CAPÍTULO SEIS

4457 Words
PIPER El dolor me despierta como una punzada aguda detrás de los ojos, extendiéndose hasta la nuca. Mi respiración es irregular, Parpadeo varias veces antes de abrir completamente los ojos. Me encuentro en una habitación que no reconozco. Las paredes son de un gris pálido, la cama en la que estoy es sorprendentemente cómoda, y todo está perfectamente ordenado. Una sensación de intranquilidad recorre mi cuerpo; algo aquí no encaja conmigo. Lo primero que noto al girar la cabeza es un póster en la pared frente a mí: una balanza equilibrada sobre un fondo minimalista. Me quedo observándolo unos segundos, tratando de identificar algún indicio de dónde estoy, pero mi mente no coopera. Un leve mareo me asalta al intentar moverme, y el dolor en mi cabeza se intensifica como si alguien estuviera aplastando mi cráneo. Llevo una mano temblorosa a mi frente. Está fría, a pesar del calor que siento por todo el cuerpo. Y entonces, un torrente de recuerdos empieza a llegar. El pasillo de la universidad. Las risas burlonas. Las tres chicas rodeándome. Sus palabras llenas de veneno. "¿Qué te crees, Piper? No eres nadie para quitarnos a Kabil." El primer golpe me tomó por sorpresa, pero no el segundo, ni el tercero. Ahora, cada uno de ellos parece haber dejado su huella en mí. Hago un recuento de los daños, recuerdo tener moretones por todo el abdomen, espalda y brazos. —Maldición —rechino los molares. Respiro hondo y bajo la mirada. Mis ojos se abren como platos. Estoy vestida solo con unas bragas negras y una camiseta que definitivamente no es mía. Me queda enorme, cubriéndome hasta la mitad de los muslos, pero eso no me da consuelo. El pánico se apodera de mí. Mi corazón late con fuerza. Trago saliva, sintiendo un nudo en la garganta, y mis ojos buscan algo, cualquier cosa, que me explique cómo terminé así. Sobre la mesita de noche a mi izquierda está mi ropa. La reconozco de inmediato. Ahora está seca, cuidadosamente doblada. Intento calmarme, diciéndome que quizá esto no sea tan grave, pero la incomodidad no desaparece. Me pongo de pie, me levanto un poco la camiseta para quitármela, lo justo para ver si hay algo más que no recuerde, cuando escucho el sonido inconfundible de una puerta abrirse. —Joder —escucho mientras me apresuro a bajar la tela y cubrirme. El chico que entra me detiene en seco. Es Ian. Su figura ocupa casi todo el marco de la puerta, y aunque lleva ropa sencilla —una camiseta oscura y unos pantalones deportivos—, su presencia es imponente. Sus ojos grises, normalmente serenos, están oscuros, tensos, mientras recorre mi cuerpo, mis piernas desnudas. —Por fin despiertas —murmura con una voz áspera, sin rastro de amabilidad. Cierra la puerta tras de sí, pero no se acerca de inmediato. Su mirada recorre mi cuerpo, deteniéndose apenas un segundo más de lo necesario en mis piernas desnudas, otra vez, antes de volver a mis ojos. Aprieta la mandíbula, claramente molesto, pero no entiendo por qué. —¿Dónde estoy? —pregunto, intentando sonar firme, aunque mi voz tiembla ligeramente. Él no responde de inmediato. Avanza con pasos decididos hacia la mesita de noche, donde deja un vaso de agua y dos pastillas blancas. Luego, se queda de pie, cruzando los brazos sobre su pecho. —En mi departamento. Mi habitación. —Su tono es tan frío que siento un escalofrío recorrer mi espina dorsal. Mi mente da vueltas. Esto no tiene sentido. ¿Cómo terminé aquí? ¿Por qué estoy en su habitación? Palidezco mientras intento armar las piezas. —¿Cómo... cómo llegué aquí? —balbuceo, más para mí que para él. —Kabil te encontró —Ian suelta las palabras como si le costaran. Su mandíbula sigue apretada, y sus ojos esquivan los míos. Es obvio que no quiere que esté aquí—. Te trajo. Él secó tu ropa. El nombre de Kabil es un golpe inesperado. Me aferro a esa pequeña información, tratando de mantenerme a flote en este mar de confusión. Pero Ian no me da tiempo para preguntar más. Se gira hacia la puerta, él no soporta estar en la misma habitación que yo. Es obvio. Intento dar un paso