IMPORTANTE: Esta es la segunda parte de la bilogía Cuestión de Perspectiva. La primera parte la puedes encontrar como Cuestión de Perspectiva, Él. Te recomiendo leer primero esa. Gracias.
Existen vivencias que quedan marcadas en tu vida, como hierro al rojo vivo que quema el corazón, eso lo sé muy bien. Son marcas que no se olvidan, aunque las quieras ocultar. Aunque pretendas que no existen, permanecen, y ellas a veces vuelven.
Recuerdo bien que era temprano y estaba bebiendo agua fría en la cocina de mi casa. Hacía un calor insoportable por ser mayo, el peor mes del año en la pequeña ciudad donde vivía.
Tocaron en la puerta de atrás, la que tenía justo a unos pasos, y la abrí con pocas ganas de atender a quien fuera. Mis hijos no se encontraban, era mi momento especial en el que no tenía decenas de preguntas sobre dónde estaba esto, aquello, o qué había de comer…
—¿Qué haces aquí? —le pregunté a Nicolás, irritada por su inesperada visita —. Es mi día libre. ¿Quisieras dejarme en paz en los pocos ratos que tengo?
Él me ignoró y se sentó confiado en una de las sillas de la mesa.
En serio estaba harta de que llegara cuando quisiera al que fue nuestro hogar. Ya no vivía allí, pero se empeñaba en hacerse notar.
Parecía divertido y, sin pedir permiso, sacó la botella de mezcal de la vitrina. En un tequilero que también tomó sirvió un trago.
—Dicen que para todo mal, mezcal. —Dejó el vasito sobre la mesa—, y para todo bien, también.
Alcé las cejas.
—¿No te parece que es muy temprano para que andes de borracho?
Pero él se empeñaba en lucir animoso. Por eso me dieron ganas de golpearlo, para quitarle la expresión de fanfarrón.
—No es para mí —dijo, observando el líquido blanquizco.
De pronto, presentí que llevaba consigo noticias y comencé a preocuparme. Él sabía que yo bebía mezcal cuando me enteraba de cosas difíciles de procesar.
Me levanté de la silla y recargué el cuerpo en la madera para hablarle firme:
—¿Qué tienes que decir?
—Primero, vuelve a sentarte.
Ignoré su petición.
—¡Ya! —le exigí—. ¡Dime de una buena vez!
Nicolás esperó un instante para proseguir. Sabía bien que lo hacía con el objetivo de molestarme.
—Se trata de Constanza —respondió serio.
Escuchar el nombre de nuestra hija me puso en alerta.
—¿Qué le pasó? —me apresuré a cuestionarlo—. Por Dios, ¡ya dímelo!
Varias ideas pasaron por mi mente, desde que se ganó un reporte en la escuela, o que su camión tuvo un accidente. Hasta la imaginé malherida y hospitalizada.
—Con la novedad de que la niña tiene novio.
Estuve a punto de correrlo por haberme mortificado de esa manera, pero me detuve.
—¿Y esa es la noticia? —Carraspeé—. Tiene dieciocho años, tampoco es que sea un pecado. Lo que si es que tenemos que saber con quién anda.
Mi hija Constanza, la tercera de cinco, tenía unos meses estudiando la universidad en la capital del país. Eligió irse para allá en cuanto supo que se ganó un lugar en la casa máxima de estudios; un espacio difícil de conseguir, por eso le dimos permiso de irse.
Antes de mudarse, ella no tuvo ningún novio formal, al menos no durante la preparatoria, ni siquiera un pretendiente que le conociera. A diferencia de sus dos hermanas mayores, Constanza era más cuidadosa a la hora de tomar sus decisiones, por eso la vigilaba menos. Quizá fue un terrible error de mi parte.
—Para eso es esto. —Con un dedo empujó hacia mí el tequilero.
—Pues ¿qué te traes? —La confusión me invadió—. ¿Es que anda con un viejo? ¿O por qué lo necesito? —Abrí más los ojos y tapé mi boca—. ¡No me digas que está embarazada!
Nicolás esbozó una media sonrisa, pero también negó.
—No, no es viejo, ni está embarazada. —Hizo una mueca con los labios—. Si te soy sincero, su novio me cayó muy bien. Es un muchachillo simpático.
