El martes por la mañana, después de hacer el desayuno y despedir a mis hijos que se iban a la escuela, preparé una canasta con la misma comida que ya tenía. Metí ración doble de todo por si hacía falta. Salí antes de las ocho rumbo a la casa de Alfonso.
En mi bolsillo se encontraba mi monedero y las llaves que Coni y su esposo me entregaron. Se trataba de un juego pesado porque contenía copias de la puerta principal, de todas las habitaciones, la bodega, la cava, y demás.
Todo el camino me fui concientizando de que sería echada enseguida. Si Esteban lo hizo con su propia familia, conmigo ni siquiera lo dudaría. Aun así, pensaba cumplir.
Cuando estuve frente al portón, no toqué. Si poseía las llaves, iba a hacer uso de ellas.
El cantar de los pájaros en los árboles celebraba la mañana en la que una neblina molesta cubría los alrededores.
«¡Que ya se acabe este maldito frío!», me quejé, tiritando y dando pasos rápidos porque me urgía calentarme.
Esperaba ver en el patio a algún empleado de la casa, como a don Juan que era el más recurrente, o la señora Eleuteria, quien se encargaba de la limpieza y la cocina junto con su hija, ¡pero no!, no hallé ninguno deambulando por allí.
Tomé la decisión de entrar a la casa. Según Alfonso, su padre se mantenía encerrado en la habitación donde Celina falleció. Ese era mi objetivo, pero mis pasos se vieron interrumpidos por una figura masculina sentada en uno de los sillones. Por un breve instante creí que era Esteban. De inmediato me di cuenta de que no, no se trataba de él, ni de ninguno de sus hermanos o sobrinos.
El hombre en cuestión leía plácidamente un periódico y fumaba un puro. Su cabello crespo llamó mi atención porque era muy rizado y voluminoso. Cuando respiré el humo molesto de su puro, empecé a toser. Con eso, hice que me prestara atención.
—Buenos días. Vengo a dejarle al señor un poco de comida —le dije, pensando que se trataba de un empleado que se tomaba demasiadas libertades.
Pero el sujeto no se apresuró a disimular; al contrario, dejó a un lado el periódico, el puro lo colocó en el cenicero de vidrio, se levantó y extendió una mano.
—Ermilio Sepúlveda. Para servirle.
Acepté su saludo. Por la cercanía, lo inspeccioné. No, no podía tratarse de un empleado, su vestimenta no era propia de un trabajador doméstico.
Enfoqué la vista sobre su rostro. Por alguna razón me parecía conocido a pesar de que su acento era ligeramente distinto.
—Amalia Bautista —dije, todavía con la concentración puesta en sus facciones—. Mucho gusto.
—¿Amalia? —susurró para sí, e hizo un gesto de incomodidad.
Ignoré su acción, aunque me pareció un desdén inapropiado. Algo así solo podía venir de los amigos o familiares de Esteban. Incluso los relacioné con los gestos que Florencio hacía de una manera mucho más discreta.
—¿Ya comió don Selso?
—¿Ese quién es? —Arrugó la frente.
Evité reír. Que muchos ignoraran el primer nombre de Esteban me daba gracia. Para mí era imposible olvidar cuando me lo confesó. Su vergüenza, sus movimientos en una pierna, una de sus manos que se abría y cerraba a ratos… No, jamás lo olvidaría.
—¡Ah, sí! Esteban —el tal Ermilio reaccionó—. No, no ha comido. —Bajó la cabeza—. Anoche tampoco cenó. Solo salió por una botella de tequila y se volvió a meter. —Comenzó a masajearse la barbilla—. Creo que se encerró a piedra y lodo.
—Enfermará si no se alimenta bien.
Él se recargó con el codo sobre un mueble blanco de madera donde había retratos familiares, luego me observó sin tapujos.
