Yo alzo una ceja. Lo dice riéndose, pero sé que también hay algo de verdad en su gesto. Y antes de que pueda replicarle, llega el mesero. Un hombre impecable, guapo como si lo hubieran elegido con pinzas. Charlotte ni pestañea. —Trae la carne especial con ensalada francesa —dice, sin ni siquiera ver el menú—. Y una copa del vino tinto de la casa. El mesero asiente y me mira. Yo, por puro orgullo y para no parecer más ignorante de lo que ya me siento, digo lo primero que se me ocurre: —Lo mismo para mí. Y en ese momento, por dentro, tiemblo. Porque la verdad es que no entendí nada. Ni “especial”, ni “ensalada francesa”, ni mucho menos qué vino tinto será ese. ¿Y si me cae mal? ¿Y si me da dolor de estómago? Si mi estómago está más acostumbrado a sandwichitos de mortadela que a filetes d

