Prólogo

1018 Words
La muerte huele a rosas negras. Y a mentira. Nápoles. Cementerio Monumental. 10:44 AM. El mármol frío bajo mis dedos me recuerda que aún estoy viva. Quisiera decir que siento algo. Luto, rabia, tristeza… pero lo único que me habita es un vacío tan espeso que hasta la respiración me pesa. Me cuesta pensar. Me cuesta parpadear. Me cuesta seguir fingiendo que soy la misma. El ataúd de mi hermana descansa frente a mí, abierto. Seraphina Valente. Diez minutos más y cerrarán la tapa. Diez minutos más y sellarán a fuego su nombre en la tierra. Diez minutos más y la que yo era también morirá. A nuestro alrededor, los buitres visten de n***o. Algunos fingen pesar. Otros observan con interés morboso. Todos murmuran. "Qué tragedia…" "Una muerte anunciada." "Una menos." "Ahora sí se cae el imperio Valente." Idiotas. Creen que la leona murió… y dejaron viva a la sombra. El peor error que pudieron cometer. —Isadora… —la voz de mi padre tiembla al tocar mi hombro. Sus dedos tiemblan más—. Si no quieres verla así, podemos cerrar el ataúd… —Quiero verla. —Mi voz suena extraña incluso para mí. No es frágil. Es firme. Y seca. Los ojos de mi padre se llenan de culpa. No le digo nada. No hay necesidad. Él sabe tan bien como yo que no hizo lo suficiente. Que la dejó sola. Yo también. Me levanto. Camino hasta el borde del ataúd. Mis tacones resuenan sobre el mármol como una sentencia. El silencio se espesa. Todos miran. Quieren ver cómo la hermana sumisa se desmorona. Cómo llora. Cómo se desploma ante el cadáver perfecto de su gemela. Pero no voy a darles eso. Seraphina está vestida de blanco. El vestido lo elegí yo. No porque creyera que lo mereciera, sino porque ella lo odiaría. Mi hermana detestaba el blanco. "El color de la rendición", decía. "Yo no nací para rendirme." Y sin embargo, aquí está. El rastro de la violencia se esconde bajo una máscara de maquillaje de lujo. Nadie ve el cuello morado. Ni los nudillos rotos. Ni las costillas hundidas. Limpiaron bien el cuerpo. Pero yo la conozco. Yo sé lo que le hicieron. La furia me arde por dentro como una flor venenosa abriéndose en cámara lenta. —Voy a encontrarlos —susurro, tan bajo que solo ella y yo lo escuchamos—. A todos. Y los voy a hacer pagar. Mi hermana no responde. Pero juro por Dios que en su boca cosida de silencio, escucho su risa. No hubo iglesia. Seraphina odiaba la religión. "Si Dios existe, me debe demasiadas explicaciones", decía siempre con una copa de vino en la mano y una pistola cargada en la otra. En vez de cura, un viejo amigo de la familia habla frente al féretro. Un tipo con cara de mármol y alma hueca. Dice cosas vacías: “pérdida”, “dolor”, “justicia”. Nadie menciona lo que realmente ocurrió: que la descuartizaron, que le arrancaron las uñas, que grabaron en su piel el símbolo de los de Alighieri. Y que luego la dejaron en la puerta de nuestra villa como un perro muerto. Nadie dice que fue un mensaje. Una advertencia. Un golpe seco al corazón de la familia Valente. Pero yo lo sé. Yo lo leí en el cuerpo de mi hermana. Y no lo olvidé. Cuando todos se retiran, me quedo sola. Bajo el cielo gris, con las flores pudriéndose al pie de la tumba. Siento el viento húmedo en el cuello. Siento el crujido de mi espalda al agacharme. Toco el mármol con los dedos. Es suave. Limpio. Falso. —Te prometo que esto no va a quedar así —susurro—. Voy a desenterrar cada secreto. Voy a arrancarles la piel a esos bastardos con mis propias manos. No me importa cuántos tengan que morir. No sé en qué momento caen lágrimas. No sé si es rabia o tristeza. O ambas. Pero sí sé esto: la mujer que era murió con Seraphina. La sumisa. La obediente. La que se escondía detrás de su hermana como si fuera una sombra. Se acabó. Yo no nací para ser un eco. Horas después, en la mansión Valente, la guerra empieza. —No vamos a tomar represalias —dice mi padre, desde su trono de oro sucio—. No aún. Hay que negociar con los Alighieri. Mostrar inteligencia, no impulsividad. —¿Negociar con quienes le arrancaron los dientes a tu hija? —le escupo, de pie frente a todos los capos del consejo. Todos hombres. Todos mirándome como si fuera invisible—. ¿Con quienes le dejaron la piel abierta como un trofeo? —¡Isadora! —gruñe mi tío, con su voz de animal viejo—. No es el momento de hablar así. —Entonces, ¿cuándo? —respondo sin bajar la mirada—. ¿Cuando me maten a mí también? ¿Cuando nos hayan enterrado a todos? Silencio. Silencio de cobardes. Me río. Una risa amarga, cortante. —Están asustados —les digo—. Todos. Se les nota en la cara. Tienen miedo de los Alighieri, de los Russo, de los Condello. Pero deberían tenerme miedo a mí. Porque yo no tengo nada que perder. Y eso me hace más peligrosa que cualquiera de ustedes. Se hace un silencio más pesado aún. Uno que se arrastra como una serpiente. —Voy a encontrar al responsable —declaro—. Con o sin ustedes. Y si tengo que destruir este consejo desde dentro para llegar a él, lo haré. Mi padre me mira. No dice nada. Sus ojos están húmedos, pero no de tristeza. De derrota. Yo ya no lo reconozco. La niña buena ya no está. Esa noche, en la habitación de Seraphina, me pongo su vestido rojo. El que usaba cuando amenazaba a medio mundo con una sonrisa. El que usaba cuando jugaba con el peligro como si fuera amante. Miro mi reflejo. No soy ella. Pero voy a convertirme en el monstruo que nunca esperaron de mí.
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