Me dolió saber que no fui la primera persona a la que mi hija recurría para contarle sobre su reciente relación, pero eso no se lo iba a decir a su padre.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —Solté un breve resoplido al mismo tiempo que fingía desinterés—. Si tú ya tuviste el gusto de conocerlo y yo no, quiero suponer que sabes sobre él. Eres su padre, tienes la obligación de interrogarlo. ¿O es que te vienes a burlar porque no me lo presentó primero a mí?
A pesar de lo que le dije, Nicolás se mantuvo sereno.
—Nada más quería ver tu cara cuando lo supieras.
—Pues vela. —Me señalé—. Está entera.
Él alzó su mano con la palma hacia mí.
—Es que todavía no te digo todo.
—Soy toda oídos, querido —soné sarcástica.
—¡Constanza! —gritó hacia la puerta—, puedes entrar. Tu madre no va a matarte.
A través del cristal de la ventana, reconocí a mi hija. Ella era delgada, tal como lo fui yo en mis tiempos de juventud, de piel más clara que la mía y de cabello oscuro.
A leguas se le notaba el nerviosismo del que estaba siendo víctima.
—Mami —me llamó apenas audible una vez que estuvo dentro—, ¿te sientes enojada conmigo?
Fui hacia ella y la abracé.
—Para nada, hija. Pero debiste decirme desde que el muchacho empezó a cortejarte.
Detrás de nosotras oí la risita molesta de Nicolás.
«¿Por qué no se larga de una buena vez?», me pregunté, harta de tenerlo cerca.
—Dile a mamita cómo se llama tu novio —le pidió a nuestra hija mientras se servía una taza del café que había preparado.
Constanza retrocedió y nos miró a los dos. Quiero creer que pensaba que su padre me había dado todos los detalles. Movió la cabeza antes de hablar.
—Se llama Alfonso.
—Bonito nombre. —Observé fijo a Nicolás—. Bastante normal.
—Los apellidos —insistió él. Estaba recargado en el desayunador—. Ahora, los apellidos.
—Alfonso —Hizo una breve pausa—… Quiroga.
¡Me quedé pasmada de inmediato! Pero mantuve la esperanza de que se tratara de un Quiroga distinto al que vino a mi mente.
—Quiroga ¿qué? —En realidad no deseaba saberlo, pero era necesario.
—¿En serio no adivinas? —Nicolás interrumpió a Constanza.
—¿Ramírez? —le pregunté a ella, murmurándolo porque el aire me traicionó.
Mi hija lo confirmó con un movimiento lento de cabeza. Sospecho que la tomó por sorpresa mi exagerada reacción porque su gesto era el que hacía cuando estaba confundida.
Después miré a Nicolás. Lucía diferente, se podría decir que malicioso, y en sus labios tenía una amplia y burlona sonrisa. Fue hasta la mesa y una vez más acercó despacio el tequilero. Esta vez sí lo levanté y lo bebí de un sorbo. Ni siquiera sentí el ardor que suele provocar cuando pasa así de rápido por la garganta.
—Por eso quería estar aquí cuando lo supieras —añadió complacido.
Me quedé sin habla y un ligero estremecimiento se apoderó de mis extremidades.
Mi hija se tocó el pecho.
—¿Te enojaste? —me preguntó de inmediato.
—No, para nada —traté de sonar convincente—. Pero tenemos que hablar sobre unas cositas de mujeres, más tarde.
Uno de mis grandes miedos era que alguna de mis cuatro hijas quedara embarazada antes de tener al menos un oficio y sin estar casada. Por eso les advertía sobre las consecuencias que habría si actuaban con irresponsabilidad. Asuntos en los que su padre no intervenía.
—Regreso mañana a la ciudad.
Constanza se había tomado un día más con tal de ir a informarme sobre su relación. Ese fue un punto que tomé en cuenta porque ella no faltaba a clases a menos que fuera estrictamente necesario.
—Será hoy mismo. —Volteé a ver a Nicolás—, después de que tengamos espacio.
Él echó la cabeza hacia adelante y se puso rígido.
—Te recuerdo que está también es mi casa. —Le dio un golpecito a la madera con el dedo.
Avancé hasta él. No me importaba encararlo.
—Ya no, desde que decidiste irte.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Eso no me quita el derecho!
Mi hija levantó los brazos y dio media vuelta.
—Si van a empezar, mejor me voy a hacer la tarea —dijo, caminando—. Tengo mucha. —Ella estudiaba para ser contadora y le gustaba empeñarse para mantener buenas notas.
En ese momento me percaté de que Nicolás debía estar en su empleo como vendedor en una cadena de abarrotes.
