El día miércoles salí de trabajar, fui a casa a comer y luego me dirigí a abordar el autobús que me llevaría a un rumbo desconocido. La colonia se ubicaba a la orilla sur de la ciudad, en una zona que apenas y comenzaba a poblarse. Las viviendas se separaban por grandes extensiones de terreno. Los puercos, vacas y pollos eran tantos que obstruían el paso del vehículo y retrasaban la parada.
—Pero que lugar tan… —balbuceé sin pensar gracias a los tumbos que daban las llantas en el suelo irregular. La señora que iba a mi lado se quedó expectante, a la espera de lo que iba a decir—… especial. —Fingí una sonrisa.
Tenía la urgencia de terminar con ese suplicio. Me sofocaba el montón de gente que iba hasta parada en el pasillo, aferrada al tuvo superior.
El camión tardó otros veinte minutos, hasta que por fin reconocí la referencia que mi hijo me dio tiempo atrás.
Allí solo había un jacal[1] de adobe con una puerta de madera vieja. ¡Esa no podía ser su casa! Lo dudé un rato e incluso sentí la urgencia de desistir, pero ya había hecho el recorrido, debía hacer que valiera la pena.
Desconocía el porqué entró en mí una sensación de abatimiento.
Me acerqué sigilosa al jacal. Afuera se encontraban pedazos de láminas y trastos viejos llenos de polvo.
El cacareo de las gallinas era predominante.
Toqué la puerta que ni siquiera estaba bien sujeta, pero nadie atendió. Volví a tocar y ¡dio el mismo resultado!
«De seguro me equivoqué», pensé enseguida. Después de un minuto me atreví a mover un poco la madera, esta cedió demasiado y lo primero que vi fue un sombrero que se hallaba colgado en un viejo perchero. Imposible confundirlo. ¡Sí, sí se trataba del lugar correcto!
Entré con más confianza. El suelo de tierra tenía repartidas botellas, bolsas de plástico y platos sucios que parecía que llevaban días ahí. En el catre reconocí a Nicolás. Ni siquiera se quitó el cinturón. Debajo de su puño se encontraba un Tonayán[2] vacío. Me asqueé de solo pensar que él pasó de beber los mejores licores a terminar conformándose con uno… de dudosa calidad.
Me incliné y lo moví lo más fuerte que pude.
—¡¿Qué, qué, qué?! —se quejó al abrir los ojos de manera abrupta.
Por poco y me toca uno de sus manotazos. Tuve suerte de esquivarlo al ponerme derecha.
Cuando me reconoció, se puso pálido.
—¡Mujer, casi me matas de un susto! —Tocó su pecho y la respiración se le aceleró.
Su aliento llegó a mí y me di cuenta de que también apestaba a tabaco.
—Son las siete de la tarde. —Lo observé incrédula—. Ve a limpiarte. —Levanté una mano cuando vi que no se movía—. ¿Qué esperas? ¡Ya!
—Voy, voy. No tienes que gritar. Toma asiento mientras. —Con torpes pasos fue hacia la parte de atrás donde seguro se encontraba el improvisado baño.
Su mesa era solo para dos personas y la silla que ocupé estaba floja.
—Y dime —le dije mientras escuchaba el goteo del agua con la que se lavaba—, ¿qué has sabido de tus padres?
—Nada —respondió a secas.
En ese instante rebobiné el tiempo. Su madre, doña Teresa, fue una mujer que me acogió en su casa como si fuera una hija más. De ella solo recibí atenciones y los prudentes consejos que me ayudaron cuando las cosas empezaron a fallar.
—Tu madre fue la mejor suegra que una persona puede tener. —Sentí la humedad en los párpados—. La extraño.
Nicolás regresó con una toalla café con la que se secaba el cuello. Se notaba un poco repuesto de la juerga.
—Pídele que te adopte. —Él solía disfrazar su incomodidad con aquellas frases absurdas.
Decidí seguir hurgando en la herida.
—¿Cuándo vas a buscar una reconciliación?
—Nunca —dijo sin atreverse a verme directo—. Los enterré hace doce años. Hasta imagino que visito sus tumbas. —De pronto levantó la cara—. ¿A qué debo el honor de tu visita? —Con eso dio fin a la breve conversación del paradero de sus padres.
