EXPERIENCIA RELIGIOSA

4557 Words
Hará ocho años desde que me fui del pueblo, dejé atrás amigos, a mis padres, hermanos y una vida donde pude casarme y tener hijos, pero renuncié a todo esto el día que estuve a punto de morir en un accidente. Según dijeron los médicos estuve clínicamente muerto dos minutos, unos que cambiaron mi vida por completo. Cuando desperté, supe que quería entregar mi vida a Dios y expandir su palabra a diferentes rincones, apoyar a los necesitados para brindarles las herramientas necesarias y que puedan salir adelante. Hace poco me dieron la noticia que, por mi buen desempeño y trabajo comunitario, los superiores decidieron enviarme nuevamente al pueblo que nací para ser el sacerdote cubriendo el puesto que tenía el padre Ocampo, él falleció hace poco y debían enviar a alguien. Me entristeció saber de su deceso, él fue un maestro para mí. No obstante, el volver al pueblo que me vio nacer es algo maravilloso, pues ahora estaría de nuevo cerca de mi familia y ejercería el sacerdocio que era mi mayor pasión. Pero no todo es perfecto y así como me sentí feliz de volver, también me encontraba muy nervioso, casi podría decir que tenía un poco de temor, pero ¿qué puede hacer temblar los nervios de un sacerdote? ¿cuál puede ser la semilla que siembra la duda en mí? Bueno, ese pero se llama Alma Montenegro, una joven que es muy querida por todos en el pueblo desde que era pequeña, recuerdo que la última vez que la vi era una joven de veinte años devota a su iglesia, hija querida en su familia al ser la menor de tres hermanos, una sonrisa y rostro angelicales, ojos celestiales, mejillas y labios rosados castos. Todos sabían la clase de persona que era Alma, una mujer colaboradora; servicial; hospitalaria; respetuosa; amable, Alma es lo que se puede decir, una joya invaluable, una mujer de ensueño. En mi caso nunca me sentí atraído por ella, crecí con ella, la vi cambiar de niña a mujer y estudiamos en la misma escuela, pero nunca fuimos amigos o algo que se le parezca. Cada día cargo con mi culpa, pido perdón a Dios al levantarme y antes de dormir por lo ocurrido. Era una mañana como cualquier otra, recuerdo que era martes porque ese día casi no iba gente a la iglesia y el sacerdote salía de viaje hasta el jueves para ir a los corregimientos aledaños. Para ese momento yo era un acólito y me encargaba de los cuidados de la iglesia, abría; cerraba; limpiaba todo el lugar y atendía a los feligreses en nombre del padre Ocampo, al menos hasta donde podía pues no tenía un poder mayor o igual al de él. Me había quedado a dormir en la iglesia para estudiar un poco y me levanté ese martes muy temprano para abrir. A las seis en punto estaba abriendo las puertas cuando encuentro una mujer frente a estas, llevaba un vestido blanco muy hermoso y una mantilla del mismo color que cubría su cabeza y parte de su rostro, era una imagen tan casta que iluminaba mi vida. Ella levanto su cara y esbozó una sonrisa angelical, sus mejillas estaban sonrojadas, sus labios eran rosados y no tenía ni un poco de maquillaje. De pronto su expresión se tornó un poco nostálgica, casi pasó a la tristeza haciendo que mi corazón se afligiera por su pena. —Perdón por molestar a esta hora ¿Se encuentra el padre Ocampo? Es importante que hable con él —su voz estaba quebrada, sus ojos cristalizados y un horrible vacío se alojó en mi pecho. —Lo siento, el padre Ocampo adelantó su viaje y salió ayer por la tarde, no regresará sino hasta el jueves para la misa de la noche. Unas lágrimas brotaron de sus ojos haciéndome sentir peor de lo que ya estaba, nunca hablé con Alma más de lo social y estrictamente necesario, pero yo era la mano derecha de esta iglesia, del padre Ocampo y como tal debía hacer mi labor, pero más importante aún, quería ayudarla en su dilema. Le entregué un pañuelo para que limpiara sus lágrimas, ella lo tomó con gentileza alcanzando a rozar mis dedos y una pequeña corriente se hizo presente en mi brazo al sentir el tacto, pero no le presté mayor atención… Grave error, y el primero de muchos. Si tan solo hubiese despachado a Alma esa mañana, si tan solo le hubiese dicho que volviera el jueves o el viernes en vez de invitarla