—¿Hoy no fuiste a trabajar? —Estaba harta de que me dejara más de dos tercios de los gastos de nuestros hijos—. Te recuerdo que hay que pagar la renta de Constanza, y Uriel ya no tiene zapatos.
Él lucía despreocupado.
—Me dieron el día. —Frunció los labios—. Pero sirvió para acompañar a Coni.
Moví la cabeza de lado a lado.
—Seguro llegaste tarde por andar de parranda. —Me di un golpecito en la pierna—. O a lo mejor ya hasta te despidieron.
—No me cambies el tema —ignoró mi cuestionamiento que consideraba importante y le regresó esa sonrisa que tanto me exasperaba—. Mejor respóndeme, ¿qué piensas?
Comprendí que no estaba dispuesto a dar por terminada la conversación sobre el Quiroga.
—¿Yo? —soné incrédula—. ¿Qué vamos a hacer los dos? —Lo señalé y luego a mí. Perdí la potencia de la voz antes de pronunciar la siguiente pregunta—: ¿Cómo fue que lo permitiste?
Él soltó un resoplido.
—Si ni siquiera me pidió permiso. Ninguna de nuestras hijas ha tenido el cuidado de pedirnos permiso para aceptar a algún novio. —Dejó de parpadear por un momento—. Debimos ser más duros con ellas.
Reí gracias a la incredulidad.
—Es lo que te dije cientos de veces, ¡pero no! El señor prefirió consentirlas y darles lo que pedían. Ahora aguántate.
Nicolás se masajeó la rodilla.
—¿Qué querías? Son mis tesoros.
Ya que él buscaba seguir hablando de lo mismo, le di el gusto:
—¿Y cómo conoció tu tercer tesoro al tal Alfonso?
Por un segundo, en sus ojos cafés claros reconocí ese atisbo de aflicción que antes le vi tantas veces. Aunque se recompuso enseguida.
—Es una romántica historia. ¿Te acuerdas de que hace un mes la dejaste ir a los quince años de la hija de Chavelita?
Me recargué en la barra de la cocina.
—Fue en el pueblo —susurré para mí.
Sin haberlo buscado, mandé a mi hija a la boca del lobo. Pero yo no tenía manera de saber que ella se fijaría en quien menos imaginé.
—Allá lo conoció. Me contó que platicaron un rato en el baile y después cayeron en la cuenta de que iban a la misma universidad, en distintas facultades. Él casi dos años mayor. —De pronto, su voz se escuchó sombría—. Qué chistosa es la vida, ¿no te parece? —Al terminar, se me quedó viendo.
Me moví de donde estaba porque sentí cierta incomodidad, pero Nicolás me siguió con la mirada.
—En lugar de que lo arregles, te burlas. —Tomé la escoba y comencé a barrer el polvo que entraba a diario.
—No tengo nada que arreglar. Soy perfectamente capaz de ignorar el hecho de que esté de novia con un Quiroga. Además, hay como treinta, ya no se sabe qué hijo es de quién.
Ahí me di cuenta de que él sabía más sobre esa familia de lo que suponía.
—¿Ellos… —vacilé, aunque tenía que preguntarle— ya están enterados?
Seguía barriendo, eso ayudaba a concentrarme.
—Ni idea. —Comprendió a quiénes me refería—. ¿Por qué? ¿Te interesa lo que piensa el padre?
Troné la boca y manoteé.
—No puedo contigo.
Abandoné la escoba. Quise dejarlo allí y me dirigí hacia la puerta.
De inmediato, Nicolás se levantó de la silla, fue detrás de mí y me jaló de la muñeca.
Su mano sostuvo fuerte la mía, cerca de nuestras caras.
Si hablábamos de la apariencia, él era un hombre al que los años lo perjudicaron. Parecía tener más edad de la que en realidad tenía. Sus canas habían invadido gran parte de sus patillas y las cienes, y las arrugas de la frente se marcaban más cuando hacía esos gestos de molestia.
—¿Vas a prohibirle a Coni que siga con el muchacho?
Respiré hondo para no empujarlo. Imposible olvidar su aroma natural. Uno que llegó a mi nariz por la cercanía. No podía explicarme por qué lo aborrecía tanto.
—Lo haría si estuviéramos hablando de Onoria o de Esmeralda. —Las dos mayores y a quienes reprendimos más de niñas—, pero Constanza no, ella no va a permitirlo. —Estaba claro que con su carácter sería complicado hacerla terminar su relación—. La conoces. Es tan terca.
