Miré el celular que aún tenía en la mano. El último mensaje seguía abierto: ¿Cómo estás? Respiré hondo, teatral. Luego lo miré con mis ojos más dulces, esos que mi abuela llamaría “peligro público”.
—¿Qué gano?
—Dije que te daría lo que quisieras.
—Tres cosas —rectifiqué, levantando tres dedos, con una sonrisa lenta—. Uno: esta noche me tomas de la mano donde todos puedan verlo. Dos: me vas a mirar como me miraste en el auto, sin esconderte. Tres: vas a decirme al oído lo que te niegas a admitir en voz alta y la verdad que quiero una cuarta y es que me hagas tuya por una noche.
Sus hombros se tensaron. Un músculo le saltó en la mandíbula.
—Una cosa.
—Cuatro o nada —casi canté.
Retrocedió medio paso, como si necesitara aire. Yo aproveché para abrir la ventana del chat y escribir. Mis