adelante, sin embargo, mis piernas flaquean y el dolor me paraliza, por lo que caigo de rodillas quejándome. No espero a que me ayude, para mi sorpresa, en menos de dos segundos me agarra de los brazos y me ayuda a ponerme de pie, me sostengo de él, mierda, lo estoy tocando, y esta vez no está ebrio para que me confunda con mi hermana mayor. —¿Por qué tienes que ser tan torpe? —inquiere en tono serio. —Lo… siento —susurro en un tono apenas audible. Su rostro está tan cerca del mío, que me quedo anonadada por unos instantes, sus ojos grises están dilatados, su mandíbula sigue tan tensa que me resulta incluso dolorosa. Mis pechos se aplastan contra su tórax y siento que mis pezones se endurecen. Espero que la magia se rompa como siempre, que me aviente con desprecio, no lo hace, al contrario, siento que sus brazos me estrechan solo un poco más contra él. —¿Quién te hizo esto? —pregunta, luego frunce el ceño y me libera—. Olvídalo, no me incumbe. Vuelve a caminar en dirección a la puerta. —Espera... —empiezo, pero él me interrumpe antes de que pueda formar una frase completa. —Hueles a problemas, Piper —Se detiene justo en el umbral, mirando por encima del hombro. Su mirada es una cuchilla, directa y sin concesiones—. Y problemas es lo último que Kabil y yo necesitamos. Su comentario me deja helada. Antes de que pueda responder, Ian me lanza una última mirada. Sus ojos bajan brevemente hacia mis piernas nuevamente, con una mezcla de desdén y algo que no puedo descifrar, luego se va, cerrando la puerta tras de sí con un clic seco. Me quedo sentada en la cama, incapaz de moverme, con una maraña de emociones en el pecho. Confusión, vergüenza, rabia. Todo a la vez. La habitación, que antes se sentía extraña, ahora parece más hostil. Aunque hay cierto encanto en ella por ser de Ian. Deseo con todas mis fuerzas que Ian no haya sido quien me haya cambiado de ropa, que Kabil haya hecho algo para protegerme. Más que eso, deseo algo imposible. Ojalá me hubiese enamorado de Kabil. Él es sencillo, amable, confiable. Pero no. Mi estúpido corazón eligió a Ian. El hombre que claramente no me quiere cerca. Y, a juzgar por cómo me miró, quizás nunca me querría. —Es mejor que me vaya —me digo a mí misma. El aire en la habitación de Ian tiene un aroma extraño. No es desagradable, pero tampoco es lo que esperaba: una mezcla de madera recién cortada, algo de tabaco y un leve toque a loción masculina, como si el ambiente estuviera impregnado de su carácter cerrado y contundente. Me siento fuera de lugar aquí, envuelta en una camiseta demasiado grande que, probablemente, le pertenece a Kabil. Cada fibra de mi ser me grita que debería haberme ido hace minutos, mi cuerpo aún está adolorido, recordándome que el cansancio tiene su precio. Me observo en el espejo al lado del armario. El reflejo me devuelve una imagen de alguien que no reconoce su propio rostro. Mis heridas están al descubierto, las mismas que he hecho todo porque nadie las mire. Me siento pequeña, invadiendo un espacio que es del chico que me odia, y esa culpa me carcome mientras me esfuerzo por vestirme. Mi cabello está hecho un desastre y los ligeros moretones en la mejilla, me erizan la piel. —Esto no está bien, no quiero que hagan preguntas —musito, tomando una bocanada de aire. Mis ojos recorren la habitación de Ian, una vez más, antes de irme, queriendo grabar cada cosa en mi memoria. Es austero, casi desprovisto de cualquier intento de calidez humana. La cama está perfectamente hecha, con las esquinas de las sábanas dobladas con una precisión militar. La única decoración en las paredes es un reloj que no hace tic-tac, sino un zumbido constante y el póster de la balanza. Entonces lo veo: un pequeño osito de felpa gris, acurrucado en una esquina, con ojos verdes que parecen brillar bajo la luz tenue que entra por las cortinas entreabiertas. La ternura me golpea de improviso. No encaja aquí, no en este lugar tan rígido y masculino. Me acerco, ignorando el punzante dolor en mis costillas, y lo tomo entre mis manos. El peluche está suave, como