos unos momentos entré al quirófano. El doctor Takamine estaba recostado en la silla con los brazos cruzados; al verme, me recibió con una sonrisa. Ante la enorme responsabilidad de atender a uno de los personajes más imponentes de la alta sociedad de nuestro país, mi amigo Takamine mantenía una calma y serenidad excepcionales, como si asistiera de invitado a un banquete. Tres ayudantes, un médico auxiliar y cinco enfermeras de la Cruz Roja, lo asistían; algunas lucían medallas en su uniforme en reconocimiento a la honorable labor que habían realizado. Aparte de ellas no había ninguna otra mujer en el quirófano. Acompañaban a la familia varios miembros de la nobleza, todos ellos parientes de alto rango: el duque de tal, el marqués de cual… Entre todos los allí presentes destacaba la expresión abatida del conde Kifune, el marido de la paciente. Una luz radiante, que me permitía ver hasta las partículas de polvo suspendidas en el aire, inundaba el quirófano. Custodiada por sus íntimos en la sala de cirugía y velada por quienes esperaban fuera, la condesa Kifune permanecía tendida como un cadáver sobre la mesa de operaciones situada en el centro del quirófano. Era una situación espantosa pero, al mismo tiempo, llena de pureza. La dama vestía una bata de hospital de un blanco inmaculado. Su rostro era pálido, la nariz apuntando al techo, la barbilla delicada y sus extremidades demasiado frágiles incluso para poder soportar el peso del vestido de seda más hermoso. Sus dientes incisivos asomaban sigilosamente entre sus labios exangües, los ojos cerrados firmemente y el ceño fruncido. El pelo ligeramente enmarañado caía desordenadamente sobre la almohada y se desparramaba por la mesa de operaciones. Me estremecí ante la visión de la hermosa paciente, tan delicada, sublime, inocente y noble. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Por casualidad miré hacia el doctor; no mostraba ningún signo de preocupación; era el único que permanecía sentado en el interior de la sala con una actitud completamente natural. Su compostura era tranquilizadora y, podríamos decir, que eso era digno de admiración, aunque teniendo en cuenta el estado de la condesa Kifune, yo más bien lo compadecía. Justo en ese instante la puerta se abrió sin el menor ruido y una de las tres doncellas que antes me había cruzado en el pasillo entró recatadamente. Era la más atractiva de las tres. Se acercó a la condesa Kifune y con tono sereno susurró: —Mi señora, la princesa ha dejado de llorar y está sentada tranquilamente en la habitación contigua. La condesa asintió con la cabeza. Una de las enfermeras se acercó al doctor Takamine y susurró: —Estamos listos para empezar. —De acuerdo. —En el tono de la respuesta del médico percibí un leve temblor. Me pareció que el color de su rostro cambiaba ligeramente. Cualquier doctor, por importante que fuera, sentiría cierta aprensión si tuviera que enfrentarse con una situación como la de Takamine. Me compadecí de él. La enfermera reconoció el gesto de concentración del doctor, este se volvió hacía la doncella y anunció: —Estamos preparados. Si es tan amable de decirle lo que habíamos recordado. La doncella obedeció, se acercó a la mesa de operaciones y posó las dos manos sobre las rodillas para hacer una recatada reverencia. —Señora, ahora mismo le daré la medicina. Por favor, tómesela y cuente hasta diez o deletree el alfabeto, como usted desee. No hubo respuesta de la condesa. —Señora, ¿me ha escuchado? —Sí —contestó. La doncella insistió. —Entonces, ¿está preparada? —¿Qué es? ¿La anestesia? —Sí, hasta que termine la operación, debe estar anestesiada. Será breve. La condesa permaneció pensativa y en silencio un instante hasta que se escuchó claramente su respuesta: —No la necesito. Nos miramos unos a otros. —Pero entonces no podrán realizarle la intervención. —No me importa. La criada se quedó sin palabras y se giró hacia el conde. Este se aproximó a su