a pasar y escuchar su problema, tal vez, pero solo tal vez, hoy no estaría con los nervios de punta pensando en esta terrible cruz que llevo cargando desde entonces. Evité abrir del todo la iglesia, era muy temprano y sabía que nadie más llegaría todavía, así que dejé la reja con el candado, Alma y yo nos trasladamos a la oficina donde le entregué un vaso con agua para que se calmara un poco. Al estar más tranquila me regala una suave sonrisa y una mirada que me desconcierta por unos segundos. Esa mañana me habló del dilema en el que la tenía su familia pues querían obligarla a casarse con un hombre adinerado, él vivía en un pueblo cercano y traería grandes beneficios esa unión, sin embargo, ella decía que todavía no quería casarse, quería experimentar lo bello de la vida y conocer el mundo, aprender de las creaciones de Dios. Con sus palabras me iba enamorando de esa idea tan hermosa que tenía, desde ese momento ella venía seguido a la iglesia para hablar conmigo, me ayudaba en muchas cosas, conversábamos de todo un poco y yo me maravillaba más de sus palabras y sus sueños, era fascinante escucharla y más por la inteligencia que poseía. El tiempo siguió su curso y dos meses pasaron rápidamente, le conté que me iría en una semana del pueblo para empezar mis estudios en teología y filosofía, un requisito crucial para el sacerdocio. Ella quedó muy afligida al escuchar mis palabras regalándome un abrazo, escuché cómo sollozaba, lo que partió mi corazón porque le había tomado cariño, era la única persona que sentía me comprendía a la perfección, se convirtió en mi mejor amiga y me dolía separarme de ella. Tres días después de eso escucho que tocan la puerta del despacho, el padre Ocampo ya se había ido hace mucho a su casa, y es que eran las once de la noche. Igual me levanté un poco alerta, aunque fuese un pueblo no quería decir que no hubiese personas queriendo fomentar el desorden y provocar disturbios, mas mi sorpresa fue grande al ver a Alma frente a mí emparamada de pies a cabeza, estaba muy agitada, la hice entrar rápidamente pensando que pudo pasarle lo peor, no era normal que una joven de su casa estuviera a altas horas de la noche en la calle y menos con la tormenta que hacía afuera. Le di una toalla y le presté ropa para que se cambiara en mi habitación, la esperé en el despacho hasta que ella me llamó para que la ayudase con algo, no me dijo en qué, pero igual fui… Mi segundo terrible error. Ingresé una vez me dio el pase, la luz se apagó abruptamente en cuanto un estruendoso relámpago resonó en el cielo y le dije que se quedara donde estuviese (no había alcanzado a ver dónde estaba; así que no quería que tropezara). Busqué una vela que tenía en mi mesa de noche y la encendí iluminando apenas la habitación. —Sé que no es mucho, pero al menos no te caerás en medio de la oscuridad —dije. Giré y sin darme tiempo a nada sentí un fuerte abrazo de su parte, ella era un poco más baja que yo, pero igual tenía buena estatura, sentí el aroma de su cabello con intensidad, estaba muy fría y temblaba un poco. —Déjame busco un abrigo, estás temblando. —Abrázame, estás caliente y eres mejor que un abrigo —su voz era tierna. La envolví en mis brazos brindándole el calor que requería y después me moví un poco para tomar la cobija que estaba sobre mi cama, ella apenas y me soltó, la abrigué un poco en lo que nos sentábamos; no quería que enfermara. —¿Puedo quedarme contigo esta noche? Cinco palabras, cinco puñales, una pregunta que me llevó a mi condena… Mi tercer error. Sabía que no sería buena idea que regresara a casa sola, era peligroso, llamar para que la recogieran era imposible pues las líneas se habían desconectado por la tormenta y tampoco tenía auto. Sin más alternativas accedí a su petición, algo que pareció alegrarla en demasía. —Alma ¿por qué estabas afuera a esta hora? —Quería verte, te irás dentro de poco y quiero estar contigo tanto como pueda. —Podían hacerte algo malo al salir a esta hora y mira la tormenta que hay. —Lo sé, pero igual quería verte —entristeció y una lágrima brotó acabando con mi firmeza. Jamás soporté ver a una mujer llorar, menos cuando sé que es alguien bueno. —A mí también me duele