Novia mía - Parte 2

2471 Words
A las nueve con doce minutos los padrinos, los novios, los padres de ambos y las damas estuvimos listos para ingresar al patio de la casa. Erlinda no se olvidó de llevar también su traje. Agradecí que ella sí lo tomara en cuenta, a diferencia de Celina, quien optó por un vestido citadino color violeta, largo hasta los tobillos, sin estampados y con mangas obispo que le sentaban muy bien. Lo único que sí incluyó fue el collar de monedas de oro. Más de la mitad de los invitados ya ocupaban su asiento, atentos a la ceremonia que transcurrió tan rápido que no sé en qué momento empecé a llorar. Después de todo, una de mis hijas se casaba y eso me permitía ser sentimental. Aunque debo aclarar que la que lloró con más ganas fue Erlinda. Cuando el juez los nombró marido y mujer, quise ser la primera en darle a Coni un abrazo, y luego a Alfonso, mi yerno oficial. Luego Nicolás y yo nos unimos a la mesa de los padres de la novia. Pude respirar mejor al sentarme y confirmar que la organización de la boda fue un éxito. Nada parecía estar saliendo mal. El enorme pastel adornaba detrás de los novios, la banda tocaba precioso y el mariachi de Filemón dio la sorpresa de la fiesta. Después me enteré de que creó su propia agrupación donde incluyó a cuatro de sus hijos. En la mesa de al lado se sentó Isabel con su familia. Ella por igual llevó su traje. De ninguna manera podía fallarme. Los invitados que sabían, descolgaron los cántaros cuando llegó la hora del mediu xhiga. A los que los tomó desprevenidos, tuvimos que explicarles que se trataba de una tradición de cooperación en la que se sienta a los novios a mitad de la pista junto con una jícara hecha a base de xicalpestre, ahí los invitados depositan dinero. Debían bailar alrededor de los novios con el cántaro. Durante la culminación del ritual, los participantes tenían que romper el cántaro. Reconozco que fue divertido ver la confusión de varios que reían apenados, pero dispuestos a formar parte y a bendecir así a la pareja de recién casados. Al terminar, con todos los cántaros rotos, se sirvió el estofado y una cantidad exagerada de tequila, mezcal y cerveza. La boda religiosa estaba programada a las cuatro de la tarde. Teníamos varias horas para convivir, comer y beber. Los regalos no se hicieron esperar. Algunos sí llevaron dote y apunté nombres para cuando llegara la hora de pagarlo. La gente se sumó al animado baile, yo pasé de hermano en hermano y hasta fui a dar con Nicolás. Ni siquiera me molesté en rechazarlo. Éramos los padres de la novia, podíamos permitirnos convivir en paz por ese día. Noté que Celina solo bailaba las piezas más lentas, en la romántica no falló, pero cuando tocaban las que requerían más movimiento, iba directo a sentarse y se abanicaba contenta. En algún punto dejé de verla. Imaginé que su enfermedad la puso indispuesta y optó por descansar. Su esposo sí estaba presente. Conversaba en su mesa con su madre cuando Celina reapareció, pálida e inexpresiva. Él fue directo a alcanzarla y ambos se fueron a hablar a un extremo del patio. Traté de ignorarlos, pero fue más grande la preocupación y terminé por ir por Nicolás para acercarnos a ellos. —¿Qué le pasó? —le pregunté a Esteban. Él la sujetaba de la mano. —Vinieron a avisar de la iglesia que el Padre Clemente esté enfermo —me respondió. Volví a inspeccionar a Celina. Le temblaba la barbilla y su nariz se puso roja. —¿Es el que va a casarlos? —En realidad no quería confirmarlo. —¡Iba! —dijo ella con la voz rota—. Me dijo el monaguillo que el Padre no se puede ni levantar. Lo mandaron a cancelar todas las misas hasta que se recupere. Tapé mi boca. ¡Eso no podía estar pasando! —¡Madre Santa! —musité—. ¿Qué vamos a hacer? Giré hacia atrás y a los lados con el fin de cerciorarme de que ni mi hija ni su marido estuvieran cerca. —Casados por el civil ya están —comentó Nicolás, el más sereno de los cuatro—, se puede seguir celebrando y que después se haga la de la iglesia. ¡Ah! Para él todo se le hacía tan fácil. Su opción era viable, pero en definitiva sería la última a elegir. —O podríamos buscar otro Padre —intervino Esteban—. Hay dos pueblos cercanos, supongo que tienen iglesias. A Celina le regresó el color y la esperanza. —Sí, esa es buena idea. —Le dio a su esposo un ligero