si alguien lo hubiera cuidado con esmero. —¿Y tú qué haces aquí? —sonrío. —¿Qué haces? —La voz de Ian me saca del trance. Me giro de golpe, con el osito aún en mis manos. Ian está en la puerta, ahora con unos pantalones de chándal oscuros y el torso desnudo, mostrando un cuerpo marcado por cicatrices y músculos tensos que no admiré hace rato. Su mirada es hielo puro, detallándome de una manera que me hace encoger. —Yo… no quise… —balbuceo, sosteniendo el osito que es una prueba incriminatoria. —Dámelo. —Su tono es cortante, sin espacio para réplica. Obedezco, extendiéndole el peluche. Cuando lo toma, casi lo arranca de mis manos, sus dedos rozan los míos por un breve instante que se siente eterno. Sus ojos grises se anclan en los míos, puedo escuchar su respiración agitada y me muerdo el labio inferior, retrocediendo un paso. —No pensé que fueras de los chicos a los que les gustara esta clase de cosas. —Intento bromear, temblorosa. Ian me mira, con sus cejas fruncidas y su mandíbula apretada. Por un momento, creo que va a gritarme, pero en lugar de eso, deja escapar un suspiro pesado, como si cargar con mi presencia lo agotara más de lo que quisiera admitir. Se pasa una mano por el cabello desordenado y dice, con un tono bajo y ronco: —Es para Reagan. El peso de su respuesta cae sobre mí como una losa. Mi sonrisa desaparece, y mi garganta se cierra mientras intento procesarlo. —Claro… A ella le gustan esas cosas. —Miento con la voz quebrada, tanto, que me quema hasta los oídos. Trago saliva, sintiendo cómo mi rostro se calienta por la vergüenza. Me giro hacia la puerta, necesitando escapar de esa habitación, de él, de todo. —Perdón por invadir tu espacio. No volverá a pasar. Salgo rápido, sin atreverme a mirar atrás. Mis pasos resuenan en el pasillo mientras mi corazón late con fuerza, una mezcla de nervios y algo que no puedo identificar. En la estancia principal, la atmósfera es completamente distinta. Kabil está sentado en el sofá, comiendo cereal directamente de un tazón, con el móvil en la otra mano. Su sonrisa amplia y despreocupada se ilumina al verme. —Vaya, al parecer mi bella durmiente ha decidido deleitarme por fin, con su presencia. Siéntate aquí conmigo. —Hace un gesto con la cabeza, señalando el lugar vacío a su lado. —No, yo… —Siéntate. —Su tono se vuelve más serio, aunque su sonrisa permanece. Me acerco con nerviosismo, cruzando los brazos sobre el pecho mientras me dejo caer en el sofá. Kabil deja el móvil a un lado y me observa detenidamente. Su mirada parece atravesarme, pareciera que quiere ver más allá de mi piel y directamente a mi alma. —¿Vas a contarme qué pasó? —pregunta, inquisitivo. —No es nada. —Intento desviar la conversación, pero él no se deja engañar. Sin previo aviso, estira su mano y toma mi brazo, girándolo para exponer las cicatrices y moretones que he tratado de ocultar. —Estas heridas no son nuevas, Piper. —Su voz pierde parte de la amabilidad, y en su lugar hay preocupación—. ¿Te lo hiciste tú? Mi corazón se acelera, y el pánico comienza a apoderarse de mí. Me pongo de pie de un salto, alejándome de él y de sus preguntas. —Gracias por todo, Kabil. En serio. Pero… tengo que irme. —Mis palabras salen atropelladas, mi necesidad de escapar es casi palpable. —Dale las gracias a Ian. —Su comentario me detiene en seco. —¿Qué? —Él fue quien te encontró. Te vistió, lavó y secó tu ropa, también te cuidó toda la noche. No te llevó a tu casa porque murmurabas en sueños que no querías volver allí. El calor sube a mis mejillas, y un escalofrío recorre mi espalda. No sé si estoy más avergonzada o confundida. —¿Ian… me vio? —pregunto, tragando grueso—. ¿Desnuda? Kabil sonríe de una manera que no sé si interpretar como divertida o cruel. —Sí. Mis piernas parecen perder fuerza, y caigo de nuevo al sofá, incapaz de mirar a Kabil. Las palabras de Ian vuelven a mi mente, recordándome cómo insistió en que había sido Kabil quien me encontró. ¿Por qué me mentiría? —Como sea, no desvíes el tema, Piper. Volteo a ver a Kabil, su cabello rubio, siempre alborotado y