Me detengo frente a la puerta de la habitación detrás de la cual proviene el dulce y compungido lamento. Pongo mi mano sobre la perilla y la giro lentamente hasta que se abre. Ni siquiera lo pienso, entro al cuarto y me dejo guiar por la dulce melodía y, es entonces, cuando veo a la pequeña nena sobre la cama. Su lloriqueo se desata a todo pulmón mientras agita sus dos pequeñas manitos de manera inquieta. Aquella imagen me parte el corazón. Corro hacia ella para levantarla de la cama y arrullarla. ―Hola, cariño, no llores, ya estoy aquí. No puedo describir la sensación que me embarga una vez la envuelvo entre mis brazos. Todo mi cuerpo tiembla y las lágrimas comienzan a escurrirse sin parar por mis mejillas, como si fueran represas que abren sus compuertas para dejar correr el agua. La l