irme, pero este es mi sueño y deseo cumplirlo Alma. —Lo sé —respondió triste —Sé que sonará atrevido de mi parte, ¿pero puedes dormir conmigo? No quiero estar sola, no me gusta la oscuridad. —Está bien, ocupa la cama, yo dormiré en el sillón. Volví al despacho para asegurarme de haber cerrado todo bien, organizar las últimas cosas que me hacían falta y regresé a la habitación, ella yacía dormida sobre la cama, todavía se notaba el dolor en su rostro. Tomé de nuevo la cobija que ella había hecho a un lado y la abrigué… ¿Cuántos errores son necesarios para darte cuenta de las señales que te envía la vida ante el peligro inminente? No sé y era muy claro que yo era un tonto inocente de estos temas. Ella tomó mi brazo con fuerza, caí en la cama, más exactamente sobre ella, lo bueno es que alcancé a sostenerme con el otro brazo para evitar lastimarla, pero la imagen que tenía frente a mí no la tuve nunca antes con ninguna mujer. Estábamos a centímetros de rozar nuestros labios, tragué con dificultad y un extraño calor emergió de mi cuerpo. —Duerme conmigo, no quiero estar sola. —No está bien Alma, no soy tu esposo y esto puede traer problemas. —No hay nadie más aquí y el padre Ocampo se fue, lo vi saliendo del pueblo al atardecer —no sabía eso, él nunca dijo nada. —Igual, es mejor que… —Por favor, por favor quédate —una súplica; una voz quebradiza; sus ojos cristalizados… ella sabía mis debilidades. Respiré profundo, accedí a su petición manteniendo la distancia inútilmente pues la cama era pequeña, ella se acercó más a mí para dormir sobre mi pecho y tomó mis brazos para que la cobijara entre ellos, sus piernas se enrollaron a las mías y el calor en mi cuerpo aumentó, no entendía bien lo que pasaba, o más bien, no quería aceptar lo que pasaría pensando en la castidad de ella, ya que nunca la he visto tener una actitud coqueta con nadie y menos conmigo. —¿Me extrañarás? —preguntó. —Mucho, eres mi mejor amiga y también alguien importante para mí. Levantó su rostro moviéndose un poco más hacia arriba quedando a la par con el mío, esos ojos me miraban de una manera muy profunda y luego se tornó a una mirada traviesa, maldadosa. Quedé estático cuando pasó sus dedos en mi mejilla, ella sonrió más y me besó. Solo un par de veces llegué a tocar los labios de alguna joven, pero nada importante, solo tonterías de niños. Todo mi cuerpo se estremeció ante ese acto, mis manos se movieron en automático abrazando su cintura para atraerla más a mí y ella profundizó el beso, su lengua tocó mis labios pidiendo permiso el cual le fue concedido. Era cálido, húmedo, toda castidad que conocí de ella desapareció en ese beso y las cosas se intensificaron. No sé cuándo o cómo lo hizo, pero abrió mi camisa recorriendo mi desnudo pecho con sus delicadas manos, a medida que descendía sentí que perdía más el control de mí mismo. Sin que pudiese evitarlo, abrió con sigilo mi pantalón, en cuanto sentí su piel tocar esa zona, que sabía estaba abultada, mi poco control se fue por completo. Me separé de sus labios soltando un suave gemido, ella sonreía, era maldad, era fuego. Introdujo su mano en mi bóxer enseñándome lo que se sentía el tacto de una delicada piel en esa parte de mi cuerpo, una tan cálida y suave que me estremecía más y más. Bajó las prendas, yo cerré los ojos dejándome llevar y algo húmedo cubrió la punta de mi falo, era ella, lo tenía en su boca que parecía guardar fuego, era ella. Enloquecí con el movimiento de su lengua, miles de corrientes pasaban por mi cuerpo, la temperatura solo aumentaba, gemidos eran producidos en mi garganta, pero ella no se detuvo, no hasta que se sintió satisfecha. Subió nuevamente dejando su cuerpo sobre el mío, su mirada era oscura, me atraía como la gravedad. Volvió a besarme, mis manos volvieron a recorrer su espalda en lo que ella retiraba mi camisa y se separó un instante admirándome con una enorme sonrisa, una que hizo estragos en mí. Se retiró el camisón que le había entregado permitiéndome admirar su desnudez bajo la luz de la vela, era bellísima, la obra más perfecta de Dios. Su boca se apoderó de mi cuello, sucumbí, su cuerpo se movía compartiéndome de su calor y entonces bajó su cadera y sentí cómo