++++++ Caminábamos por el pasillo, cada una con su propio silencio: ella con su superioridad fingida, y yo con un cúmulo de emociones que me hervía por dentro. Mis pasos eran inseguros, no porque no supiera caminar con tacones, sino porque no sabía cuándo ella iba a soltar la próxima bomba. Y, claro, no tardó en hacerlo. —Ah —dijo deteniéndose de golpe, como si acabara de recordar un pequeño favor—. Mejor ve por estos cafés. Son especiales. Me extiende una tarjeta pequeña, blanca, con letras doradas. —Mira —me dijo, extendiéndola sin siquiera verme—. Quiero que estés aquí a las cinco, ¿me oyes? No sé si vas en taxi o caminando, eso ya no me importa. Fruncí el ceño y tomé la tarjeta. La leí en silencio: “Cafetería de Oro”. —¿Y cómo los pago? —pregunté sin rodeos. Porque si quería caf