empujón—. ¡Ve, ve! —Luego fue a mí—. Amalia, ¿podrías acompañarlo? Sé que tú podrás convencer al Padre que encuentren para que oficie la misa. Cuento contigo. Yo me encargaré de entretener a los invitados hasta que lo traigan. ¡Ella no podía estar hablando en serio! Esperé para oír que se retractaba, pero no lo hizo. Con la mirada le supliqué a Nicolás que me ayudara, pero el muy infeliz decidió ignorarme. —Te ayudo, prima —se unió a Celina y se fueron hacia donde la gente bailaba. Esteban y yo nos quedamos ahí. No sabía cómo reaccionar ni qué decirle porque de verdad me tomó desprevenida lo sucedido. —¿Si va? —escuché que me preguntó. Encogí los hombros. —Pues ya que. —Me adelanté sin saber el rumbo. Esteban anduvo más rápido y fue encaminándome hasta el patio delantero donde estacionaban los carros. —Si alguien pregunta, diremos que faltaban… no sé, tortillas, y fuimos a comprar más. Asentí inconforme. Ningún familiar mío se tragaría ese pretexto tan malo. En ese momento deseé pasar desapercibida, pero era complicado con el traje y el tocado de flores en mi cabeza. Subimos a su carro y lo arrancó rápido. Eran las dos de la tarde, contábamos con menos de dos horas para solucionarlo. Una vez más Esteban entrecerró los ojos para poder manejar, pero aceleró mucho más esta vez. Todo lo que había delante era terracería, grandes rocas y una posible muerte si él fallaba. Por eso, en mí nació la necesidad de hacer un comentario que rondaba mi cabeza desde hacía varios días. —Me impresionó saber que no juzgaste a mi hija —salió así, sin más, directo y sin rodeos. De reojo me percaté de que él no me miró. —¿Por qué lo haría? —respondió en voz baja. Se me achicó el corazón por lo que iba a decir: —Porque es mi hija. Hubo un silencio desagradable. Ahí me reprendí por atreverme a ser sincera con alguien que se mantenía distante. —Hasta ahora lo poco que sé es que no es como usted —Esteban fue certero. Su frase retumbó en mi mente más de una vez. —¿Y cómo soy yo? —lo cuestioné sin la misma energía. Otro silencio que ardió todavía más. —Una desconocida —pronunció al mismo tiempo que reducía la velocidad. —Ya —susurré. Para mí había terminado la “plática”. Para él, por el contrario, fue una buena oportunidad de expresar su opinión. —Escuche, señora, los malos sentimientos del pasado quedaron ahí, ¿sí? Seré respetuoso con su familia, con usted y hasta con… su exesposo, pero eso no significa que tendremos una amistad. —Apretó más el volante cuando lo dijo—. Mi mujer está feliz y es lo único que me importa. —Entiendo. —Más franco no podía ser conmigo—. Con eso me basta. —Bajé la vista hacia mi falda, pero enseguida tuve el impulso de levantar la cara de un tirón—. Ahí. —Apunté a lo lejos—, un campanario. La cruz en la punta me confirmó que se trataba de una iglesia. —Roguemos porque esté abierta. —Una vez más Esteban aceleró. Entramos al pueblo. Las casas en esa parte eran pocas y bastante separadas. Una que otra persona nos observó recelosa, pero la premura me tenía tan preocupada que no me importó. Estuvimos frente al recinto pintado de amarillo y fui la primera en bajar. Esa fue la única vez que deseé poder quitarme la falda para tener mejor movilidad al caminar entre piedras y tierra que se metía a mis sandalias. Por suerte uno de los lados de la alta puerta se encontraba abierto. Podía saborear el triunfo y por eso me apresuré lo más que pude. Sabía que atrás venía Esteban. Entré a la iglesia. Su silencio se vio perturbado por el eco de mis pasos. En el altar de Jesús al fondo ubiqué al sacerdote. La sotana negra lo evidencio. Estaba de espaldas y encendía un gran cirio. —¡Padre! —lo llamé, todavía apurada—. ¡Padre! ¡Nos urge su ayuda! Él me escuchó hasta el segundo llamado. Se dio despacio la vuelta. Paré de golpe cuando le vi la cara. Yo lo conocía, estaba segura, pero su nombre no venía a mí. —¿Jacinto? —le preguntó Esteban, detrás de mí—. Jacinto, ¿eres tú? Sí, sí era Jacinto. Imposible de confundirlo por su… peculiar apariencia, y porque Isabel lloriqueó tanto por su amor no correspondido. Él extendió los brazos. —El mismo que viste y calza. Por fin llegué y tuve que tomar aire. —Pero qué casualidad. —Esteban fue atrevido y le dio un abrazo. —Padre. —Besé su anillo en señal de respeto. —¿Qué los trae por acá? —Nos urge que oficie una boda. —No