ingresaba en ella, estaba muy húmeda y estrecha, era ardiente, soltó un gemido agudo que intentó silenciar en mi hombro. Se movía mientras seguía dentro de ella, enloquecí en su cuerpo arqueado cuyas manos me atrajeron a sus senos, esos tan hermosos, quizás rosados, puntudos y un poco separados, pero eran suyos y los besé. Mi lengua saboreó esos montes con más necesidad, mis manos recorrían sus hombros, su espalda, la cintura, sus caderas, esas que me enloquecían en su vaivén. Nos giramos quedando ella debajo de mí, me sentía inseguro, quería continuar pero no sabía cómo, ella sonrió y como si leyera mis pensamientos, bajó su mano tomando de nuevo ese bulto pronunciado en su nombre y lo acomodó en su entrada, con sus piernas empujó mis glúteos e ingresé en ella, caí en tentación nuevamente y lo demás fluyó hasta el amanecer. Ese fue un momento increíble, sublime, y que me perdone Dios por lo que diré pero fue casi una experiencia religiosa y digo casi porque al día siguiente que desperté ya no estaba en mi cama, ni ella, ni sus cosas, se había ido dejándome solo con todas estas emociones y sensaciones nuevas. Creí que volvería, pero no lo hizo, no apareció en la misa; ni me visitó en mis tiempos libres o siquiera me llamó. Pasaron un par de días, comencé a sentir un remordimiento muy grande al haber arrebatado la inocencia de una joven y de paso la mía, ensucié la casa de Dios con un acto impuro, rompí mis votos y traicioné la confianza del padre Ocampo al cometer un acto como ese en la iglesia. Otro día pasó, era temprano en la mañana y me encontraba organizando mi documentación para el viaje cuando la veo aparecer en el despacho de la iglesia, tenía ese habitual vestido y velo blanco. Se acercó a lo que me levantaba y cruzó sus brazos en mi cuello para atraerme a sus labios. —Alma, detente por favor —dije al separarla rápidamente —Esto fue un error, jamás debí hacerte eso, tú eres una buena mujer; vas a casarte en unos meses y yo no debí tratarte así, discúlpame por favor. No comprendí lo que quería decirme con esa mirada ¿Enojo? ¿Decepción? ¿Dolor? No lo sé, pero su silencio me atormentaba. Tomó mi mano encaminándonos hasta mi habitación, la detuve en el pasillo para hacerla entrar en razón y que pudiésemos hablar, pero a ella no le importó. Tomó de nuevo mi cuello en sus labios, no sé qué tenía pero algo hacía en ese lugar que me descontrolaba por completo, nuestras manos surcaron el cuerpo del otro y tomé sus labios cual hambriento, ella abrió mi pantalón, la tomé de sus glúteos sintiendo cómo hacía a un lado la tela y la levanté apoyándola contra la pared. Esta vez mi cuerpo se ejecutó solo e ingresó en esa cavidad de fuego humedecida con el pecado. Entraba una, dos, tres, cuatro veces y nada parecía saciarme, batallábamos con nuestras lenguas, mi mano recorría y apretaba sus senos sobre la tela, el calor que ella producía en mí era único. Seguimos en ese acto descomunal hasta que los dos sentimos el placer en su máximo esplendor, dimos un último gemido el cual ahogamos en la boca del otro y nos separamos dejando nuestras frentes unidas. —Alma… —dije apenas jadeante. —No hables, hay alguien cerca. La miré muy preocupado al escuchar esas palabras, seguíamos con nuestras respiraciones agitadas, moría de miedo al pensar que podían descubrirnos y aun así ella era tan osada de mantener una sonrisa traviesa, la bajé con cuidado, acomodamos nuestras prendas rápidamente y peinamos el cabello del otro entre risas por la locura cometida, claro que la mía era nerviosa al pensar que alguien nos viera o escuchara en pleno acto. —Muchas gracias por tu ayuda, te veré en la misa de la tarde. Inclinó su cuerpo ligeramente como haciendo una reverencia y alzó su mirada de fuego, una que estaba aprendiendo a reconocer con solo dos encuentros. Esa tarde volvió mas no cruzamos palabra alguna, se celebró la misa como siempre, auxilié al padre Ocampo en lo que necesitase y al haber tantos feligreses me indicó que lo ayudara para entregar la hostia. Estaba muy concentrado en mi trabajo, organicé todo, entregaba lo que él me solicitaba y quedé a su lado repartiendo la hostia a cada persona de la fila, entonces ella se apareció con un