—Bueno, ¿qué le digo? —la voz que salió era distinta a la inicial—. Esta no es la primera vez que me toca acompañarlo cuando está así de jodido. La primera fue cuando éramos compañeros de casa. —Resopló—. La pasó fatal por culpa de un mal amor. —Inclinó la cabeza a un lado, sin dejar de contemplarme—. Aunque pienso que hay mujeres por las que vale la pena sufrir, y otras… —El sonido gutural que hizo se pareció mucho a una risa—. Usted me entiende. —Tronó la boca y solo en ese punto su vista se apartó de mí—. Pero cuando se compuso, cuando la herida le cerró, las cosas le salieron mucho mejor.
Cargaba conmigo la canasta y el peso ya me molestaba en el antebrazo.
Me excusé y fui hacia la cocina. En la estufa vi que había dos ollas llenas, una con frijoles y otra con sopa de pasta. No tenían mal olor. Probé de ambas ollas. A decir verdad, me pareció una sazón aceptable. Supuse que Eleuteria las dejó preparadas por si se ofrecían.
Sobre una charola acomodé varios platos servidos y un vaso de agua.
Salí rumbo a la habitación. Antes de llegar, volví a toparme con Ermilio al principio del pasillo.
¡En ese momento lo recordé! Esteban lo llevó al pueblo en la boda de Erlinda, era su amigo, uno con un carácter contrastante con el de él. Llamó mi atención no haberlo visto ni en el aniversario de bodas, ni en la boda de Alfonso, ni tampoco en el funeral de Celina.
—Vamos a ver qué nos tiene preparado el anfitrión. —Mostré la charola.
Ermilio hundió los hombros. Con el dorso de su mano hacia adelante, agitó, apuntando hacia la habitación.
—De aquí la veo. A mí ya me aventó la puerta dos veces.
Respiré, me preparé para lo peor y avancé.
Apenas y toqué sobre la madera, dos suaves golpecitos fueron suficientes para que Esteban escuchara.
—¡No quiero… nada, Ermilio! —¡Sí, era su voz!, pero la pronunciación era mala y parecía congestionado—. Vete a tu… casa y déjame… tranquilo.
Aclaré la garganta con prudencia. Oírlo de esa manera estrelló mi escudo.
—No soy Ermilio. Soy su consuegra. Su hijo me pidió que viniera. Lo tiene muy preocupado.
Hubo un silencio que pensé que permanecería, pero, antes de que decidiera retirarme, él respondió con un tono más bajo.
—No necesito niñeras. Váyase.
Decidí ser insistente. Solo un poco para no irritarlo más.
—Traje enchiladas, y pican mucho —traté de sonar convincente—. Voy a dejar la charola frente a la puerta. Si yo fuera usted, no las dejaría enfriar.
Así lo hice. Acomodé la charola para que no chocara por si abría la puerta y después retrocedí sigilosa.
Esteban ya no dijo nada más y tampoco salió.
Volví a la cocina con el fin de lavar los trastes que ensucié.
Ermilio me siguió. Sospecho que estaba viendo lo que pasaba a escondidas.
—¿Qué tal estuvo? —me preguntó en voz baja cuando estuvimos dentro de la cocina.
Suspiré.
—Justo como pensaba —respondí a secas.
Levanté las cucharas sucias de la mesa y las llevé al fregadero. Primero mojé mis manos. Salía tan helada el agua que desistí.
—¡Es febrero! —me quejé, frotándome ambas manos para calentarlas—. Ya no debería hacer tanto frío.
—Pasé los últimos cinco años en Canadá —comentó él—. Allá el invierno es diez veces peor.
—No lo envidio para nada. —Fui hacia la estufa. Preparar café serviría para olvidar el tormentoso clima. En ese instante se me ocurrió indagar sobre un tema que me interesaba. Giré a ver a Ermilio—. ¿Cómo lo animó aquella primera vez que lo vio así de mal?
Supongo que lo tomé desprevenido o no comprendió bien mi pregunta, porque cambió su postura por una más recta.
—Eh… —alargó el sonido—. No recuerdo bien, creo que fuimos a la… iglesia. —Tocó su boca después.
