La martiniana - Parte 2

3243 Words
Una vez que se repuso, acompañé a Alfonso a ver a su madre. Después de todo ya faltaba poco para llegar a su casa y una visita inesperada quizá le haría bien. Primero pasamos a una pequeña tienda donde hice una compra. Cuando entramos, me encontré con una Celina decaída, pálida, y recostada en su cama cubierta por una cobija gruesa. El frío en esa zona era mucho más intenso que en la que vivía, a pesar de estar tan cerca. Deseé haber llevado un abrigo más útil que un delgado rebozo. Me di cuenta de que un suero colgaba de un tripié con ganchos, y un montón de botes de vidrio que sabía que eran medicinas en la mesita de noche me hicieron vibrar. Ella me vio antes de que Alfonso y yo habláramos. Sus ojos hundidos parecían cada vez más ennegrecidos a su alrededor, aun así, sonrió. —Amiga, me alegra que vinieras. Escuché pasos en el corredor y enseguida descubrí a mi hija. Se notaba preocupada, quizá hasta molesta, y se llevó a Alfonso con ella luego de saludarme rápido. Respiré hondo ya dentro de la habitación. No sabía con seguridad si el olor agridulce era por los medicamentos, o por la mezcla de lociones que terminó siendo poco favorable. Aun así, no haría mención sobre la incomodidad que me provocó. —Traje una baraja —le dije a Celina, mostrándole la cajita que compré—. ¿Te acuerdas que intentamos aprender? Traer de vuelta esos momentos me puso nostálgica. Ella mostró los dientes por la mueca de burla que hizo. —Isabel terminó peleando con Erlinda. —Soltó una risita. Se me estrujó el corazón cuando me di cuenta de que sus risos negros perdieron el brillo que tanto los caracterizó y en su lugar tenía hebras frágiles y opacas. Sus ojos dejaron de ser blancos para ser dos círculos amarillentos que preocuparían a cualquiera. —Sí. —Levanté un banquito que era del tocador y lo acerqué a la cama, justo a su lado—. Pero tú y yo no pelearemos. Comencé a barajear, torpe porque en todo ese tiempo no me tomé la molestia de aprender bien. Celina trató de sentarse sobre la cama, pero no fue capaz. Me apresuré a ayudarla y le puse dos almohadas en la espalda para que se sintiera cómoda. Jugamos cuatro partidas. La dejé ganar en tres de ellas. Verle la cara alegre por ser la triunfadora valía toda la pena. Estábamos por iniciar la quinta partida, cuando, de pronto, ella se me quedó mirando seria. —Amalia —me nombró sin dar rodeos, luego me sujetó del brazo—, sé que te prometí que me callaría lo que pasó esa noche… Tú sabes cuál. —Su mirada pasó a ser de desasosiego y sus dedos me apretaron un poco—. Pero, por lo que más quieras, déjame decirle a Esteban al menos la parte donde tengo que ver. —-Negó tres veces con la cabeza—. Durante todo nuestro matrimonio no le guardé ningún secreto, pero arrastré conmigo el tuyo. No tienes idea de lo que me costó. Te suplico que me des tu permiso. Lo que ella dijo era algo que esperaba que pasara. Nadie quiere irse con el peso de un secreto, y es peor cuando es hacia tu ser amado. —¿Qué le dirías? —pregunté temerosa. Celina dio un largo suspiro primero. —Que te fuiste con Nicolás con mi aprobación, que sé por qué lo hiciste y que eso no se lo contaré porque te corresponde a ti y solo a ti. Un torbellino de sentimientos me atacó. Remover lo enterrado me robaba el aire y la calma, pero negarle a una enferma la posibilidad de liberarse de una carga que no le correspondía sería un sacrilegio. Después de todo, a Esteban esa confesión ya no le importaría en absoluto. —Díselo —acepté antes de arrepentirme—, tienes mi permiso. Celina se dejó caer sobre las almohadas. Su delgadez era tan alarmante que se hundió con facilidad en ellas. —Gracias, amiga. —Una vez más me sonrió. Seguimos con la partida. Perdí la cuenta de que todas las veces que jugamos. Nos detuvimos solo cuando ella se sintió agotada y pidió dormir un rato. Ese día me fui de allí por la noche. Supe, por voz de su hijo, que Esteban se encontraba en la capital consiguiendo unos medicamentos. Por suerte no iba a topármelo ni siquiera al salir de su casa. Desconocía lo que el lupus les hacía a las personas, pero deseé de todo corazón que hallaran un remedio que por lo menos le alargara la vida o la sacara del lamentable estado en el que se encontraba. Transcurrió el dieciséis, el diecisiete, el dieciocho… Cada uno de esos días repasamos la canción solo por meros nervios. La composición, originalmente, era con trompeta, pero Joaquín propuso cambiarla por un