sus ojos ámbar, casi amarillos, y esa sonrisa… Dios, ¿por qué maldita sea no me puedo fijar en él? —No quiero hablar de eso —corto el contacto visual con él. —Y supongo que tampoco me querrás decir quién mierda te hizo todo esto. Niego con la cabeza, el silencio es tan ensordecedor, que puedo escuchar los latidos de su corazón. —Bien, lo dejaremos para otro día —se pone de pie—. Te llevo a casa. Andando. Mis hombros se relajan, asiento y le sigo sin mirar atrás. El aire gélido de la noche me estremece. La única fuente de luz son los faros del auto de Kabil, cortando la oscuridad con destellos intermitentes al ritmo de las curvas del camino. Estoy en el asiento del copiloto, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en mis manos. Agradezco que Kabil no haya insistido en hablar sobre lo que pasó ni sobre las heridas que, a veces, me hago yo misma. Aunque la tensión entre nosotros es evidente al principio del trayecto, su silencio me permite sumergirme en mis pensamientos. Ahora, mientras nos acercamos a mi casa, siento cómo un nudo de ansiedad comienza a formarse en mi pecho. He revisado mi móvil durante el trayecto. Los mensajes sin leer de Reagan parecen puñaladas digitales en la pantalla. Su tono escala de la recriminación al desprecio, y el último mensaje no es una advertencia: es una amenaza. La conozco lo suficiente para saber que esto no terminará bien, pero la impotencia es un veneno lento que recorre mis venas. Estoy tan adentrada en mis pensamientos, hasta que el auto se detiene frente a mi casa. El parpadeo de las luces del porche apenas ilumina la fachada; la penumbra hace que la casa parezca más una trampa que un refugio. Respiro profundo, intentando acallar el tamborileo de mi corazón, y me quito el cinturón de seguridad con manos temblorosas. —¿Estarás bien? —pregunta Kabil—. Aún puedo llevarte al hospital. Pero si no quieres, no te presionaré. Kabil me hace querer decirle todo, no obstante, sé que no debería. Asiento, tragándome la verdad. —Sí, estaré bien. Sus ojos me estudian. La dureza en su mirada contrasta con el tono sereno de sus palabras. Hay algo en Kabil que me eriza la piel y me da miedo, es la oscuridad que irradia en su mirada sin que se dé cuenta, en algunas ocasiones, es como si luchara constantemente por encerrar su verdadero yo. —Te creeré por esta vez, cualquier cosa que necesites, llámame. No importa la hora. Y no es una opción. Es una orden. Sus palabras son un escudo, pero el miedo ya me ha desarmado. Esbozo una sonrisa débil y me inclino hacia él, dejando un beso rápido en su mejilla. —Gracias, Kabil. Pero lo mejor para ti es que te alejes de mí. No le doy tiempo para responder. Salgo del auto y cierro la puerta tras de mí, sintiendo su mirada clavada en mi espalda mientras me dirijo a la entrada. El interior de la casa está en penumbra, salvo por una lámpara en la estancia principal. Mi madre está allí, sentada en el sofá, con una copa de vino en la mano. Su cabello rojo está desordenado, sus ojos negros desorbitados y las ojeras profundas le dan un aire fantasmagórico. Huele a alcohol y perfume barato. —¿Dónde estabas? —pregunta con voz arrastrada, casi ronca. Poniéndose de pie. —Yo… —intento responder, pero no me da tiempo. La bofetada llega antes de que pueda reaccionar. El impacto me deja un ardor en la mejilla y un sabor metálico en la boca. Siento algo caliente correr por mi labio inferior: sangre. —¡Todo es tu culpa! —grita, con una mezcla de rabia y desesperación. Su aliento huele a vino. Se acerca más, tambaleándose un poco—. Por tu culpa, él se fue. ¡Tu padre no ha vuelto desde ayer! Mis labios tiemblan, pero no sé qué decir. Quiero defenderme, pero mi garganta se siente cerrada. Odio tanto ser tan débil. —¡Vete! —ordena, señalando las escaleras con la copa en la mano. Corro sin mirar atrás, mis pasos resuenan en la madera vieja de las escaleras. Al llegar a mi habitación, la encuentro hecha un desastre: la ropa tirada, los cajones abiertos y el colchón inclinado. Reagan. —Ahora sí la armaste, hermanita. —Su tono burlón