Permanecí pensativa. Aquella respuesta era la que menos esperaba.
—¿A la iglesia? —repetí, solo para confirmar.
El hombre jugueteó con sus dedos y no me miró.
—Sí, la iglesia, a rezar y comer la hostia y todo eso que se hace en las iglesias.
Me recargué sobre la pared.
—¡Vaya! Eso sí que me sorprende.
Ermilio fue hacia mi lado, justo a la parte donde coloqué las dos ollas de peltre.
—Los hombres también tenemos fe —dijo, esta vez confiado.
Después de meditarlo, no me pareció mala idea.
Llevarle al padre Jacinto quizá le serviría a Esteban. Que ambos tuvieran una conversación podría ayudarle a aceptar y sobrellevar su pérdida. Jacinto no solo era un sacerdote, sino un conocido del pueblo que sabía partes de su pasado.
—Traje enchiladas, ¿quiere? —me apresuré a ofrecerle porque lo vi hurgando en las ollas.
Él sacó un plato y cubiertos de la alacena.
—Le sirvo —extendí las manos para que me entregara el plato, pero no obtuve respuesta.
Por el contrario, Ermilio se sirvió solo.
«¡Qué sujeto tan singular!», pensé. Que un hombre no esperara a ser atendido me descolocó. No recuerdo a mi padre o a mis tíos yendo a la cocina para calentar el agua de su café o su té, o que se levantaran ellos mismos por sus cubiertos.
—Preparé sopa y frijoles negros hace rato. —Señaló hacia las ollas—. Si le apetece.
¡Eso sí me dejó boquiabierta! Él no hablaba en serio, ¿o sí?
—Gracias —dije con poca potencia.
Me serví el café y también un poco de sopa para hacerle compañía. Ocupé la silla de enfrente. Olía bien y sabía mejor. ¡No, él hombre con camisa de algodón y pantalones planchados no podía haberla hecho!
Comimos en silencio, hasta que decidí entablar una conversación:
—Dígame, señor Sepúlveda, ¿por qué no hay una argolla en su dedo?
Esta vez, Ermilio meditó tranquilo su respuesta.
—Soy soltero.
—¿Soltero, viudo o divorciado?
Él cuchareó la poca salsa que le quedaba.
—Lo último.
—¡Oh!, ya… —Si se tratara de una mujer, no le habría preguntado, pero tuve ganas de conocer el motivo de que un hombre de su tipo se divorciara. Separarse, aun en esos tiempos, era poco común y sí, también mal visto—. ¿Ella lo dejó o usted a ella?
Ermilio hizo a un lado el plato y le dio un buen trago al vaso de agua.
—¿Cuál de las dos? Me separé dos veces.
¡Vaya sorpresa! Él caballero tuvo la osadía de firmar no solo uno, si no dos divorcios. Seguro en su círculo social fue un escándalo.
No sabría decir por qué, pero charlar con ese desconocido me parecía sencillo.
—La primera, ¿por qué terminaron?
Mi interrogado se quedó en silencio por un instante.
—Concepción. Ella… —vaciló y noté que se perdía en los recuerdos—. Ella… —Aclaró la garganta—, resultó que no me amaba. —Era capaz de expresar, sin externarlo, el dolor que le causaba rememorar—. Me lo confesó después de que naciera nuestro cuarto hijo. Se casó conmigo por acuerdos de nuestros padres, pero ella se había enamorado de un minero. Sus padres no lo aprobaron cuando él pidió su mano. Consideraron que no era lo suficientemente valioso para una señorita de su clase. Aunque fue un matrimonio arreglado, yo sí la amé, y mucho. Me conquistó a la primera y sin esforzarse. Pensé que sentía lo mismo por mí, pero era una buena actriz. —Fue poco, casi imperceptible, pero sus ojos se humedecieron mientras narraba—. Nos divorciamos porque no resistió más. — Su vista se quedó fija en un adorno de barro de la pared—. “Los días a tu lado solo me sirven para pensar en formas para morir”. Esas fueron sus palabras antes de irse de la casa con nuestros hijos. Ahora solo me deja llamarles una vez a la semana, si bien me va.