De mi bolso saqué un recipiente de plástico con tapa de rosca para que no se tirara.
—Ten. —Se lo entregué.
—¿Qué es? —Removió curioso el recipiente sin abrirlo.
—De seguro un bolillo con clavos. —Troné la boca y entrecerré los ojos—. Comida, ¿qué más va a ser? —Crucé los brazos—. Hice texmole y sobró. De seguro no has comido nada en todo el día.
Nicolás esbozó una enorme sonrisa.
Su mirada de miel se concentró en el contenido con tal fascinación que, por una fracción de segundo, volví a ver a ese joven entusiasta que él fue muchos años atrás; el mismo que estaba dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.
Pienso que existen dos formas en las que una persona puede cambiar: una es cuando experimenta un evento de tal magnitud que lo transforma apenas termina. Considero que es la más traumática. La otra es una paulatina, como una gota que cae lento, pero con el tiempo erosiona la piedra. Esa, a mi parecer, es la que se planta profundo en el alma.
—¡Gracias a Dios! —festejó y recogió la cuchara que dejé sobre la mesa—. No me acostumbro a la sazón de esta ciudad.
Mientras él comía, medité sobre lo que me rodeaba. Ninguno de los dos planeó terminar viviendo en esa ciudad de la que no sabíamos nada antes de llegar. El destino nos condujo de un lugar a otro, hasta que por fin logramos establecernos. Mi hermano Lucas se unió a la milicia y lo mandaron allí a trabajar; él fue quien nos ofreció su casa en lo que nos independizábamos. Tuvimos que empezar desde cero, sin trabajo, con dinero que no serviría para mucho y con cinco bocas que alimentar.
Rememorar aquellos días me erizaba la piel, por eso lo dejé de lado.
—Me llegó un telegrama del tal Alfonso —le dije a Nicolás.
Él, a pesar de todo, seguía conservando sus modales a la hora de comer. Seguro deseaba poder beberse el caldo, pero hizo un esfuerzo por ir cucharada por cucharada.
—¿Y luego? —preguntó con la atención puesta en el muslo de pollo.
—Nos invita a su cumpleaños. Es el nueve de junio.
Del bolsillo del pantalón gris, Nicolás sacó un papelito y lo levantó a la altura de mi cara.
—A mí también me mandó uno. Te hubieras ahorrado el viaje.
En realidad, no me costó trabajo decidir visitarlo. Una parte de mí quería averiguar cómo llevaba su vida después de que nos separamos. El aviso de la invitación era más una cortesía que una obligación.
—Ahora que recuerdo —encaminé la charla hacia otro lado porque me di cuenta de que no lo cuestioné antes—, ¿tú qué andabas haciendo en la capital?
—Fui de paseo. —Pero su voz fue la misma que usaba para esquivarme.
—No te creo. —Me incliné hacia él. Cuando lo vi que no me encaraba, ¡lo supe!—. ¡Ah, ya! —Regresé a acomodarme bien en la silla—. ¿A cuál de tus bastardos llevaste?
Si hubiera tenido el hueso del pollo en la boca, seguro Nicolás se habría atragantado, porque juro que hasta se echó para atrás un poco.
Ya no tenía escapatoria. Mentirme no era una opción.
Aclaró la garganta antes de continuar:
—Ángel va a entrar a la preparatoria el año que viene, quiere irse para allá a estudiarla.
Resoplé y moví la cabeza de lado a lado.
—Mira, qué lindo papá. —Apretaba la mandíbula para no gritarle—. Y a Coni contrabajos y le pagas la renta.
Era obvio que lo puse nervioso porque empezó a raspar el recipiente vacío.
—Una de sus tías que vive allá le va a dar un espacio en su casa.
Nicolás tenía en total cuatro hijos ilegítimos. Dos con una sola mujer, y dos con diferentes. Ángel, el que mencionó, era el mayor; al menos el que yo le conocía como el más grande, tan solo unos meses menor que Angélica.
Hablar de ellos no era algo acostumbrado ni agradable para mí, por eso pasé de largo. Además, se hacía de noche y quise comenzar la despedida.
—Entonces, ¿vas a ir a la fiesta?