vestido azul claro y su velo blanco, tenía ese semblante casto con el cual la conocí junto a sus mejillas y labios rosados, sentí paz al verla de esa forma. Extendí mi mano para acomodar la hostia en su boca y sus ojos oscurecieron al abrirla, no sonreía, pero imaginaba que por dentro lo haría, muy sutilmente pasó su lengua en mi pulgar produciendo una corriente en mi cuerpo, se persignó y se fue. Evitaba mirarla en todo momento y me concentré en lo que debía hacer, pero sentía esa penetrante mirada sobre mí. Al día siguiente no volvió en la mañana ni llamó, así que en cierta medida me sentía bien porque pensé que al fin había acabado esto. El padre Ocampo me indicó que limpiara la iglesia, él saldría a casa de los Valle quienes solicitaron la unción de los enfermos a uno de sus integrantes, así que tardaría un poco en llegar. Había terminado de limpiar los pisos y las sillas, faltaba únicamente el altar y el confesionario, tomé los implementos necesarios y procedí con todo. Al cabo de unos minutos había terminado y me quedé sentado en el banco del confesionario para descansar un momento, estaba exhausto. Cerré mis ojos un instante y escuché la puerta cerrarse. Cinco segundos, solo eso le bastó para arrodillarse frente a mí y abrir mi pantalón dejando sobresalir mi deseo apenas latente, deseo que resurgió en cuanto la vi e incrementó al sentir sus cálidas manos. —Alma aquí no, por favor tenemos que detener esta locura —dije en un suplicante murmuro intentando mantener el control de mi ser. Ella no dijo nada, relució esa expresión traviesa de su rostro e hizo una señal de silencio con su dedo índice, dedo el cual fue repasado por la punta de su lengua. Escuché murmullos afuera comprendiendo a qué se refería, mi corazón latía a mil, pero ella no se detuvo y mucho menos tenía intenciones de salir. Bajó un poco más mi pantalón, esta vez no arremetió contra mi cuello sino en mi abdomen, generando la misma sensación, una tan exquisita que transportó el calor y deseo a un solo punto, el mismo en el que ella tenía sus manos moviéndolas arriba y abajo de forma estupenda. Llevé mi cabeza hacia atrás inundándome en ese placer pecaminoso de su lengua, variaba tanto, a veces se enfocaba en la punta, otras veces movía su mano a la vez que succionaba y otras lo introducía todo conteniendo las arcadas, unas que me extasiaban más. La voz de una mujer se escuchó al lado de nosotros, venía a confesarse y pensaba que el padre Ocampo estaba ahí, cuán equivocada estaba. Tragué con dificultad y miré a Alma con preocupación, mas ella separó su boca un instante dejando ver un hilo de deseo que nos conectaba y miró maquiavélica como preguntando “¿Qué harás ahora?”. No podía guardar silencio porque la mujer sabía que había alguien dentro, lo que no sabía era lo que ocurría ni quiénes estaban. ¿Enloquecí en ese momento? ¡SÍ! Un total y rotundo ¡SÍ! Respondí haciéndome pasar por el padre Ocampo y ella extendió su sonrisa produciendo un deseo frenético en mí, estaba nervioso; asustado; extasiado; feliz; enloquecido ¡Dios! No hay una palabra que resuma esa avalancha de cosas que sentía. Los dos escuchábamos la confesión de la mujer, yo imitaba muy bien la voz del padre y cada vez que respondía, Alma más sonreía, estaba divertida con toda la situación. Una mirada más siniestra se alojó en ella cuando escuchamos en medio de la confesión que esa mujer le había sido infiel a su esposo con su cuñado, sabíamos quiénes eran los involucrados y ninguno de los dos tenía el deber de guardar dicho secreto. Ella mordió su labio con maldad y abrió la parte superior de su vestido exponiendo sus senos, los tomó aprisionando mi falo entre ellos y agregó más saliva para que se desplazaran mejor excitándome más. Tenía que hacer que esa mujer se fuera de aquí como sea, tenía un gemido atorado en mi garganta y sé que en cualquier momento saldría exponiéndonos por completo. Alma unía la punta de su lengua con mi glande tan gloriosamente, sus senos me apretaban más y tomé de su cabello, ella no se molestó por eso, igual no lo hice fuerte. Con la poca cordura presente, que no sé de dónde la saqué, tomé aire profundamente, mi cara estaba muy seria y me metí en mi