—Lo siento. —Decidí dar por terminado el cuestionario que, en primer lugar, no tenía que haber iniciado.
—Estese sin cuidado —dijo tranquilo—. Adelante, pregúnteme por la segunda.
Ya no quería continuar, pero se veía tan interesado que le seguí el juego.
—¿Qué pasó con ella?
—Ana. Ese es su nombre. —Sonrió un poco—. Tan bella mi Ana. —Suspiró—. La conocí en un baile y nos casamos a los tres meses. Pensé que con ella las cosas saldrían mejor, que era la buena para convertirse en mi compañera de vida, pero, para mi desgracia, se dio cuenta de que a quien yo amaba era a Conchita.
Me impresionó tal confesión.
El café se enfriaba, pero mi interés estaba puesto en otro lado.
—Entonces, ¿todavía quería a su primera esposa cuando se casó con la segunda?
Ermilio confirmó con un veloz movimiento de su cabeza.
—Un error del que me arrepentiré siempre. Lo único bueno que me dejó fue un hijo igualito a mí. —Su sonrisa se extendió—. Todo un problema el señorito. Me lo llevé a vivir conmigo para que no se descarriara.
En la mente fui uniendo los puntos e hice una lista de pros y contras respecto a su asunto.
—Hay hombres que obligan a sus esposas a quedarse con ellos —dije convencida. Buenas amigas mías que tenían un matrimonio desastroso continuaban unidas al marido, más por miedo a lo que la gente diría que por que de verdad querían estar ahí—. No les firman el divorcio y las amenazan con desprestigiarlas. —Me incliné hacia adelante—. A Concepción la dejó libre porque era lo mejor para ella, ¿no es así? —Esperé a que Ermilio confirmara—. Tiene mi respeto por eso. —Hasta ese instante fue que le di un trago a mi café que ya no estaba caliente. Bajé despacio la taza—. Cuando de verdad amamos, hacemos tantas cosas en nombre de ese sentimiento. —Clavé la vista en él—, como liberar, querer a lo lejos, extrañar. sacrificar… —El peso de las palabras aguó mis ojos—. Aunque nos destruya por dentro, vale la pena, con tal de saberlos mejor… Usted me entiende.
Los dos permanecimos callados, viéndonos uno al otro. Me hubiera encantado saber lo que pasaba por su cabeza. Por la mía transitaban recuerdos pesarosos de mi juventud.
Unos minutos más tarde opté por ir a revisar el avance con la charola. No supe en qué momento el pestillo de la puerta de la habitación de Esteban resonó. No lo escuché. Me di cuenta de que él salió cuando ya fue demasiado tarde para evitarlo.
Nos topamos cuando giré hacia la recámara.
Ambos nos detuvimos, pero la distancia se acortó más de lo que seguro él aprobaba.
«¿Cómo pudo cambiar de esa forma?», me cuestioné, anonadada. Por poco y me tapo la boca al observarlo. Todavía en el funeral parecía entero, pero ahora estaba demasiado delgado, con los ojos hundidos y ennegrecidos, y un aroma presente a licor emanaba de su ser. Llevaba puesto un pantalón de gamuza color caqui y una sudadera que, quiero pensar, era negra en sus mejores tiempos. Su cabello despeinado y sus pies sin zapatos fueron el toque final de su estilo indigente.
—Supuse que ya se había ido —me dijo de inmediato y sin enredarse.
A menos de dos metros ubiqué la charola intacta.
—Me quedé preocupada. Alfonso…
Esteban levantó una mano a la altura de su pecho.
—Mi hijo no debió pedirle nada —me interrumpió tajante—. Hablaré con el después. Preferiría que se retirara de mi casa.
El pinchazo que inició en el pecho terminó doliendo en la cabeza.
Planeé alejarme, pero mis instintos me superaron.
—¿Piensa matarse de hambre o de congestión alcohólica? —se lo pregunté, sonando enérgica, incrédula ante su falta de racionalidad.