Nicolás inclinó la cabeza.
—¿A quién se parece?
De un tirón, me liberé de su agarre que ya estaba lastimándome.
—Esperemos a ver cómo avanza lo suyo —continué—. Tampoco es que se estén casando. Primero quiero que termine sus estudios y que después piense en buscar marido.
—Ruégale a Dios que su enamoramiento dure poco. —Se dirigió a la puerta entreabierta. Antes de moverla, echó un último vistazo hacia donde me quedé parada—, porque si no vas a tener que verlo, tarde o temprano.
El a***e que dio, finalizó con aquel encuentro que soy incapaz de dejar en el olvido.
Dediqué las siguientes dos horas a la limpieza. Las tareas en casa jamás se terminaban.
Uriel y Angélica, los dos menores, iban en la preparatoria.
Esmeralda y Onoria tenían la responsabilidad de irse al mercado a ofrecer los quesos que revendíamos; ellas dos llegaron cuando me encontraba en la sala remendando un vestido que me gustaba mucho. Por la ventana entraba luz adecuada para que pudiera ver mejor.
El pestillo de la puerta principal sonó. Reconocí sus voces desde antes de que abrieran.
Onoria cargaba la canasta. Sudaba de la frente y su cabello n***o estaba electrizado.
—¡Uf! —soltó cuando dejó en el suelo la canasta—. Vendimos casi todo —me informó feliz—. Nada más sobraron dos quesillos de los chicos.
Esmeralda venía detrás con la misma cara con la que siempre regresaba cuando salían a vender los quesos.
—¡Apesto! —se quejó. Tenía los brazos suspendidos a los lados—. ¡Qué asco! Me voy a bañar.
Mientras Onoria contaba unas monedas, abandoné el hilo y la aguja.
—Aquí está el dinero, mami. —Dejó sobre mi mano la bolsita de terciopelo n***o—. No falta ni un peso.
Me levanté y metí el bultito a una de mis bolsas del vestido floreado que llevaba puesto.
—Sí, sí —le dije medio ida—. La comida está lista. Le sirves a tu hermano cuando llegue.
A lo lejos oí a Esmeralda quejarse:
—Que se sirva solo ese inútil.
Me puse los zapatos y descolgué la sombrilla.
—¿Vas a salir? —quiso saber Onoria.
Decidí omitir lo ocurrido en la mañana. Luego les platicaría lo que su hermana menor estaba haciendo. Estaba casi segura que ninguna de las dos lo tomaría bien. Por costumbre, Constanza no debía tener novio ni mucho menos formalizar, hasta que las mayores lo hicieran primero.
Esmeralda era volátil, no mantenía una relación por más de dos o tres meses, y a Onoria la cortejaba un muchacho que era profesor, pero se estaba haciendo la difícil.
—Debo ir a comprar guayabas —pronuncié apenas.
Apresuré el paso para irme.
—Pero si compraste ayer —escuché que mi hija dijo, aunque poco me importó.
Anduve por la calle sin pavimentar.
Qué irreal se sentía la vida en esa caminata. Todo parecía más grande, las casas se veían aplastantes, las personas me miraban sin tapujos; al menos eso creía. Hasta mis pasos parecían no ser los mismos, la cadencia de ellos fallaba.
Llegué a un parquecito con jardineras donde los niños jugaban a la pelota. Ahí estuve sentada en una banca por un rato. Ni siquiera el calor me perturbó. Solo buscaba respirar un aire que no se sintiera denso.
De pronto, tuve una idea.
Era 1972. En ese año ya estaba establecido el servicio telefónico en el país, pero no todos podían acceder a una línea en casa, ni en todos los pueblos o ciudades pequeñas llegaban. Yo, por ejemplo, era una de las personas que no contaban con una.
Sabía dónde se ubicaba uno de los dos locales telefónicos y tomé un camión para llegar a él.
La fila era larga, así que acomodé la sombrilla para esperar mi turno.
Treinta minutos después, logré alcanzar el escritorio de madera desordenado de la única operadora.
En ese lugar olía a pintura fresca, un detalle molesto a mi parecer. Sucede que pintaban seguido las tres cabinas telefónicas color café donde se podía hablar en privado. Adentro solo tenían un teléfono y una sillita para sentarte.
—¿Dícteme el número? —pidió seria la mujer obesa y con cara de desprecio. Mantenía el dedo puesto en el disco de marcado.