violín. Salvador tocaría la guitarra y Fermín el requinto. El resultado nos convenció tanto que ninguno refunfuñó. Sin darme cuenta me encariñé con el tocadiscos. Relajaba a mi madre y así se mantenía callada por largos ratos. Celina, con su regalo, le devolvió la música a mi casa, y con ella la emoción de repetir aquellas canciones escritas y ejecutadas con tanto esmero. Me encontré con Joselito el viernes. Regresó de un viaje al sur. Necesitaba verlo y por eso quise pasar una mañana juntos en su cuartito. Quedaban solo dos días para el concurso. La emoción y la duda luchaban dentro de mí. Estar entre sus brazos apaciguó aquel tormento. El pensar en vivir juntos comenzó a ser recurrente en mis ratos de soledad. Un hombre que no exigía tanto y que era partidario de lo sencillo sonaba como una buena elección de pareja. Joselito sabía convencerme de hacer lo que pedía, como subirme encima de él y así tener intimidad. Nuevo y complicado, pero satisfactorio también. Poco a poco la vergüenza de que me viera sin ropa se esfumó. Mi cuerpo estaba muy lejos de ser perfecto, pero él me ayudó a sentirme a gusto con lo que yo era. Descansábamos desnudos sobre la cama luego de un rato de pasión, cuando recordé que le llevé un presente. Alargué el brazo para alcanzar mi bolso. —Te traje un boleto. —Le entregué el cartoncito blanco y alargado donde venía impresa la información del festival—. Debo advertirte que conocerás a mi madre. —Demoré un segundo en hacer la pregunta—: ¿Irás? Pensé que vacilaría o pondría una excusa, pero Joselito confirmó efusivo. —Claro que sí, mi bella. Ahí me tendrás, aplaudiéndote así. —Me dio dos nalgadas que sonaron fuerte. Jalé una sábana que estaba cerca y traté de taparme con ella. —¡Mejor así no! —Reí, fingiendo que escapaba de su agarre. Él se me fue encima. —Como que no. ¡Ven para acá! Logré sentir en mi pierna que él ya estaba más que listo y me aprisionó entre la cama y sus brazos. Sí, sí me sentía dispuesta a proponerle que avanzáramos en la seriedad de nuestra relación, solo necesitaba estar segura de que él buscaba lo mismo. Domingo en la tarde y la inquietud llegaba a ratos. Me metí a bañar a las cinco y a las seis ya estaba alistándome. Sin Onoria en casa, fui convencida por Angélica para que contratara a una señora que maquillaba. Por ser un evento de noche, permití que pusiera más pintura de la que solía usar. Ella depiló mis cejas, alargó todavía más mis pestañas con un producto, coloreó mis párpados… Esmeralda me pintó las uñas de rojo, del mismo tono del labial que escogí. Angélica les dio un retoque a mis canas de las cienes. Estuve lista a las ocho. Era hora de cambiarme la ropa. Primero la falda y después la blusa. En la cintura me puse un cinturón bordado y colorido de nuestro pueblo, y en el cuello colgué el collar de monedas que atesoraba tanto. Dos trenzas a los lados, decoradas con listones morados, y el perfume puesto en pequeñas gotas fueron el final. Me miré en el espejo de cuerpo completo que tenía en la recámara. Ya no me sentía tan maltrecha. Un atisbo de mi antigua belleza brilló en el reflejo. Quizá las ganas de mejorar me regalaron un poquito de la juventud extinta. Angélica, Uriel, Esmeralda, mi madre y el metiche de Nicolás fueron conmigo, repartidos en dos taxis que pedimos. A las nueve con veinte minutos ya estábamos en la entrada del teatro. Varios helechos colgaban en las paredes blancas y su verde sobresalía armonioso. Ingresamos y me maravillé por lo que venía. Se trataba de un recinto bien cuidado y limpio con bastantes asientos acolchados y un escenario amplio. Fermín, Salvador y Joaquín llegaron casi al mismo tiempo. Los tres iban de traje n***o, muy elegantes, tanto que por poco y no los reconozco, y creo que ellos tampoco a mí. Constanza me avisó un día antes que no podría asistir al evento porque su marido necesitaba su atención y cuidado. Solía decirles a mis hijas que cuando se casaran yo pasaría a segundo plano, pero debo reconocer que la decisión de mi hija sí me hirió. Aunque ese sentimiento me lo callé para evitarle más preocupaciones. Mi familia ocupó los asientos que aparté en la segunda fila. Quedaron los espacios de Coni, Alfonso y Joselito. De mis hermanos solo Lucas asistió, pero el optó por sentarse en la parte de atrás. Los participantes teníamos que aguardar tras bambalinas donde esperaríamos nuestro momento. Intenté esperar un poco más con la esperanza de ver a Joselito, pero un encargado me indicó