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1059 Words
El fin de semana voló como la mayoría de los días allí. El trabajo duro por mantener la tierra, los quehaceres domésticos y las travesuras de su hija, hicieron que Munay sintiera que apenas había descansado. Pero a decir verdad, no le importaba. Exprimía cada segundo junto a Asiri, le encantaba verla crecer, enseñarle cosas, oírla reflexionar cada vez con más argumentos. Sabía que pronto llegaría el momento de dejarla volar y aunque sabía que era lo correcto, el hueco en su pecho no dejaba de sentirse algido. -Señorita Muny.- dijo uno de los niños corriendo a su encuentro, mientras Munay comenzaba a escribir la fecha en el pizarrón. -Hola Sami, veo que has madrugado hoy.- lo saludó con su habitual sonrisa y el pequeño asintió orgulloso. Era uno de los alumnos que siempre se retrasaba, Munay sabía que su repentina puntualidad traía algo con ella. -Es que estoy muy emocionado, ya quiero ver todo lo que nos traen de la capital.- Le dijo con sinceridad mientras se sentaba detrás de su pupitre y colocaba sus manos debajo de sus piernas para calentarlas. Munay sonrió y acarició su cabeza con cariño. -Los chicos que vienen desde Buenos Aires no solo vienen a traernos cosas.- le explicó. Cada año un contingente de un colegio de la provincia de Buenos Aires, se acercaba a aquel recóndito pueblo de Jujuy para enviar donaciones, construir mejoras edilicias y sobre todo, pasar unos días compartiendo actividades, historias y familiarizando con la cultura Era una experiencia que a Munay le gustaba, ella sabía muy bien las diferencias que existían, incluso en este siglo, entre los alumnos de un colegio como ese y el que ella misma dirigía y si bien al principio se había resistido a la idea, con el tiempo le había logrado dar forma y cada visita se volvía mejor que la anterior. La única arista que detestaba era tener que lidiar con el intendente. Raúl era un hombre despreciable, hábil con los protocolos y las falsedades, que vendía un discurso de igualdad, pero solo pensaba en su abultada billetera, pero aquello no hubiera sido difícil de soportar, lo que más detestaba eran las atribuciones que se tomaba. Hacía todo lo posible por mantenerse alejada de él, sus miradas desubicadas, sus intentos de contacto y sus palabras por lo bajo la dejaban tan vulnerable que pocas veces podía reaccionar. Siempre había sido una joven tímida, una a la que le habían enseñado muy poco de la intimidad. Había crecido en una familia numerosa, que trabajaba de sol a sol, sin tiempo para nada más. Había jugado con la naturaleza y su imaginación de aliada, hasta que su mente la había llevado a partir. Pero aunque el cambio de ciudad coincidiera con su ingreso a la adolescencia, su tía Frida tampoco se había mostrado adepta en enseñarle nada. A veces pensaba que aquel había sido el motivo de que el recuerdo de su despertar se empecinara en regresar. Lo había descubierto todo junto, y había sido tan maravilloso como doloroso. Ahora ya no importaba, era una mujer de treinta años, ya sabía lo que esperar de un hombre y lo que no, se suponía que debía tener la hagallas para defenderse de alguien como Raúl y sin embargo, siempre terminaba huyendo. -¿Qué más vienen a hacer?- le preguntó el pequeño devolviendola a la realidad. Munay aclaró su mente para responderle, no entendía qué le pasaba últimamente, no quería volverse una nostálgica, no quería queria pensar en el pasado. -Bueno, para empezar, vienen a conocernos, a ver cómo estudiamos, cómo combinamos nuestra vida en el campo con nuestro saber, vienen a aprender de nuestros antepasados y de las civilizaciones que vivían en esta tierra mucho antes que nosotros.- le explicó con su habitual dulzura. -¿Les vas a contar tus historias?- volvió a preguntarle entusiasmado y Munay rió. -No son mis historias, son historias que vienen desde generaciones, de nuestros orígenes, de nuestras raíces.- le dijo con orgullo. A su madre le gustaba repetir que su tatara tatara abuela había sido una princesa del imperio Inca, y que por eso ella llevaba la realeza en su sangre y que así lo había conquistado a su padre, un europeo aventurero que había viajado a conocer el camino del Inca y no había querido partir nunca más. -A mi me gusta creer que son tus historias, me encanta como las contas.- le dijo el niño y ella volvió a sonreír. -Elegí la que más te guste y escribe su título acá, así cuando la cuente sabrás que es para vos.- le dijo con sus ojos cargados de amor y el niño se apresuró a buscar sus útiles. El resto de los alumnos no tardaron en llegar y la semana comenzó a correr con la rutinaria calma de cada día, aunque cada vez que Munay hacía una pausa, el nerviosismo por la pronta llegada de los visitantes se colaba en pies movedizos y dientes castañeando. Cualquier hecho fuera de lo habitual en aquel lugar olvidado siempre traía esa ilusión que se traducía en los ojos de los pequeños, intentando concentrarse en sus tareas. -Bien, creo que podemos hacer algo nuevo hoy.- les sugirió cerrando su libro y borrando el pizarrón. Los alumnos la observaron tan sorprendidos como esperanzados y ella supo que había hecho lo correcto. -¿Qué les parece si armamos una cálida bienvenida para nuestros visitantes?- les dijo y todos comenzaron a saltar y gritar de emoción. Y entre risas y pasos saltarines, aquel lugar se transformó en una fiesta. Munay observaba a los niños y no podía dejar de sonreír. Qué diferente era la vida allí, volvió a pensar con nostalgia. Haber conocido otro mundo traía una paradoja eterna. El conocimiento siempre era bienvenido, saber que existían escuelas con bibliotecas infinitas, edificios lujosos y profesores formados con posgrados exclusivos, la había llevado a querer progresar, a querer saber cada vez más del mundo, a intentar una vida en otro lugar y sin embargo no la habían hecho feliz. No como esos niños que disfrutaban de sus clases en aquel pequeño lugar, que bailaban por la alegría de pintar un cartel, que le sonreían a un mundo que se mostraba sencillo pero maravilloso a la vez. Uno que ella había elegido y que necesitaba convencerse de que había sido la mejor elección.
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