Como yo no tenía tantos conocidos a los que quisiera llamar, me sabía de memoria varios de ellos.
—¿Me presta papel y lápiz?
La mujer gruñó bajito y me acercó una libreta y una pluma.
Escribí rápido para regresársela.
Ella no hizo ningún otro comentario y comenzó a realizar la llamada. En sus orejas tenía puestos unos grandes auriculares.
—Ya está —avisó y señaló hacia una de las cabinas—. Pase a la tres.
Cerré la puertecita de madera. El olor dentro era todavía más penetrante y me asqueó. Debía darme prisa por eso y también porque los minutos no eran baratos.
—Bueno, bueno —repetían del otro lado de la bocina.
Reconocí la voz.
—Prima, soy Amalia. —Había cierta interferencia, así que tuve que pegar más el aparato a mi oreja—. Te llamo porque me urge pedirte un gran favor.
—¿Qué sucede? —preguntó Erlinda—. Me asustas.
Esta vez no hubo saludos ni cortesías previas, fui directo al grano.
—Necesito que me hagas un favor.
—Ya sabes que cuentas conmigo. ¿Para qué soy buena?
—Es sobre… —lo dudé, lo juro. El nombre se negaba a salir. Me vi obligada a pronunciarlo con los dientes apretados—, Esteban.
—Amalia, eso no. No puedo. La última vez por poco y me piden el divorcio.
—Exageras.
Erlinda soltó una risita.
—Ya, pues. No tanto así, pero Flore sí me regañó.
Debía hacer uso de mi poder de persuasión. Mi prima era una persona fácil de convencer si la otra persona se empeñaba.
—Juro que te entiendo —proseguí—, pero es necesario.
Escuché que respiró hondo.
—¿De qué se trata? —me preguntó curiosa.
—¿Sabes dónde vive?
—¿Quién? ¡Ah, sí! —Volvió a reír—. En la misma casa desde hace veintidós años, en la capital grande.
—¿Y su esposa? —De ella no sabía nada. Tampoco es que buscara saber.
—Celi ahí anda, está bien. ¿A qué vas con eso?
Ahí iba mi arma secreta:
—Se trata de Constanza.
Los sobrinos eran para Erlinda como los hijos que no pudo tener.
—Por amor de Dios, prima —se notó preocupada—, deja de dar rodeos. ¿Le pasó algo a Coni?
Tenía a Erlinda justo como quería.
—Su novio… —hablé misteriosa—. No me lo vas a creer, pero hoy me platicó que anda con… Alfonso Quiroga.
—¡No friegues! —Alzó la voz—. Pero ¿cómo pasó?
—Después te cuento bien. —No podía extenderme tanto en la llamada porque me saldría más cara de lo pensado—. Necesito que tú me investigues si ellos saben quién es la novia de su hijo. Constanza no merece sufrir un desprecio por mi culpa.
Hizo una breve pausa. Supongo que meditó mi petición.
—Si Flore se entera que ando de “lleva y trae” se va a molestar conmigo, pero qué más da. Todo sea por los sobrinos. —Oí que soltó el aire de forma exagerada—. Llámame mañana.
Me invadió el orgullo por haberlo conseguido.
—Gracias, prima.
Enseguida volví a mi casa. La construcción era de solo tres espacios. El baño estaba afuera. Contábamos con patio amplio, cosa que agradecía porque en él podía sembrar mis plátanos y calabazas, entre otros. La cocina se encontraba del lado derecho y las dos recámaras las usábamos cinco personas. En una cama dormía yo con Angélica, la menor. La cama de Uriel estaba ahí mismo, pero en el otro extremo. En la otra recámara quedaron Esmeralda y Onoria, que, aunque peleaban seguido, no se quisieron separar.
Llegó la noche. Mis hijos todavía no se metían a dormir y pude estar sola en la recámara.
Me contemplé en el espejo del tocador mientras peinaba mi largo cabello. Regresar veinte años atrás se sentía como correr en círculos y detenerse de golpe. Yo ya no era una jovencita. Pesaba setenta y cuatro kilos, las líneas de expresión se marcaban cada vez más, tenía las cienes encanecidas y las pintaba para ocultarlas. ¡Sí! Sí temía que él me viera así: vieja y sola. Quizá eso lo haría feliz, le complacería saber que la vida se cobró con creces cada palabra que le dije.
Decidí que no iba a darle el gusto.
Si podía evitar ese reencuentro, lo haría. De eso no tenía duda.