que estaba por comenzar la organización de los concursantes. Me despedí de todos y ellos me desearon buena suerte, hasta mi madre. —Acuérdate de no encorvarte —me dijo Nicolás. Solía hacerlo sin que estuviera consciente cuando me sentía temerosa. Detrás de las cortinas hallé a decenas de personas con ropas llamativas y peinados voluminosos. Todo mi cuerpo vibró al asomarme discreta hacia el público. Los tres asientos permanecían vacíos. Me percaté de que la gente que llegaba se esmeró en verse elegante, las intensas luces iluminaban el recinto, y las grandes cortinas color vino detrás de la ancha tarima nos ocultaban del ojo crítico de los más conocedores. A mi izquierda los presentadores, un hombre y una guapa mujer, repasaban concentrados sus líneas. Los turnos fueron asignados antes de que se diera la primera llamada. Nos tocó el número catorce. Se necesitaba tener paciencia, así que ocupamos una de las bancas de metal y desde ahí escuchamos a los participantes. Algunos eran malos, pero otros eran tan buenos que me hicieron dudar de mi capacidad artística. No tenía formación, no tenía estudios que avalaran lo que sabía, no contaba con experiencia más que un trabajo de medio tiempo en un restaurante, ¿qué estaba haciendo yo ahí? Así fueron transcurriendo los minutos, hasta convertirse en una hora de espera por las intervenciones de los conductores del programa y los cortes que hacían. —Faltan tres grupos más y luego vamos nosotros —dijo Salvador, más animado que al principio. Sostenía firme su guitarra ya afinada. —Saldrá bien —añadió Joaquín, todavía más entusiasmado—. Estemos concentrados en lo que nos corresponde y ya con eso. El vértigo me hizo marear. Tuve que darle un largo trago a mi botella de agua para recobrar la estabilidad. De pronto, una jovencita que trabaja en el teatro se me acercó y se inclinó para hablarme: —¿Señora Bautista? —me preguntó. Cargaba consigo una tabla de apuntes. —Sí, soy yo. —La busca un señor. Enseguida supuse que Joselito por fin había llegado y seguro quería compartirme sus buenos deseos. —Por favor, dígale que después de que pasemos lo atiendo. La joven permaneció pensativa, tal vez contrariada por mi respuesta. —Es que dice que es urgente. De inmediato se encendieron mis alarmas. Desde que tenía uso de razón me preocupaba bastante cuando sospechaba de una desgracia. Quizá a Joselito le había ocurrido algo malo. Decidí ir a verlo para averiguar. —¿Dónde está? —En la puerta de atrás. La llevo. —No me tardo —les avisé a mis compañeros. Fui detrás de la chica. En el transcurso me troné los dedos. Ella movió hacia atrás la pesada puerta. Me desesperé con la lentitud con la que lo hacía, y cuando logró abrirla del todo, se acercó una figura masculina. Afuera estaba demasiado oscuro, pero con la silueta supe que no se trataba de Joselito. El hombre dio un par de pasos hacia mí, hasta salir de las sombras. —¡¿Esteban?! —pronuncié apenas, y sin planearlo me toqué el pecho. ¿Qué estaba haciendo él allí? Por como tenía el semblante, adiviné de qué se trataba. —Mi esposa está… está… en su lecho de muerte. —Se notaba que hacía toso por calmar las ansias de llorar—. Pide verla. Es lo único que repite y repite. —Se removió el cabello—. No pudimos lograr que dejara de llamarla. Ya no le queda mucho. Tal vez ya ni siquiera la alcance. No sé ni por qué vine. Volteé a ver hacia adentro. El barullo contrastaba con el tenso silencio de afuera. Todo pasó tan lento. Mi sueño de ser una cantante profesional tambaleó, hasta caerse del pedestal y hacerse pedacitos. Mi amiga y consuegra esperaba a que la despidiera, no iba a abandonarla. —Está bien, lo acompaño. Solo deme un minuto y vuelvo. —Reconocí su automóvil al final de la calle y lo señalé—. Empiece a arrancar el carro. Sollocé en el regreso. Mis tres compañeros seguían con la esperanza al tope y fue un golpe duro el tener que afectarlos de esa manera. No llevaba ni bolso ni nada más, así que solo me dirigí a ellos. —Perdónenme, ha pasado una emergencia. Fermín se levantó de un tirón. —¡¿Nos dejas?! —¡No! —casi gritó Joaquín. Los tres me rodearon, confundidos. —Perdónenme, es muy necesario que me retire. Te sabes la letra —me dirigí a Salvador—, cántala por mí. Tú puedes. —La prisa me hizo voltear, pero regresé enseguida—. Díganle a mi familia que tuve que irme y que regresaré a casa más tarde, allá les explico, y que no me esperen despiertos. Me fui casi corriendo. Abrí esta vez sola la puerta, y sí, era