—¡Eso no le incumbe! —fue severo, después dio media vuelta—. Por favor, cierre la puerta cuando salga.
Enseguida volvió a meterse a su escondite, sin siquiera prestarle atención a los alimentos.
Regresé veloz a la cocina.
Ermilio estaba a punto de salir de allí.
Por dentro luchaba por ignorar la ofensa recibida. Fui una ilusa al creer que los desaires no me lastimarían.
Acomodé mis trastes sin lavar en la canasta y también metí los que ensucié. De todos modos, pensaba volver.
—¿Se va? —quiso saber Ermilio.
Tomé un trapo y comencé a limpiar la mesa.
—Sí, en casa me esperan. —Pasé a limpiar también la barra cercana a la estufa para que quedara igual de limpia que como la encontré—. Mañana regreso. ¿Usted seguirá por acá?
—Estaré otros cinco o seis días. Me gustaría quedarme más tiempo, pero tengo varias juntas que ya retrasé, no es posible moverlas de nuevo. —Ermilio se movió hasta quedar atrás de mí—. No se lo tome a pecho —abogó, tratando de sonar conciliador—. Esteban es terco como una mula. Solo Celi tenía paciencia de santa con él.
Terminé con la limpieza y encaré a Ermilio. Él tenía los brazos cruzados y el semblante relajado.
—Para un terco, hay que ser terco y medio.
—Me encantaría ser testigo de que mi amigo doble las manitas. Hasta aplaudiré, y si quiere brindamos.
—Estoy acostumbrada a estas cosas.
—¿A lidiar con consuegros cabezotas?
Sacudí la cabeza y una leve sonrisa me traicionó.
—A cuidar de los demás.
—Es de esperarse. A las mujeres las educan así.
Dejé salir un lento suspiro.
—Conmigo empezó de otra manera. Fue hace mucho tiempo.
El hombre eligió sentarse en una de las sillas.
—Ya le conté parte de mis oscuros secretos, le toca contarme uno suyo.
No sabía si sonreír, mostrar melancolía, o mantenerme inexpresiva. Al final me fui por la vía fácil de la espontaneidad.
Quizá me ahorraría una charla que no contenía ninguna información de importancia, pero me di el lujo de dejar que el desconocido supiera ese pequeñito fragmento de mi pasado.
—Un tío mío tenía un palomar —empecé a relatarle—. Lo recuerdo bien. Yo era una niña que estaba cerca de dejar de serlo. Aún puedo describir el lugar a detalle. La construcción redonda de adobe tenía tejas en el techo, y por dentro se podían ver las decenas de compartimientos cuadrados. Era alto y ruidoso. Había tantas palomas que me tomaba mi tiempo para contarlas.
—¿Cuántas eran?
—Ciento setenta y tres —respondí orgullosa—. A veces me escondía ahí cuando quería escapar de los regaños de mi madre, cuando lo único que me daba calma era tirarme en el suelo y admirar a las aves, tan despreocupadas. Les envidiaba la libertad y la comodidad de un hogar del que podían irse cuando quisieran. —Sin que lo advirtiera, perdí la noción del lugar en el que me encontraba—. Entre todas esas palomas, tenía a mis favoritas. Dos de ellas eran pareja. —Volví a verlas en las proyecciones de la mente: dos aves pulcras y hermosas que a nadie le hacían daño—. Siempre volaban cerca la una a la otra, dormían juntas, comían juntas… No había poder que las alejara. Aunque suene a invento, se veía que sentían amor de verdad. —La media sonrisa que tenía pasó a ser un gesto triste—. Un día el palomo llegó solo y me di cuenta de que revoloteaba histérico en el techo. La hembra no aparecía. Se lo dije a mi tío, y de tanto insistirle fue a buscarla. —Mi mandíbula tembló—. Regresó una hora más tarde cargando a la paloma muerta. Dijo que le dispararon por diversión y la dejaron tirada como si fuera un desecho. —Moví la cabeza hacia los lados, incapaz de comprender