—Pero claro que no —sonó convencido—. Me voy a escudar en las hermosas tradiciones de mi pueblo. Los padres de la novia no van a fiestas del novio a menos que estén comprometidos. ¡Listo! —Tronó los dedos—. Me salvé de quedar como un grosero. Pero le mandaré un regalo al muchachito, por si las dudas. ¿Qué vas a hacer tú?
—Copiaré la idea —le respondí sin estar convencida de que los padres de Alfonso lo comprendieran.
—Tramposa. Eres de otro pueblo.
Fruncí los labios porque en realidad quería reír.
—Estuvimos juntos por mucho tiempo, se me pegaron tus costumbres.
El canto de los pájaros nocturnos me avisó que era tarde, debía irme ya. Me levanté de la silla y tomé mi bolso.
Antes de que diera un paso, Nicolás habló más serio:
—Sí sabes que si la relación de Coni prospera vas a tener que verlos, ¿verdad?
Saboreé la amargura. Lo que él decía era cierto.
—Quizá —le dije pretendiendo que no me quitaba la calma—. Pero no será el nueve de junio. Buen provecho. —Incliné la cabeza—. Y limpia este lugar, da pena. —Yo hablaba en vano. Un hombre que desde la cuna tuvo quien le sirviera no sabía ni siquiera cómo usar bien una escoba.
Moví la puerta, y cuando esta se abrió entró en mí un dolor que robó el aire de mis pulmones.
Debí imaginar que las carencias de la zona impactarían también en la luz eléctrica de las calles.
Volteé a ver a Nicolás, quien seguía sentado y me miraba como esperando.
La sensación del llanto llegó junto con la necesidad de un abrazo, pero de él no. No estaba dispuesta a pedírselo, aunque me quemaran las ganas.
Nicolás se levantó y fue hacia mí.
—Te llevo a la parada.
En otras circunstancias rechazaría su oferta, pero no en esa ocasión.
Caminamos sin decir una palabra. Él ofreció su brazo para que me sostuviera. Temía caer, y le temía mucho más a lo que me rodeaba. La peligrosa negrura de la noche despertaba en mí el instinto de acelerar los pasos.
Esperé ansiosa a ver el camión estacionado, y cuando logré localizarlo, pude inhalar mejor.
Me disponía a ir hasta el cobrador cuando, de pronto, él sostuvo mi mano y en la palma dejó caer seis monedas de cinco pesos.
—Hazme el favor de comprarle un presente al noviecito. Una camisa o un cinturón, lo que te alcance.
Seguro que él contaba con poco dinero, quizá eso era lo último que le quedaba, y que decidiera entregarlo para enviar un obsequio me indicó que no quería evidenciar su falta de recursos.
—Con esto alcanza. —Le regresé tres monedas. Si había alguien que sabía buscar en las profundidades de las ofertas, esa era yo—. Mandaré a tu nombre lo que compre junto con el mío.
Pagué mi pasaje y puse un pie en la escalerita de metal.
Giré a verlo, no sé por qué. Nicolás permaneció ahí, justo como lo hizo tantas veces. Le gustaba quedarse hasta que el camión o el ferrocarril o el coche arrancaran.
—Adiós —leí en sus labios.
Durante el trayecto cerré los ojos. No quería mirar hacia la ventana.
«Tío, todavía me haces tanta falta. Ojalá estuvieras aquí y calmaras esta angustia que cargo. Todo va a estar bien, ¿verdad? No tienes idea de cuánto necesito tanto tu consejo», pensé, deseando que mis preguntas fueran atendidas.
Imaginé a mi tío Evelio. Lo imaginaba cada vez que quería irme corriendo al monte y perderme para siempre entre los árboles. La imagen que llegaba a mi mente era la misma: él sentado en su silla y con la guitarra sobre las piernas. Tocaba tan mal, pero le divertía hacerlo. Le gustaba que le cantara. Cada vez que podía se apoderaba de mi atención y pedía canción tras canción.
Cómo deseaba poder volver a verlo aunque fuera una única vez y así despedirme, abrazarlo, decirle que siempre lo iba a querer.
Constanza desconocía que con su decisión de aceptar el noviazgo con Alfonso Quiroga, iba a desencadenar tantos cambios en nuestras vidas. Era como si por años todo tuviera la misma rutina, día tras día, y de pronto un vuelco inesperado la modificó.