bastante pesada. Salí y hallé el carro listo. Me subí. De inmediato Esteban arrancó y aceleró. El motor rugía cada vez que él presionaba el pedal. Íbamos tan rápido que creí que moriríamos en cualquier momento. Lo que tenía que ser un trayecto de cincuenta minutos, se convirtió en uno de veinticinco. Ninguno dijo una sola palabra. Ya sabía que él conocía esa parte que Celina suplicó que le permitiera contarle, pero no hizo ninguna mención. Al llegar a la casa, me encontré con tantos familiares de ambos que por poco y me acobardo. La madre de Celina lloraba en los brazos de su esposo, sus hermanos se consolaban unos a otros, hasta doña Esperanza estaba lagrimeando. Permanecieron callados cuando di el primer paso dentro del corredor que custodiaban. Esteban me guio dentro de la misma habitación donde días antes jugamos cartas juntas. Allí se encontraba Alfonso, recostado a un lado de su madre, y mi hija lo cuidaba como sombra. «Sí, sí era más importante», pensé al saberla así de fiel a su marido. Alfonso abrió los ojos y cuando me vio se apresuró a levantarse y hablarle a Celina: —Ya llegó. Mira, está aquí. —Me ofreció su mano—. Acérquese porque no escucha bien. Alfonso se hizo a un lado y estuve al costado de la enferma. Seis días bastaron para arrebatarle lo poco que le quedaba de vitalidad. Celina no pudo ni siquiera levantar el brazo. Entrelacé sus dedos con los míos, ahí fue cuando reaccionó de su letargo. Los murmullos y sollozos afuera se hicieron más audibles porque varios entraron a la habitación. —Amiga, estás aquí —dijo, susurrante—. María Sabina dijo… que me iría… el veinte de enero. —Se le dificultaba pronunciar cada palabra—, pero no quería hacerlo en… su cumpleaños. Di mi mayor esfuerzo… para que no pasara. Un nudo en la garganta evitaba que le respondiera. —Y lo lograste —le dije con la voz quebrada—. Eres valiente, como ninguna. La humedad en mis ojos hizo de las suyas. No sería la única en echarme a llorar de todos modos. —Me siento tan cansada. —Removió la cabeza en la almohada—. Quiero dormir. —Duerme. Aquí está toda tu familia. —Primero recorrí en el dedo todo el cuarto y terminé señalándome—, y también yo. Te cuidaremos el sueño. Una ligera sonrisa apareció en sus resecos labios. —¿Me cantarías La Martiniana? Me laceró que pidiera esa melodía en especial. La había oído tanto que comprendía por qué la prefirió. —Sí, ya sabes que sí. Me senté en el borde de la cama, con cuidado para no importunarla. Las miradas detrás de mí dejaron de ser relevantes. Todo desapareció y quedamos Celina y yo, unidas por el cariño de una amistad de infancia y un pasado en el que ella tuvo una importante intervención que jamás terminaría de agradecerle. Cantarle una canción en el último de sus días era lo menos que podía hacer, así, sin músicos, sin las guitarras o los violines, sin las luces alumbrándome, sin el basto público ni el micrófono en medio del escenario, pero con una voz que salía desde lo más profundo de mi ser. Pasé saliva y abrí los labios para comenzar. A ella la vi aguardando, serena. ¡Era mi momento, distinto al planeado, pero lo era! Inicié, un poco desafinada: —Mi niña, cuando yo muera, no llores sobre mi tumba, cántame un lindo son… Cuando me di cuenta de que Celina sonrió más, la calidad de mi interpretación mejoró. Al repetir la segunda estrofa, ella trató de seguirla, murmurándola y con los ojos cerrados. Una lágrima delgada recorrió el nacimiento de su ojo derecho y se dejó caer sobre la blanca almohada. Tremenda sorpresa me llevé cuando atrás de mí escuché que los presentes acompañaron el coro. Quedito, pero lo hicieron: —No me llores, no, porque si lloras, yo peno. En cambio, si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero. Todos compartíamos el dolor de perder a una mujer excepcional. «¿Cuánto amor se debía dar a los demás para ser merecedora de una despedida como esas?», me pregunté mientras continuaba cantando. En cuanto terminé, cuando la palabra final salió de mí, Celina exhaló despacio. Se podía ver cómo se le hundía el pecho. Ese fue su último respiro. Mis lágrimas brotaron, igual que las de los demás. Alfonso se acercó para tomarle el pulso. No había nada más por hacer. Ella falleció sonriendo, feliz por haber vivido el tiempo que le fue permitido. «La muerte de los justos es preciosa», pensé, segura de que Celina Ramírez de Quiroga descansaría en paz, en el reino de Dios.
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