podía darme el lujo de ser sociable—. Díganos que acepta. Jacinto siseó. —Tengo el confesionario lleno hoy. —Nos observó, sonriente—, pero… se trata de mis amigos. David —gritó hacia una puertita que, supuse, era la de su oficina. Un hombre blanco y con los cabellos rubios salió de allí enseguida—, pasa para mañana a los pecadores y tráeme la casulla. Voy a un casamiento. Di un brinquito de alegría. ¡Mi Coni no iba a quedarse a medio casar! De regreso y por atención, le pedí a Jacinto que se fuera en el asiento delantero. —¿Y de quién son padres? —nos preguntó en el trayecto—, ¿del novio o de la novia? —Del novio —respondió Esteban. —De la novia —dije yo al mismo tiempo. Por el espejo me di cuenta de que Jacinto hizo una mueca de confusión. —Pónganse de acuerdo. —Mi hija se casa con su hijo —aclaré. —¿O sea que no son…? —Sonrió de nuevo y no terminó con la interrogante—. Ya, ya. —Se dirigió a Esteban—: Como dijiste, casualidades que pasan. Estuvimos en la iglesia para dejarlo ahí a las tres con veinte minutos. Después regresamos a la fiesta. Celina y Nicolás hicieron un buen trabajo y ni Constanza ni Alfonso se enteraron de lo que pasó y de que nos fuimos. La ceremonia religiosa inició y terminó tal como imaginé. Jacinto sí que sabía cómo conmover a los feligreses. Nadie se dio cuenta del cambio de sacerdote. O si se dieron cuenta ni les importó. Los novios salieron triunfantes y llovió el arroz. La alegría fue contagiosa. Todos los presentes regresamos caminando con ellos adelante. Los cuetes y la banda retumbaban por el pintoresco pueblito, anunciando un nuevo matrimonio. Terminé con los pies adoloridos gracias a las calles empinadas. Una vez más hubo comida, bebidas y mucho baile. Decidí que ningún adulto se iba a retirar sin, al menos, tomarse un tequilero. Casi a las siete de la tarde hicimos una gran rueda para pasar a bailar con los novios. Los ánimos no decaían. Iba mi turno, cuando, de pronto, un fuerte sonido distrajo a varios invitados, incluso la banda se detuvo. Yo estaba de espaldas, pero al dar media vuelta, me entraron las ganas de llorar al ver la cara de Coni descomponiéndose. El pastel que con tanto esmero mandamos a hacer estaba sobre el suelo, hecho pedazos. El merengue blanco salió tan disparado que terminó embarrando los vestidos de cuatro invitadas que se encontraban por ahí. Inspeccioné la situación a detalle. Confirmé que el área de baile no se hallaba lo bastante cerca como para que alguien hubiera chocado con la mesa o la base. Cuando la vi, la tristeza pasó a ser enojo. Uno de los hermanos de Esteban, ya ni recuerdo quién, invitó a los presentes a seguir con el baile. La banda volvió a tocar. Discreta rodeé el patio hasta que llegué a ella. Jalé a Esmeralda de la muñeca y la conduje hasta una parte alejada del bullicio. Ni siquiera le pregunté y a solas le di una bofetada que la hizo tambalearse. Ella se sobó la mejilla. No le permití que empezara a chillar. —¿Cómo se te ocurrió? —le pregunté dominada por la incredulidad. —Yo no fui. Levanté la mano de nuevo, amenazante. —¿Me crees estúpida? Sé que fuiste tú. ¡¿Por qué lo hiciste?! —alcé la voz. La garganta raspaba con las palabras—. ¿Buscas amargarle su día a tu hermana? —Moví la cabeza de lado a lado—. ¡Se acabó, Esmeralda! Terminaste con mi paciencia y mi buena fe. Quisiste estudiar eso de la mecanografía porque según tú te gustaba la idea de ser secretaria. Llevas más de un año de holgazana y, aunque me duela el alma aceptarlo. —Me toqué el pecho—, también de libertina. ¡Ya me cansé! —Apunté hacia la las mesas—. Esto no lo puedes arreglar. —¿Qué vas a hacer? Demoré solo un segundo en decidirlo. —Tu tío Lucas me propuso hace tiempo que le ayudaras en la frutería. Te vas a ir todos los días de seis de la mañana a ocho de la noche a trabajar con él. Esmeralda abrió los ojos de par en par. —¡Pero, mamá!, el tío piensa que todos somos soldados. Me va a tratar como a uno. No estaba dispuesta a oír sus argumentos. —¡Y eso es lo menos que mereces! Una dosis de realidad te va a venir muy bien. —Mi interior se hacía pedacitos, igual que el pastel—. Tal vez así dejes de pensar en cómo hacerle daño a los demás. —La dejé ahí, sola, para que pudiera meditar en la tremenda grosería que yo debía componer.
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