Chapter 2

1066 Words
I Eran principios de febrero de 1975, año de elecciones regionales en el Piamonte y municipales en mi Turín. Se llevarían a cabo entre el domingo 15 y el lunes 16 de junio. Había palpitaciones de ansiedad retumbando en los pechos de los electores de centro derecha, porque el Partido Comunista Italiano estaba previsiblemente a punto de recoger los frutos de su siembra de promesas de una sociedad mejor y, sobre todo, más justa, ya que, después de más de 8 años de manifestaciones en la calle a menudo violentas y de un aún más alarmante terrorismo fascista con bombas y cierto extremismo comunista revolucionario pistolero, estaba aumentando sus electores a gran ritmo. Las estadísticas preelectorales hacían suponer que también se habían visto influidos muchos votantes que, en el pasado, habían elegido a la poco contundente Democracia Cristiana. Por segunda vez desde los primeros años de la posguerra, Turín podía encontrarse con un alcalde del Partido Comunista Italiano,1 mientras que, al mismo tiempo, la región tenía muchas posibilidades de ver tomar posesión del sillón presidencial a una figura del mismo partido o del Partido Socialista marxista. Como se vería después de la votación, los comunistas tenían buenas razones para saborear su progreso y los democristianos para temerlos: es histórico que las elecciones municipales otorgarían al Partido Comunista, gracias al 37,85% de los votos válidos, 31 concejales, que se unirían a otro de la lista de extrema izquierda de la Democracia Proletaria, contra el 24,50% de los votos y los 20 concejales de la opositora Democracia Cristiana, por no citar a otros partidos menores; y el 16 de junio la victoria también llegó para el Partido Comunista en las elecciones regionales, aunque con un margen menor: 22 escaños contra los 20 de los democristianos, y el gobierno piamontés dejaría de ser de centro izquierda, para pasar a ser de izquierda: Partido Comunista - Partido Socialista. Pero no es la cita electoral de 1975 en sí, sino un homicidio que la precedió en algunos meses y que tuvo como diana a un importante candidato al Consejo Regional, el que puso en marcha este nuevo episodio de la saga policiaca que yo, Ranieri Velli, escritor y periodista turinés, llevo escribiendo desde hace años sobre la figura de mi amigo Vittorio D’Aiazzo, una epopeya iniciada con mi amigo napolitano con 23 años, siendo vicecomisario en su ciudad en 1943, año de los gloriosos Cuatro Días de Nápoles.2 En 1975, Vittorio ya había ascendido a subjefe y dirigía la Sección de Homicidios y delitos contra las personas de la comisaría de Turín. Lo conocí y colaboré con él la comisaría de Génova antes de nuestro traslado a Turín,3 él como mi comisario superior, yo como su ayudante: en aquel tiempo estaba muy lejos de abandonar el cuerpo y satisfacer mi vocación literaria y periodística. Ambos éramos amantes de la poesía: él un apasionado lector, sobre todo de obras clásicas, aunque sin desdeñar a los autores contemporáneos; yo, al menos en los primeros años de nuestra colaboración, antes de pasar completamente a la narrativa y al periodismo, un poeta discreto con algún éxito en su haber.4 También solíamos discutir de poesía durante los paseos que dábamos casi todas las semanas por las calles del centro en nuestro tiempo libre. Físicamente éramos muy distintos. Él era robusto, pero no alto, de aproximadamente un metro setenta y cinco, tenía los ojos marrones y exhibía una espesa barba gris, que se había dejado crecer para equilibrar un poco la incipiente calvicie que casi había sustituido la abundante cabellera oscura que había tenido en su momento. Yo medía un metro noventa, tenía los ojos azules y los cabellos todavía naturalmente rubios con algunas canas en las sienes. Era mayor que yo: en el año de los acontecimientos que estoy narrando, él tenía 55 años y yo 45. Mientras yo era un solterón empedernido y mis relaciones sentimentales eran siempre de corta duración, aparte de una única tentación matrimonial, que acabó pronto, en 1969,5 mi amigo deseaba intensamente una relación para toda la vida, pero a la larga no había tenido suerte, siendo primero abandonado por su jovencísima mujer y luego por su nueva compañera casi igual de joven; solo en 1973, en circunstancias bastante singulares,6 había encontrado un amor completamente recíproco, ya no por una joven superficial, sino por una mujer cuerda de su misma edad, Luisa Manforti, investigadora privada. Su amada era una señorita juvenil de 51 años que dirigía la agencia privada de investigación y servicios de escolta Sam Buzzi, empresa que del desaparecido fundador mantenía solo el nombre y pertenecía por entero a su esposa, una abogada que depositaba toda su confianza en la dirección de Luisa, antes una valiosa colaboradora en su estudio legal.7 La amada de Vittorio era esbelta y con carnes en los lugares apropiados, mostraba un rostro todavía fresco cubierto de un pelo brillante teñido de rojo cobrizo y una bonita boca sin pintalabios: seguramente podía incluso atraer a un hombre más joven que ella y, con mayor motivo, a un señor de la edad de Vittorio, porque además era una persona de carácter suave y cordial y sin embargo bastante temperamental cuando su profesión o alguna otra necesidad lo reclamaba. Muy hábil en las artes marciales japonesas, Luisa era una mujer físicamente valiente y psicológicamente sólida, aunque en algunos casos raros podía sucumbir a la ansiedad, como todos. Según su enamoradísimo novio, Luisa prácticamente no tenía más que virtudes y una sola debilidad, pero la consideraba venial, aunque un poco molesta: le gustaban ciertos cigarrillos españoles que fumaba, al menos cinco o seis cotidianamente, sin tragar el humo, pero saboreándolos durante largo tiempo en la boca, y Vittorio no soportaba el humo y menos « el más apestoso de todos», como definía a ese cigarrillo.8 Por tanto, cuando era la invitada amorosa en casa de él, evitaba tocar su pitillera, pero se apresuraba a encender uno de esos fumigadores en la calle en cuanto salía; y cuando era ella la que recibía a Vittorio, antes de que él llegara aireaba bien todo el apartamento. En ambos casos, la boca de Luisa se enjugaba varias veces antes del encuentro. Se amaban mucho, pero el cigarrillo había sido un obstáculo insuperable para el matrimonio, que hubiera agradado a Vittorio y ella no hubiera desdeñado: cada uno en su casa y juntos de vez en cuando para quererse, sin humos extraños durante las horas del amor.
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