me perfora los nervios. Ella se apoya en el marco de la puerta con una sonrisa torcida. —Sal de aquí —le digo, firme, pero en un susurro. Reagan parece no tener la intención de marcharse, por lo que le cierro la puerta en las narices. Se retira, aunque desde el otro lado de la puerta su voz sigue resonando: —¡Te vas a arrepentir! Jamás te librarás de mí. ¡Somos hermanas, Piper, no lo olvides! La ignoro. Cierro con pestillo y me quedo un momento apoyada en la puerta, tratando de calmar la tormenta en mi interior. Mis manos tiemblan mientras me deshago de la ropa. Me dirijo al baño y dejo que el agua caliente de la ducha cubra mi cuerpo. El calor me quema la piel, pero de alguna forma logra disipar un poco el frío que siento en el pecho. Cierro los ojos y dejo que el agua se mezcle con las lágrimas que no puedo contener. Aquí, bajo la cascada tibia, puedo permitirme sentir lo que siempre escondo: miedo, tristeza, rabia. Pero no por mucho tiempo. Mañana será otro día, y tendré que volver a fingir. [...] Me despierto un poco más temprano de lo habitual, no he podido dormir bien. El rugido del autobús me saca de mi ensimismamiento. Hace frío esta mañana, y la tela de mi sudadera negra, demasiado grande, no parece suficiente para protegerme del aire que se cuela por las ventanas. Mis vaqueros ajustados me resultan incómodos, pero no quería verme descuidada hoy. Los tenis blancos, aunque limpios, ya tienen señales del tiempo; marcas inevitables de días vividos. Miro por la ventana el paisaje urbano pasando como un borrón, mientras intento calmar el nudo que siento en el estómago. La escuela nunca ha sido un lugar fácil para mí. Al bajar, el aire es aún más helado, y abrazo mis libros con fuerza mientras camino hacia el edificio principal. Mi cabello suelto me roza la cara, y agradezco que al menos me dé un poco de calidez. Entro al aula con la cabeza gacha, intentando pasar desapercibida. Durante la primera clase, noto a Ian, sentado a dos filas de dónde estoy, su ceño fruncido se clava en mí como si intentara descifrar un misterio. Mi rostro se enciende de inmediato al recordar que él es el primer chico que me ha visto desnuda, y mis manos tiemblan ligeramente al abrir el cuaderno. ¿Por qué me mira así? La única respuesta que puedo imaginar es que me odia. Siempre parece molesto cuando estoy cerca. Desvío la mirada hacia la pizarra, tratando de concentrarme en lo que dice la profesora, pero es inútil. La presión de su mirada hace que mi piel arda, y no sé si quiero desaparecer o enfrentarle, aunque sé que nunca me atrevería. Llega un punto en el que desvío mi mirada sin pensarlo, en su dirección, y ahí está, esa misma intensidad en sus ojos grises, los cuales recorren mi cuerpo, es probable que sea la única chica en toda la Universidad que no muestra nada de piel, y me siento vulnerable ante su actitud inquisidora. Al término de la única clase que tenemos en común, salgo corriendo sin chocar con nadie, ya no quiero que me vea. Las horas pasan con una lentitud agonizante, pero al menos las clases transcurren sin incidentes. Cuando llega la hora del almuerzo, me dirijo al comedor y escojo una mesa cerca de la ventana. Me siento sola, hasta que veo a Tamara caminando hacia mí con su bandeja llena de comida. Su cabello castaño ondea detrás de ella, y su sonrisa cálida ilumina la sala, al menos por un momento. —¡Piper! —dice, colocando su bandeja en la mesa frente a mí. Su expresión cambia de inmediato cuando se sienta y me observa más de cerca—. ¿Qué te pasó en la cara? No me digas que fue la perra de tu hermana. Sus ojos marrones escrutan el moretón que intento ocultar con mi cabello. Me tenso. —Nada, no es nada —respondo, apartando la mirada—. No fue Reagan, baja el tono, no quiero más problemas. —No me mientas —insiste, inclinándose hacia mí. Mi boca se abre para explicarle, para decirle la verdad sobre las tres chicas que me emboscaron ayer en el pasillo que da a la parte trasera de la Universidad, pero mis palabras se ahogan cuando las veo. Están sentadas en una mesa al otro lado