El primer cambio que hubo fue uno que evité a toda costa, y era el tener que despedirme de mi hija más sensible y a la que consideraba incluso débil. Onoria fue una bebé enfermiza. Si le daba el aire de la noche, al siguiente día despertaba resfriada. Si comía de más, le dolía el estómago. Si se mojaba en la lluvia, era fiebre asegurada. Tuve que protegerla mucho más que a sus hermanos. «Mi morenita linda», le decía cuando acunaba su cuerpo tan pequeñito. Dicen que a los hijos también les heredamos las tristezas, y Onoria sollozaba dormida. Siempre me culpé de sus males porque durante el embarazo lloré mucho, muchísimo.
Conocer las lamentables condiciones en las que vivía su padre, un hombre heredero de un negocio estable y que jamás se preocupó por prepararse académicamente porque supuso que seguiría manteniendo el mismo estilo de vida, fue el impulso que necesitaba para convencerme.
Onoria iba a cumplir veinte años y solo estudió la preparatoria porque, cuando tenía que entrar, Uriel enfermó de gravedad y todo lo que ganábamos se iba en sus consultas y medicamentos. Por poco y lo perdemos. Su hermana se sacrificó sin dudarlo por él, a pesar de que aspiraba a ser una profesionista.
Yo debía dejarla ir para que pudiera crecer como tanto anhelaba, y sí, también para que no presenciara lo que sea que pasara con el tema de Coni.
El sábado que estaba más desahogada, después del almuerzo, le pedí que se quedara en la mesa. Angélica y Uriel se burlaron porque creyeron que la reprendería. Esmeralda, como siempre, se fue detrás de la puerta para escuchar. Una costumbre que no lograba quitarle.
—Hija, hoy iré a hacer una llamada —le informé—. Necesito hablar con tu tía Erlinda. —Respiré hondo. Estuve a punto de arrepentirme, pero me obligué a recordar el sucio jacal de su padre—. Voy a aceptar su ofrecimiento que nos hizo hace un año.
Onoria lo supo enseguida porque sus ojos brillaron y sus labios temblaron.
—¿Qué ofrecimiento? —preguntó con una voz conmovida.
Sonreí y también se me humedecieron los ojos.
—Que te vayas a vivir un año con ella para que estudies lo de barbería. —¡Estaba hecho! No podía retractarme o le rompería el corazón—. Dice que allá hay una muy buena escuela.
Onoria se levantó de un tirón y fue hacia mí, sujetó mis manos y me observó.
—¿Será verdad? —apenas pronunció.
—No más quesos, hija. —Era mezquino de mi parte limitarla con tal de que estuviera vigilada—. Perdóname si fui egoísta. Te fallé como madre al no poder pagarla yo, pero se lo regresaremos todo, cada peso. Lo prometo.
Pediría horas extras de ser necesario, lavaría ropa, limpiaría casas, lo que sirviera con tal de devolver lo que mi prima invirtiera en ella.
Onoria movió varias veces la cabeza, negando. Su cabello semiondulado y n***o se revolvió con el movimiento. Ella había sacado tanto de mi madre, su color de piel, la forma de su boca y nariz, hasta el tamaño de los dedos de los pies. Por suerte todo fue solo del físico.
—¡No! —Soltó las lágrimas—. Tú nunca me has fallado. Siempre te encargas de que estemos bien y trabajas muy duro para darnos una vida decente. Te quiero, mamita. Gracias por esto. Prometo que no te voy a decepcionar. —Discreta miró mis dedos que tenían una que otra cicatriz por los cortes que me hice en la fábrica—. Y cuando empiece a ganar dinero te sacaré de ese empleo y vivirás como reina, eso te lo juro.
Me puse de pie. Acaricié su suave cabello. Amaba tanto a mis hijos, cada uno tan distinto, que para mí seguían siendo niños.
La importante tarea que tenía era la de enseñarle a mis cuatro mujeres que debían prepararse por si les tocaba el infortunio de convertirse en viudas o separadas.
—Mi amor, preocúpate por ti y solo por ti, ¿sí?
Un fuerte y cálido abrazo selló el pacto que hicimos.
Por la tarde me dispuse a salir.