papel, absolví de sus pecados a la mujer dándole la penitencia correspondiente, ella agradeció y se fue. Conocía esta iglesia tan bien que por los pasos supe en qué momento salió, miré a Alma con mucha más seriedad, ella se separó un poco para levantarse y como pude la giré dejándola de espaldas, levanté su vestido percatándome que no tenía ropa interior y la senté sobre mí sintiendo de nuevo ese espeso néctar que bañaba su entrepierna. Por poco suelta un fuerte gemido el cual contuve rápidamente al cubrir su boca con mi mano, con la otra estrujaba sus senos aun descubiertos y ella movía sus caderas exquisitamente, sé que no me iré al infierno porque ya estoy en él, pero al estar de esta forma con ella no sentía el remordimiento que se apoderaba de mí cuando estaba lejos. Tomé su cintura ayudándola a subir y bajar más rápido, ella estaba igual o más excitada que yo, estaba tan duro por todo lo ocurrido que necesitaba ir más profundo. Me levanté e hice que se arrodillara en la silla dándome la espalda, ingresé de un golpe en esa misma cavidad húmeda y caliente, tomé su cabello y la besé mientras la penetraba con fuerza; ira y placer, me sentía como un animal al hacerle esto, pero no había quejas de ninguno. Mordí su lóbulo y apreté más su cintura atrayéndola a mí y clavándome en lo más profundo de sus entrañas, tomando sus pechos con desesperación, apretando esos duros pezones que los decoraban, y empotrándola con mi más tórrido deseo hasta bañarme con su ser e inundarla del mío apoderándome de su alma. Alma, mujer pecadora, Alma, ser ardiente, Alma, una mujer que nunca más volví a ver después de esa confesión. Nunca más apareció, ese encuentro fue nuestra despedida y ambos lo sabíamos; porque al día siguiente muy temprano tomaría el bus que me llevaría a mi destino, uno que duró muchos años hasta el día de hoy que regresaría a aquel lugar que me vio nacer, crecer y que hoy me recibiría siendo ya un hombre de treinta años servidor de la iglesia y de Dios. (…) Recogí mis maletas una vez el conductor las sacó del bus, tomé un auto que me llevó al pueblo en media hora y miles de recuerdos me invadieron. Lo primero que hice fue acomodar mis cosas en la recámara de la iglesia, todo estaba tal cual lo recordaba. Me di una ducha y vestí con algo más cómodo sin abandonar mis ya cotidianas prendas que evidenciaban mi oficio. Esa semana tenía mucho trabajo por hacer, los feligreses venían a confesarse, celebraba la misa y me encargaba del papeleo correspondiente. Así transcurrieron los días cuando llegó la misa matinal del domingo, en esa era cuando más personas habían. Preparé todo como siempre, me alisté y comencé la ceremonia, me sentía tan feliz de estar de vuelta en este hermoso pueblo; que la paz regocijaba mi alma con la vista de todos los feligreses. La misa estaba cerca de finalizar, era el momento de dar la hostia y procedí con la labor, tomó algo de tiempo como era de esperarse, pero igual me sentía feliz. Faltaron algunas personas por recibirla y di media vuelta para tomar algunas más de la bandeja, regresé a la fila y las entregué una a una, entonces vi a una mujer de vestido y velo blanco, tenía su cabeza baja y se inclinó un poco como haciendo una reverencia. Algo extraño se alojó en mi pecho, ignoré la sensación y continué, ella levantó su rostro destapándolo ligeramente del velo, entonces vi esos ojos celestiales, sus mejillas rosadas al igual que sus labios y extendí mi mano con la hostia entre mis dedos, ella abrió su boca oscureciendo el firmamento, introduje la hostia y la punta de su lengua rozó mis dedos con lujuria, retrocedió sutilmente dos pasos y se persignó sin dejar de verme un instante. Ella se alejó cubriendo nuevamente su rostro, proseguí con lo que hacía falta de la misa y al cabo de media hora ya los feligreses se habían retirado, excepto una, ella se levantó de la décima banca en la que se encontraba, acomodó el velo hacía atrás descubriendo su rostro por completo y su mirada oscureció nuevamente. Era ella, mi Alma, mi condena, era ella estremeciendo mi consciencia, era ella advirtiendo con su pecaminoso firmamento que esto, no había terminado.
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