del comedor, riéndose entre ellas mientras me miran con una mezcla de burla y desafío, observando cada uno de mis movimientos. Bajo la vista rápidamente y susurro: —Me caí de la bicicleta. No es gran cosa. Tamara frunce el ceño, claramente dudando de mi respuesta, pero antes de que pueda seguir interrogándome, Kabil aparece de la nada y se sienta a mi lado, colocando su mano sobre mi hombro. —¿Me extrañaste? —pregunta, con su tono siempre bromista, antes de inclinarse y besarme la mejilla herida. —No deberías hacer eso —protesto, medio riendo, mientras él me guiña un ojo. Tamara lo observa con curiosidad, y yo, recordando mis modales, hago las presentaciones. —Tamara, este es Kabil. Kabil, mi mejor amiga, Tamara. Lo que sucede después me desconcierta. Kabil no responde al saludo de Tamara. En lugar de eso, la mira fijamente, como si intentara leerla, mientras da un mordisco a su manzana. Tamara, por su parte, se mantiene erguida, sus ojos evitando los de Kabil con un aire de altanería que, curiosamente, también tiene un toque de coquetería. ¿Qué les pasa a estos dos? ¿Acaso se conocerán más de cerca? Los observo en silencio, preguntándome si debería decir algo para romper la tensión. ¿Se gustarán? Kabil y Tamara no se conocen, es imposible, pero hay algo en la forma en que se miran, o más bien en la forma en que él la mira y ella lo ignora, que me hace pensar que podrían llevarse bien. O tal vez demasiado bien. —Creo que ya no tengo apetito, luego nos vemos, Pi —me dice Tamara, agarrando con fuerza su charola ante la sonrisa de media luna de Kabil, y se pone de pie para marcharse de malas. Volteo a ver a Kabil, esperando una respuesta, pero este se pone de pie y me alborota el cabello como si fuese una niña pequeña, sin apartar la mirada de mi amiga, quien ya ha salido del comedor, como alma que lleva el diablo. —También te veo después, tengo algo que hacer, no te metas en problemas —arguye sin más, saliendo del comedor, tomando la misma dirección que Tamara. El resto del día pasa sin mucho que destacar. Las clases terminan, y me subo al autobús de regreso a casa. El trayecto es corto, pero se siente eterno. Cuando llego, la casa está en silencio. Una nota de mi madre está pegada en la nevera: “Llegaremos tarde. Hay ensalada en el refrigerador.” Suspiro. Subo a mi habitación y dejo mi mochila sobre la cama. Estoy buscando el dije que mi padre me regaló hace tres años. Era pequeño, con un grabado de una estrella, lo adoraba, esta mañana me acordé de él. Revoloteo entre cajones y cajas, pero no aparece. Algo me dice que Reagan podría tenerlo. Aunque siempre niega tomar mis cosas, es una ladrona habitual de accesorios. Camino hacia su habitación, tocando la puerta ligeramente antes de empujarla. —Reagan, ¿has visto mi…? Las palabras mueren en mi garganta. Ella está ahí, pero no está sola, no, se encuentra de horcajadas sobre Ian, moviendo las caderas, desnuda, mientras gime con fuerza. Mis piernas se sienten como de gelatina, y mi corazón late tan fuerte que creo que ambos pueden oírlo. Mis ojos se desvían hacia el osito gris que está junto a Reagan, el mismo que él le compró y estaba en su habitación. Mis ojos se llenan de lágrimas antes de que pueda evitarlo. Reagan gira la cabeza y me ve, pero no dice nada, solo sonríe con mi dije colgado en su cuello. Ian no se mueve, me mira con rabia y extrañeza, como si mi presencia fuera insignificante y una grosería. —Lo siento —murmuro, aunque no sé por qué. Cierro la puerta con cuidado y corro a mi habitación. El peso en mi pecho es sofocante, y mis manos tiemblan mientras me dejo caer en la cama. Las lágrimas caen silenciosamente, mojando mi almohada. No quiero pensar en lo que acabo de ver, pero la imagen de ellos juntos se repite una y otra vez en mi mente, como una película que no puedo apagar. Niña estúpida, ¿acaso creía que él se fijaría en mí? Siempre es Reagan, siempre mi hermana, por lo que en medio del llanto me prometo una cosa; olvidarme de Ian. Y esta vez pienso cumplirlo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD