Sebastián
El viaje de regreso, estuvo lleno de angustia y recriminación hacia mí mismo. No culpaba a Patricia del todo, me culpaba a mí mismo por no haber visto las señales, por haber estado ciego, por haber dado por sentado el amor, por estar convencido que lo estaba haciendo bien.
Y no era así, había fracasado como esposo y también como padre porque mis hijas jamás podrían ser feliz ¿Cómo iba a curarles las heridas que les iba a producir el saber que su madre las había abandonado? ¿Qué no quería seguir a su lado porque sentía que ellas restringían su libertad? ¿Cómo se le dice eso a unas niñas? ¿Cómo puede hablarse con la verdad si las voy a lastimar? ¡No podía! Simplemente, no podía lastimar su corazón, destruir la imagen que tenían de Patricia, aunque ella no mereciera ninguna consideración.
No podía llenar sus corazones de dolor, odio y resentimiento. Tenía que crear una realidad para mis hijas, una que no les causara daño, que no las hiciera sentir rechazada. Lo demás no importaba, mis hijas eran la prioridad, mantener su pureza, su ingenuidad, era ahora lo más importante para mi.
Los recuerdos me llevan al día en que me pidió que necesitaba un descanso, distraerse, porque se sentía abrumada.
“El reloj despertador emitió un sonido ensordecedor que atravesó el silencio de la madrugada, llenando la habitación. Mi esposa dejó escapar un gemido de irritación, con la voz amortiguada por la almohada.
—¡Tienes que dejar de poner esa bendita alarma para todo el mundo! —gruñó—. ¿Hasta cuándo te voy a decir que no la pongas? Interrumpes mi sueño.
—Lo siento… pero si no la pongo, me quedo dormido —debatí, tratando de apaciguar su enojo.
Sabía que para ella lo más sagrado era su sueño, odiaba que la despertaran en la mañana.
Me moví, buscando a tientas el botón de repetición. Lo apagué con un suave suspiro, sintiendo el peso de las responsabilidades del día ya sobre mis hombros.
Me acerqué a ella para besarla, pero levantó la mano apartándome de su lado.
—¡Déjame! No quiero que me fastidies —se dio la vuelta y me dio la espalda.
Me tomé un segundo para inhalar y exhalar con paciencia. Con un rápido movimiento, deslicé las piernas fuera de la cama, sintiendo el aire frío contra mi piel.
En ese momento, ella se incorporó y me llamó.
—Sebastián… espera. Lo siento mucho… no quise hablarte de esa manera —cuando me giré vi una expresión de vergüenza en su rostro—, anoche no dormí bien… he estado últimamente cansada con todo… la casa, las niñas.
Me acerqué a ella y me senté a su lado en la cama.
—Tranquila… entiendo, no todo el tiempo estamos de buen humor.
—Si quieres, quédate durmiendo un poco más, y yo preparo a las niñas y las llevo al colegio —se ofreció y negué con la cabeza.
—Si estás tan cansada, lo mejor es que sigas descansando, de todas maneras, a mí me toca hacerme cargo en las mañanas, y a ti en las tardes. No te preocupes, duérmete —le di un beso en la frente y caminé hacia la puerta, evitando cualquier ruido que pudiera perturbarla.
Me duché, me cepillé los dientes y, una vez listo, me dirigí a la habitación para despertar a mis dos hijas mayores.
—Valeria, Lucía, es hora de levantarse —las llamé mientras sacaba sus uniformes del clóset.
Las niñas se removieron bajo las sábanas, resistiéndose a abandonar el cálido abrazo del sueño. Valeria, la mayor, se frotó los ojos con pereza mientras Lucía hundía aún más la cabeza en la almohada.
—Cinco minutos más, papá —murmuró Valeria con voz adormilada.
—Vamos, chicas, no podemos llegar tarde otra vez —insistí, tratando de mantener un tono firme, aunque cariñoso—. El desayuno estará listo en diez minutos.
Con un suspiro de resignación, ambas comenzaron a incorporarse lentamente. Salí de la habitación para darles privacidad mientras se alistaban y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno.
El aroma del café recién hecho pronto inundó la casa, mezclándose con el olor a tostadas y huevos revueltos.
Los movimientos familiares de preparar el desayuno para Valeria y Lucía, surgieron automáticamente. Pero ese día, los ritmos habituales parecían más pesados, cargados de las frustraciones que hervían bajo la superficie.
Diariamente, preparaba los desayunos para nosotros tres, mientras que Patricia se encargaba del almuerzo y la cena.
Mientras cocinaba, no podía evitar que mis pensamientos volvieran a lo que había pasado hacía un momento.
Me había dado cuenta, que últimamente las discusiones se habían vuelto más frecuentes, y una distancia había empezado a surgir entre nosotros aunque intentara negarla.
La noche anterior, cuando quise que estuviéramos juntos, terminó rechazándome y así había sido los últimos meses, pero llegaba tan cansado que no había podido conversar con ella.
Debíamos hablar, necesitaba encontrar una forma de salvar la brecha que había empezado a surgir entre nosotros. Sin embargo, las palabras quedaban ahogadas por las incesantes exigencias de mi trabajo y la familia.
Sacudí la cabeza, intentando alejar esos pensamientos. No era el momento de preocuparme por eso tenía que concentrarme en las niñas y en comenzar bien el día.
Justo cuando servía los platos, escuché los pasos de Valeria y Lucía bajando las escaleras. Entraron en la cocina, aún con cara de sueño, pero ya vestidas con sus uniformes.
—Buenos días, papá —saludaron al unísono, sentándose a la mesa.
—Buenos días, mis amores —respondí, colocando los platos frente a ellas—. Coman rápido, que se nos hace tarde.
—Papá, pero aún no estamos peinadas —protestó Lucía.
—Coman mientras preparo todo para peinarlas.
Luego de que comieron, las acompañé al baño y, mientras Valeria se cepillaba los dientes, yo le peinaba el cabello largo y enredado.
Me miró a través del espejo; su expresión era de preocupación. Lucía, con su energía natural, se sentó en el borde de la bañera esperando su turno.
—Papá, ¿por qué mamá nunca nos ayuda por las mañanas? ¿Por qué siempre tienes que ser tú? —preguntó Valeria con el ceño fruncido, como si eso le molestara.
Detuve el cepillo por un instante en su cabello. No esperaba la pregunta, pero tampoco era la primera vez que notaba su curiosidad. Miré su reflejo en el espejo y le dediqué una sonrisa tranquila.
—Mamá está cansada, princesa. Se ocupa de ustedes todos los días después de la escuela. Y la responsabilidad de cuidarla es de los dos.
Ella me miró fijamente, como si la explicación no fuera suficiente. Abrió la boca para decir algo, pero segundos después la cerró sin pronunciar palabra.
A pesar de mi respuesta, la verdad pesaba más de lo que quería admitir. No era solo el cansancio, era últimamente su indiferencia que estaba creando un abismo entre nosotros. Pero no era algo que mis hijas debían cargar.
Una vez listas, pasé por la habitación de Emilia, quien aún dormía. Le di un beso en la frente y salí silenciosamente. Recogí las mochilas y las fiambreras, guiando a las niñas hacia la puerta en medio del caos matutino.
Las subí al coche, cada una absorta en su propio mundo, y conduje con el piloto automático de la rutina. Mis pensamientos, sin embargo, permanecían en casa, con Patricia y su descontento.
El trayecto hasta la escuela fue breve. Miré a mis hijas por el retrovisor y sonreí con ternura cuando las dejé en la puerta.
—Pórtense bien. Las amo.
Valeria me devolvió la sonrisa. Lucía me lanzó un beso. Me quedé observándolas un momento antes de partir hacia el trabajo.
La petrolera era un mundo aparte, un refugio donde las preocupaciones del hogar quedaban temporalmente relegadas a un rincón de mi mente.
Sin embargo, precisamente ese día no tenía tiempo de perderme en pensamientos personales.
Un fallo en la planta había detenido la producción y el caos era evidente desde que crucé la entrada.
La tensión era palpable en la sala de reuniones. Mi jefe estaba irritado, los informes indicaban una falla en una de las válvulas principales que había causado una pérdida millonaria.
Las soluciones no eran inmediatas y el equipo técnico estaba al límite de su capacidad.
—Esto es inaceptable —espetó mi superior, golpeando la mesa con el puño—. Necesitamos respuestas y soluciones ya. No podemos darnos el lujo de no darle una solución rápida a esta crisis.
Con la presión del reloj y la impaciencia de mi jefe, me sumergí en llamadas y reuniones técnicas, buscando una solución viable antes de que el problema escalara más. Mi equipo estaba agotado, y yo también, pero no había espacio para errores.
Pasamos horas revisando los sistemas, coordinando reparaciones y asegurando que la producción pudiera reanudarse lo antes posible. Finalmente, tras varios ajustes, logramos estabilizar la situación.
Aunque logramos solucionar el problema, la sensación de logro no era suficiente para apaciguar la inquietud en mi pecho. Patricia. Su frialdad. Su indiferencia. El desgaste.
Cuando finalmente regresé a casa, la fatiga me golpeó de lleno. Abrí la puerta con la esperanza de encontrar un poco de calor, de normalidad, pero lo que hallé fue a Patricia en el sofá, con la mirada perdida en el televisor. Ni un saludo, ni un vistazo en mi dirección.
Cerré la puerta tras de mí, dejando las llaves sobre la mesa.
—Hola —dije, esperando algo, cualquier cosa.
—Hola —respondió, sin apartar los ojos de la pantalla.
Me acerqué, deslizando mis manos sobre sus hombros, intentando recuperar algo de la intimidad que se había ido desmoronando. Pero en cuanto mis dedos rozaron su piel, ella se apartó. La tensión en su cuerpo fue inmediata, y con un suspiro exasperado se giró hacia mí.
—Por favor, ahora no.
—Patricia… hace días que ni siquiera hablamos y creo que es necesario.
—¿Hablar de qué? —susurró, con un deje de cansancio que no logré descifrar.
—De nosotros. De lo que ocurre. Patricia, dime, ¿qué está pasando? ¿Por qué siento que hay un abismo creciendo entre nosotros? —pregunté sin dejar de observarla.
—Sebastián estás viendo situaciones donde no las hay… —hizo una pausa antes de agregar—, solo estoy cansada. No es fácil lidiar con tres pequeños diablitos diariamente, y eso me está sobre pasando. Me siento cansada... Necesito tiempo para mí, respirar… no es fácil ser la esposa perfecta.
—No entiendo del todo ¿Qué quieres decir? ¿Acaso te quieres divorciar de mí? —le pregunté mientras su silencio parecía hablar más que mil palabras.
Por un momento, se quedó en silencio, miró a los lados, para segundos después, negar con la cabeza.
—¡No! ¡Claro que no! No me quiero divorciar de ti. Sabes que te amo con locura —con un leve titubeo que no pude descifrar, levantó su mano y acarició mi rostro—. Solo quiero descansar un poco, irme de viaje a visitar a la familia. No es fácil estar en casa todo el día. La rutina, haciendo siempre lo mismo me resulta bastante agobiante. Necesito tomar aire.
Asentí entendiendo cómo se sentía.
Levanté mi mano y acaricié con suavidad su rostro incluso me atreví a preguntar si había algo más.
—Patty, ¿Es solo eso? Si sientes que hay algo mal en nuestra relación, por favor habla, quizás podamos solucionarlo —manifesté y ella soltó una risita nerviosa.
—¿Cómo crees? Todo está perfecto, entre nosotros. Se trata solo de cansancio físico. Me iré solo por dos semanas. Me repotencio y vuelvo con mi amada familia. ¿Qué dices?
—Está bien, ¿Quieres que te ayudes a comprar los boletos?
Ella asintió.
—Hagámoslo entre los dos.
Y así lo hicimos, jamás me habría imaginado que ella tenía todo planeado y que sus intenciones, siempre habían sido dejarnos atrás, sin ningún remordimiento.
El avión había aterrizado, tomé un taxi que me llevó directamente a la casa.
Cuando apenas entré, las dos niñas pequeñas salieron corriendo a mi encuentro, acompañadas de mi madre y su hermana mayor, fijando su vista detrás de mí.
—¿Y mamá? ¿No vino contigo? —preguntó Lucía con el ceño fruncido.
Me quedé estático, sin saber qué responder. Pero antes de que pudiera decir algo, Valeria fue la que respondió.
—Es hora de que sepan la verdad, mamá no vendrá. Porque ella nos abandonó —siseó con un tono de amargura—, acostúmbrese que ahora solo tenemos un papá.