esposa: —Mujer, no debes ser irracional. Querida, no seas insensata. ¿Cómo que no te importa no poder operarte? No digas barbaridades… En este momento intervino el marqués: —Si decides actuar de un modo tan absurdo, tendré que traerte a la princesa. Si no te curas pronto, ¿qué será de ella? —Sé lo que pasará. —Entonces, ¿se la tomará? —preguntó la doncella. La condesa sacudió la cabeza pesadamente. —Pero ¿por qué se niega? No será desagradable. Todo acabará pronto y apenas se enterará de nada mientras esté dormida —intervino una de las enfermeras con voz dulce. En ese momento la condesa arqueó las cejas y torció la boca con gesto de dolor. Entreabrió los ojos y musitó: —Si insistís tanto, no me queda alternativa: os explicaré el motivo. Guardo un secreto en mi corazón. Como dicen que la anestesia provoca delirios, tengo miedo. Si no pueden curarme sin dormirme, entonces no me operen. No lo hagan. Si mis oídos no me traicionaban, la condesa Kifune temía abrir su corazón y desvelar su secreto durante algún delirio y por ello quería protegerlo aun con su muerte. Me pregunté cómo se sentiría su marido al escuchar tal cosa. Unas palabras así provocarían un escándalo en una situación normal. Sin embargo, quienes acompañaban a la condesa no podían tratar de ignorar sus deseos y más aún teniendo en cuenta la firmeza con la que protegía la intimidad de su corazón. El conde se acercó a la cama y le preguntó dulcemente: —¿Tampoco me lo puedes contar a mí? —No. No puedo contárselo a nadie. —La condesa respondió rotundamente. —El hecho de que te pongan anestesia no implica necesariamente que vayas a sufrir delirios. —No cambiaré de opinión. Es una cosa que he llevado dentro durante mucho tiempo. —¡Vuelves a ser irracional! —¡Pues, lo siento! La condesa pronunció estas palabras que salieron de sus labios como piedras e intentó darse la vuelta para dar la espalda a todos los presentes, pero el dolor atormentaba su cuerpo enfermo. Pude oír cómo le rechinaban los dientes. El único que permanecía impasible era el doctor Takamine. Me pareció que había perdido la calma por unos instantes, pero que la había recuperado rápidamente. El marqués frunció el ceño y se dirigió al conde: —Kifune, trae a la princesa, seguro que al verla cambia de idea. El conde asintió y llamó a la doncella: —¡Aya! —Sí, señor —respondió esta girándose hacia él. —Trae a la princesa. Pero la condesa no pudo soportar la idea de ver a la pequeña e interrumpió: —Aya, no hace falta que la traigas. ¿Por qué tengo que estar dormida para operarme? La enfermera forzó una sonrisa: —Le tienen que hacer una pequeña incisión en el pecho. Si se mueve, sería peligroso. —No se preocupen entonces, me quedaré quieta. No me moveré. ¡Opérenme! La ingenuidad de la dama me estremeció. Dudé si tendríamos la fuerza suficiente para observar la operación. La enfermera contestó otra vez: —Pero, señora, por muy pequeña que sea la incisión, le va a doler mucho; no es como cortarse una uña. La condesa abrió los ojos exageradamente. Estaba convencida y su voz era clara y firme: —Será el doctor Takamine quien me opere, ¿no? —Sí, el jefe de cirugía. Pero, aunque se trate del doctor Takamine, no podrá operarla sin hacerle daño. —No pasa nada. No me va a doler. —Condesa, su enfermedad es grave, tenemos que cortar el músculo y limar el hueso. Tiene que tener paciencia. —Por primera vez intervino el médico auxiliar. Aun así la condesa se mostró impasible: —Eso ya lo sé; me da igual. —¡La enfermedad es tan grave que ha afectado a su mente! —musitó el conde apenado. —¿Qué les parece si lo aplazamos por hoy y luego la convencen tranquilamente? —replicó el marqués. El conde no puso objeción y los demás asintieron, pero el doctor Takamine intervino. —Si perdemos un momento, no habrá marcha atrás; el problema es que se toman a la ligera la enfermedad de la condesa y recurren a los sentimientos como excusa. ¡Enfermeras, sujétenla un momento! Las cinco enfermeras