ese tipo de maldad—. Hecha pedazos se la llevé al palomo para que se despidiera. Era lo menos que podía hacer. Él trató de revivirla, pero su esfuerzo fue inútil. —Noté que Ermilio me prestaba toda su atención—. Ayudé a mi tío a enterrarla cerca del palomar. Desde ese momento, el palomo no volvió a ser el mismo, dejó de volar y su arrullo ya no se escuchaba más. Me propuse animarlo porque tenía la esperanza al tope. Le platicaba, le acercaba los granos al pico, lo acariciaba… ¡Nada funcionó! Una tarde en la que llegué a verlo, él ya no se movía. Sus blancas alas extendidas le cubrían la cabeza. El palomo murió dos semanas después. —El corazón se me estrujó a pesar de que ya habían pasado tantos años de ese acontecimiento—. Lo enterramos junto con su paloma para que por lo menos así volvieran a estar juntos. —Enterré el dedo índice en el pecho—. Me hirió saber que le fallé a ese animalito. Era mi obligación intentarlo más, esforzarme al doble para que se alimentara y bebiera, y para que le regresaran las ganas de volar. —Me erguí mejor y mi dedo señaló hacia afuera de la cocina—. Pero esta vez no será igual. Así tenga que obligarlo a tragar la comida y a que salga a que le dé el sol, estoy dispuesta a hacerlo.
¡Sí! Planeé dar todo de mi parte para que Esteban se recuperara, aunque me corriera cien veces de su casa.
—Pues, cuenta conmigo para lo que se necesite —atinó a decir Ermilio.
Por dentro agradecí su ofrecimiento que, aunque tenía los días contados, quizá sería de utilidad.
Nos despedimos sin tocarnos y después me marché de allí.
Como no tendríamos trabajo en la marisquería, fui directo a mi casa. Antes de entrar pasé a ver a doña Rosana. Ella me dijo que Joselito le llamó para avisarle que volvería el jueves. Para mí no dejó ningún mensaje. Su comportamiento me confundía, pero quise esperar a que él mismo me diera una explicación al respecto.
El resto del martes pasó sin más novedades. Ya en la noche, me mantenía acostada en el catre que acomodé en la sala. Todos estaban bien dormidos, menos yo.
Calculo que pasaba de la media noche. Obligándome, dormité sin entrar al sueño profundo. Así, entre la lucidez y la ensoñación, un fuego en mi interior se abrió paso. Mi vientre revoloteó y comencé a fantasear. Aquellos besos que Esteban me dio en el jardín de Celina regresaron, pero no éramos los mismos jóvenes, ¡no! Juro que no lo busqué, pero nos vi con la edad actual. Su tímida lengua rozaba torpe con la mía. La textura de sus manos me seducía al borde de la desesperación. Vacilante, él sostuvo mis caderas y las acercó a las suyas; con eso hizo que me temblara todo el cuerpo. Lo ansiaba tanto que empecé a desabotonarle la camisa. Esta vez no hubo un desprecio. La entrega era total. Sus masculinos dedos se colaron debajo de mi ropa, y sus gestos de insoportables ganas de poseerme me hicieron palpitar más.
El deseo tenía su voz, tenía sus ojos, su cara y su nombre. Yo era esclava de mis impulsos.
Anhelé que por lo menos en la imaginación sí nos amáramos, y después desapareciéramos para repetir ese momento hasta la eternidad.
El descarado “calor” se aprovechaba de mí una vez más.
¡Para mi mala suerte, regresé a la realidad en la mejor parte!
Masajeé mi frente con el fin de borrar los estragos que la ilusión dejó.
«Pero ¿qué me pasa? ¿Estaré enferma? Esto está muy raro. ¿Debería ir al médico? ¡No! ¿Qué tal y me quiere revisar allá abajo? ¡De ninguna manera! Ya pasará, estoy segura», decidí, confiada de que esos lapsos en los que los bajos instintos me controlaban se terminarían.