Primero fui al tianguis a comprar. ¡¿Quién lo diría?! Yo, buscando regalos para el hijo de… ellos. Sonaba tan fantasioso que sonreí sola como una loca mientras inspeccionaba camisas.
La moda en vestimenta de esos años me parecía ridícula, por eso busqué el puesto de doña Chonita, la única que vendía la ropa que me gustaba. Elegí dos guayaberas de manta con detalles bordados, de diferente color: una negra y una azul. Incluso doña Chonita me dio un buen descuento por llevarme las dos.
Lo siguiente que planeé hacer fue la llamada.
Erlinda no podía creerlo cuando le dije lo de Onoria. Se puso tan feliz. Mi prima no pudo ser madre a pesar de que intentó de todo, desde médicos hasta chamanes, pero nada funcionó. Con el paso de los años y con el apoyo incondicional de un marido compresible, aprendió a vivir sin tenerlos. Juntos acostumbraban viajar, conocer países que no cualquiera podía visitar. Erlinda las arregló para sentirse plena a pesar de las críticas de los que los rodeaban.
¡Ya estaba! Mi querida Onoria se iría con sus tíos pasando mi cumpleaños.
Jamás le conté a mi hija que terminé sentada en una banca de una plaza solitaria y me eché a llorar por eso durante una hora.
A mi regreso, di la vuelta a la casa para entrar por la puerta trasera. Estaba dispuesta a gastar el tiempo en plantar más calabazas. Mi terreno colindaba con el de una pareja de esposos con los que Nicolás y yo convivimos desde que levantamos el primer cuarto: don Adalberto y doña Rosana. Los dos ya pasaban de los cincuenta y todos sus hijos ya habían volado del nido. Sus fiestas eran conocidas en la colonia por ser de las más ruidosas y largas.
Los vi a lo lejos, sentados junto con una de sus hermanas y otro hombre desconocido en una mesa de jardín cerca de la entrada de su casa.
—¡Vecina! —escuché que gritó doña Rosana—. Mira, Joselito, ella es la vecina que te digo que canta bien bonito —le dijo a su invitado.
Don Adalberto manoteaba como si fuera imposible reconocerlos.
Yo gozaba de una vista envidiable a mis cuarenta años.
Contemplé el entrar a mi casa y solo saludarlos a lo lejos, pero me ganó la tentación.
Terminé por abrir la cerca y caminé entre el pasto hasta su mesa.
—Buenas tardes —saludé—. ¿Qué pasó, vecina? —le dije a doña Rosana—. ¿Se le ofrece algo?
Por el enrojecimiento de sus ojos y la torpeza de sus palabras supe que las botellas que se encontraban en la mesa no se habían vaciado solas.
—Échate unas canciones con nosotros. —Me invitó a sentarme en una de las sillas desocupadas, justo a un lado de su invitado—. Vente. Toma una cervecita.
—Mañana hay trabajo —traté de excusarme con poca credibilidad.
Don Adalberto, quien sostenía su guitarra, me acercó una botella de cerveza.
—Una y ya. No seas rajona.
Lo dudé, pero llevaba meses sin tener un momento de relajación de ese tipo.
—Bueno, pues, una y ya. —Jalé la silla para ocuparla—. ¿Cuál quieren?
—Joselito —le habló doña Rosana—, tú que andas dolido, pídele una.
Don Adalberto preparó la guitarra.
El tal Joselito era un hombre de unos treinta y ocho o treinta y nueve años que tenía un acento costeño inconfundible. Ya estaba tan tomado que tardó en decidirse.
—Cánteme la de Solamente una vez, por favor, damita.
¡Pero claro! De todas las cientos de canciones que me sabía, el hombre tenía que elegir justo esa. Una melodía que con cada verso abría heridas que jamás terminaron de sanar.
[1] Jacal. Alojamiento rústico fabricado con adobe y otros materiales orgánicos. Sinónimo: choza. Ámbito: México y América Central.
[2] Tonayán es una marca que produce diversos tipos de bebidas alcohólicas: licor de agave (Tonayán premium), destilado de agave (Tonayán etiqueta negra y reposado) y el protagonista de las “aguas locas”: licor de caña (simplemente Tonayán) el cual contiene 24 por ciento de alcohol.