rodearon desordenadamente a la ilustre dama y la sujetaron por los brazos y las piernas. El deber de las enfermeras era obedecer. Simplemente, cumplir las órdenes del doctor sin pararse a analizar sus sentimientos. —¡Aya, ven, por favor! La condesa llamó a la doncella con la respiración entrecortada, lo que precipitadamente interrumpió a las enfermeras. —¡Señora, discúlpeme! Por favor, espere un poco; será solo un momento —respondió la doncella con voz temblorosa. El rostro de la condesa palideció: —¡Tú también! ¿No vais a hacerme caso? Pues aunque me curen, ¡me mataré! ¡Os estoy pidiendo que me operen así! —Y moviendo sus manos blancas y delgadas con dificultad, se desató el atavío para descubrir su pecho—. ¡Empiecen! No me dolerá aunque me maten. No pasa nada, no me moveré absolutamente nada. ¡Empiece! ¡Córteme! Pronunciaba estas palabras con firmeza y su decisión no daba pie a la persuasión. Acorde a su rango, su dignidad pesaba sobre todos los que estaban en la habitación. Nadie dijo nada, hasta que se escapó un carraspeo. En ese preciso momento, el doctor Takamine, que había permanecido inmóvil, como la ceniza fría, se levantó ágilmente y se alejó de la silla: —Enfermera, el bisturí. —Sí. —Contestó una de las enfermeras abriendo los ojos como platos. Todo el mundo se quedó estupefacto y, mientras observaban el rostro del doctor Takamine, una segunda enfermera, con un leve temblor de la mano, le entregó un bisturí desinfectado. El doctor tomó el escalpelo y se acercó con paso firme a la mesa de operaciones. —Doctor, ¿está seguro? —preguntó la enfermera sobrecogida. —Sí. —Entonces, la sujetaremos. El doctor detuvo a la enfermera con un leve gesto de la mano y añadió: —No será necesario. Nada más pronunciar estas palabras, desabrochó con rapidez el batín de la paciente. La condesa tenía los brazos cruzados sobre los hombros y no se movió. —Condesa, asumiré toda responsabilidad. Permítame que la opere. La apariencia de Takamine era solemne como una especie de dios sagrado. «Sí», la condesa pronunció una única palabra. Sus pálidas mejillas enrojecieron. La mujer permaneció observando al doctor Takamine sin moverse, olvidándose del filo que acechaba su pecho. La sangre empezó a brotar tiñendo la bata blanca como las flores carmesíes de los ciruelos de invierno al caer sobre la nieve; la cara de la condesa palideció de nuevo, pero mantuvo la compostura y no movió ni siquiera un dedo de los pies. Takamine trabajó a la velocidad de un rayo, sin desaprovechar ningún movimiento. Ninguno de los presentes en la sala, desde los ayudantes hasta el asistente médico, tuvo tiempo de decir una sola palabra. Unos se cubrían la cara, otros daban la espalda, otros bajaban la cabeza. Yo entré en trance y se me heló el corazón. En breves segundos la operación llegó al momento más crítico, el bisturí rozó el hueso y a la condesa se le escapó un quejido profundo. De repente la dama, que llevaba más de veinte días en cama con enormes dificultades para realizar cualquier movimiento, se sentó como una máquina y agarró con las dos manos el brazo del doctor Takamine que sujetaba el bisturí. —¿Le duele? —preguntó el doctor. —No, porque eres tú. ¡Porque eres tú! La condesa se desplomó sobre la camilla y, tumbada boca arriba, abatida, murmuró fijando sus ojos en el célebre doctor con una última mirada fantasmal. —Pero tú no sabes quién soy. Fue ya tarde para reaccionar. La condesa agarró el escalpelo que sostenía el doctor y lo hundió profundamente en su blanco pecho. Takamine palideció y tembló. —No te he olvidado. Esa voz, esa respiración, esa apuesta figura. Una sonrisa de inocente felicidad iluminó el rostro de la condesa; soltó la mano de Takamine, reposó la cabeza en la almohada y sus labios perdieron todo color. En ese momento los dos se quedaron totalmente solos, a su alrededor no había ni cielo ni firmamento, ni mundo, ni nadie más.
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