Prólogo

1149 Words
Prólogo Hace diez años… Comencé a caminar a escondidas de regreso a casa desde la escuela. Tenía nueve años y el pecho lleno de preocupaciones; ojalá hubiera podido disfrutar del bosque que se extendía a ambos lados del camino, del olor a pino y del crujido de las hojas secas bajo mis pies. En cambio, cruzaba los dedos con la esperanza de no encontrarme con ninguno de mis compañeros en el trayecto. Tal vez si me mantengo entre los árboles, no me noten. Si soy rápida, quizás llegue a casa antes de que me vean... Un par de pasos apresurados cortaron mis pensamientos. Debería haber corrido, pero mis piernas pequeñas —mis malditas piernas humanas— se negaron a moverse. En lugar de eso, giré la cabeza, aunque en el fondo sabía lo que estaba por pasar. Lo primero que vi fue su cabello castaño rojizo, ondeando alrededor de su cabeza como llamas. Apreté con fuerza las correas de mi vieja y maltratada mochila justo cuando sus manos tocaron mi hombro. Me empujó con todas sus fuerzas, y caí de bruces sobre el sendero. El polvo se levantó a mi alrededor y se pegó al brazo de mi camisa demasiado grande. Me deslicé hasta detenerme con un quejido mientras Jaxon se reía a carcajadas. El dolor estalló en mi hombro, reabriendo heridas anteriores que me habían causado Jaxon y los otros. Esas heridas ya estarían curadas si yo fuera una mujer lobo como los demás. Si fuera como ellos, podría defenderme. Pero no lo era, así que levanté la cabeza del suelo para enfrentarme a mi agresor. Él me señaló con el dedo. —Aw, miren a la niñita. ¿Vas a llorar? Mi labio inferior tembló, pero lo mordí con fuerza para mantenerlo firme. Los amigos de Jaxon lo habían alcanzado y estaban alineados detrás de él. Ya se estaban riendo, sus sonrisas amplias mostraban dientes pequeños y afilados. Me estremecí al mirarlos. —¿Por qué no te vas corriendo a casa, farsante? —se burló Jaxon. —¡No soy una farsante! —grité, poniéndome de pie como pude—. ¡Soy yo! —Sí, y eres una impostora inútil —dijo, caminando hacia mí con las manos en los bolsillos—. Después de todo, ni siquiera deberías estar aquí. Nadie te va a reclamar como suya. —P-párate —retrocedí, pero Jaxon me alcanzó. Me agarró del brazo. —Eres solo una humana disfrazada de lobo —me empujó de nuevo al suelo. Sus amigos siguieron riéndose mientras yo luchaba por levantarme otra vez. Jaxon, sin cansarse de su jueguito, se movió como si fuera a empujarme una vez más. Así que hice lo que haría cualquier animal acorralado ante un enemigo más fuerte: me defendí. Agité mis brazos y piernas con desesperación. Al principio, él esquivó mis ataques fácilmente, riéndose con deleite, pero no prestó atención al suelo. Tropezó con una raíz de árbol, y mi mano se estrelló contra su rostro justo cuando recuperaba el equilibrio. El eco de la bofetada resonó entre los árboles y un silencio se apoderó de sus amigos. El rojo floreció en su mejilla, solo para desaparecer casi al instante. Giró la cabeza hacia mí lentamente, y la sangre se me heló al encontrar su mirada. La ausencia total de emoción, salvo por un odio frío y oscuro, me sacudió hasta los huesos. Corrí entonces, con las lágrimas deslizándose por mi rostro. Corrí tan rápido como mis piernas me lo permitieron, sintiendo los golpes de mi mochila contra la espalda en cada zancada. Entré de golpe a casa, gritando “¡Mamá!” a todo pulmón. No hacía falta gritar, porque su agudo oído ya había detectado mis pasos frenéticos al llegar a la puerta. Mi madre adoptiva, Elowen, ya me esperaba con los brazos abiertos. Hundí el rostro en su delantal y rompí en llanto. —Ay, mi amor —susurró mientras me frotaba la espalda—. ¿Fue Jaxon otra vez? Apreté su falda con más fuerza. Ella suspiró. —Lo siento tanto, cariño. No mereces esto. La miré con lágrimas gruesas cayendo por mis mejillas. —Tengo que irme, mamá. Tengo que huir tan lejos de aquí como pueda. No pertenezco a este lugar. Pasó sus dedos por mi cabello y se inclinó para besar la cima de mi cabeza. —Ven aquí, niña —me envolvió en sus brazos con facilidad y comenzó a llevarme hacia su sillón reclinable favorito, del que salía relleno blanco por las costuras y tenía marcas de desgaste en los brazos. Sollocé. Pensé que ya era muy grande para que me cargues así. Mamá se rió suavemente al acomodarse en el sillón. —Bueno, hoy haremos una excepción. ¿Qué te parece? —Bien —me acurruqué en su cuello, inhalando el aroma a lavanda y tierra fresca, dos fragancias que siempre la acompañaban como si fueran su perfume. —Te voy a contar una historia —dijo, aclarándose la garganta—. Había una vez una joven loba que fue expulsada por su manada. Mientras vagaba por el bosque, condenada a morir sola sin la ayuda del grupo, un hombre —un humano— la encontró en su forma de loba. Sin saber la verdad sobre ella, la acogió. Ella permaneció un tiempo en su forma de loba, permitiéndose amar al hombre que la cuidaba. Pero un Cuervo, sintió la necesidad de cambiar de forma, así que se alejó de la cabaña del humano para dejar que su lado humano dominara por un tiempo. Sin que ella lo supiera, el hombre la vio transformarse. —Al principio se asustó, pues jamás había visto algo así. Pero al mirar que la mujer humana tenía los mismos ojos bondadosos que su mascota, se acercó a ella, la amó y la reclamó como suya. Vivieron una vida hermosa juntos durante varios años, pero el hombre cayó enfermo y murió sin dejarle hijos. Aun así, su corazón estaba feliz y lleno, porque había conocido el amor y la aceptación. Poco después, encontró a una joven loba perdida y confundida en el bosque, igual que ella lo había estado años atrás. Ayudó a la pequeña, que resultó ser hija de un poderoso Alfa. Cuando el Alfa se enteró de todo lo que había hecho por su hija, la recompensó integrándola en su manada y dándole un hogar. Cuando la historia terminó, me alejé de su pecho con el ceño fruncido. —Pero, mamá… La mujer de tu historia consiguió una pareja y una manada porque era una loba. Yo nunca voy a tener una pareja, porque no soy una loba. Mamá sonrió y me apartó un mechón de cabello detrás de la oreja. —Dulce niña, las cosas buenas les llegan a quienes luchan por ellas —besó el costado de mi cabeza—. Nunca renuncies al destino, amor.
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