El galope no afectó en mi malestar. Apenas y sentía una punzada soportable en el vientre y ya. Hasta escuché aplausos cuando me bajé del supuesto arisco animal.
Después de horas de cortés convivencia, tuve que ausentarme la noche del sábado por el trabajo en la marisquería. Mis hijos se quedaron por insistencia de Coni.
Esmeralda se quiso ir conmigo para quedarse en casa de Lucas. Le aburrían las reuniones de los Quiroga, según ella. Acepté porque conocía la magnitud de sus impulsos, y sin mi cuidado la dejaría libre de cometer imprudencias. Con mi hermano estaría bien resguardada.
Regresé al día siguiente a las once de la mañana. Antes pasé a ver a Joselito porque de nuevo partía a la costa. Me informó que esta vez demoraría dos semanas. Los largos besos no faltaron, y tampoco algunas otras cositas. Disfrutaba su compañía y en más de una ocasión él me dijo que por igual disfrutaba la mía. Era de carácter urgente aclarar el rumbo de nuestra relación. Me convencí de que hablaríamos largo y tendido sobre el tema tras su regreso.
El resto del domingo transcurrió en calma.
Mis hijos se integraban muy bien, eran hábiles a la hora de socializar.
Por la tarde se retiraban todos los Quiroga. Yo también informé que haría lo mismo para no incomodar al actual dueño.
Aproveché un momento en el que mi yerno estuvo solo para llamarlo dentro de la casa.
Del bolsillo de mi vestido marrón oscuro saqué el juego de llaves que me entregó en confianza.
—Te las devuelvo. —Ya no tenía más tareas que cumplir allí.
Alfonso extendió su palma, pero fue para negarse a recibirlas. Su semblante se descompuso y no pudo hablar.
—Tu papá está mejor —traté de animarlo—. Se ha repuesto muy bien. —Era verdad. La tristeza persistía en su mirada, como era normal en un duelo como el suyo, pero se comunicaba con más soltura y se notaba que ya no bebía tanto.
Constanza entró sigilosa y se colocó a un lado de su esposo.
—Eso parece —la voz de Alfonso salió quebrada y negó con la cabeza—. Le confieso que no le termino de creer. —Se encogió de hombros—. No sé, siento que no está tan bien como aparenta. —Su barbilla no paraba de temblar—. Yo tampoco lo estoy, nada más que trato de parecer que sí.
Coni se aferró al brazo de Alfonso.
—Es cierto —intervino ella—. A veces se decae tanto que me da miedo.
Alfonso tardó un momento para recobrar la calma:
—¿Por qué no nos sigue ayudando? Hizo un trabajo maravilloso.
—Es que…
Mi yerno me sostuvo de las manos, interrumpiéndome, y las juntó con las suyas.
—Se lo suplico —continuó él—. Me quedo más tranquilo sí sé que tiene compañía.
Tragué saliva y en ese instante vi pasar decenas de escenarios que sucederían si aceptaba.
—¿Tu papá qué opina de que siga viniendo?
De pronto, Poncho desvió la vista.
—No le he dicho —confesó—. Tal vez se niegue. No es personal. Ni a mi abuela le acepta quedarse.
Coni respaldó a su esposo:
—Pasar las primeras semanas de la viudez tan solo es malo, ¿no crees, mamá?
Por supuesto que era una locura de la que Esteban no planeaba salir pronto.
—Es lo peor que se puede hacer —les confirmé.
—¿Entonces? —Alfonso me observó, esperanzado—. ¿acepta? Un par de meses nada más.
«Un par de meses es demasiado», pensé, a sabiendas de que la cercanía con su padre era dañina para mí.
Acepté con un movimiento de cabeza, sin estar por completo convencida. No tuve el valor de rechazar a mi yerno al verlo así de afectado.
Él se apresuró a sacar unos billetes de su cartera y me los extendió.
—Tenga, para los gastos. No me gusta que use su dinero para venir hasta aquí.
El costo de los pasajes sí representaba para mí una inversión ya que mis ingresos eran limitados y condicionados a una buena noche de propinas.
—De ninguna manera. —Cerré su mano y le toqué la muñeca—. Somos familia, ¿o no?
Los ojos de los dos brillaron después de que lo dije.
—Lo somos —dijo Alfonso, susurrándolo.
Después de eso pasamos al comedor. La convivencia prosiguió como si se tratara de una reunión de conocidos que hacían un esfuerzo por ser amistosos.
Al terminar la comida, ayudé a lavar los platos. Me servía de excusa para no estar sentada sin hacer nada más que hablar y hablar de temas poco importantes.
Estaba concentrada en quitarle los restos de comida a una olla de barro grande, cuando sentí una presencia detrás. Primero lo ignoré, pero luego de dos segundos escuché la puerta cerrarse y una voz que me habló directo:
—Ponchito ya me dijo que vas a sacrificar tu valioso tiempo con mi hijo. —¡Se trataba de nada más y nada menos que de doña Esperanza!
Solté la olla sobre el fregadero y respiré profundo. Ese era el encuentro que, con el transcurrir del tiempo, supuse que ya no se daría.
Giré con una postura derecha y me quité el mandil de cuatros blancos y rojos que estaba empapado.
La madre de Esteban seguía conservando una fortaleza que cualquier otra mujer de su edad envidiaría. En el físico sí se le notaba el pasar de los años, pero no tan evidente como se le notaba a mi madre o a mis tías de su misma edad.
Su atención se encontraba puesta en mí como si su objetivo fuera el acribillarme.
—Él me lo pidió —le respondí sin vacilar.
Doña Esperanza rio un poco, altiva.
—Es porque no sabe a quién está metiendo a su casa.
Alcé la cara. Ella no iba a verme flaquear esta vez.
—¿Y a quién está metiendo, señora?
Doña Esperanza avanzó dos pasos al frente, cortos para no quedar tan próximas, pero sí para imponerse.
—Sé lo que tramas. —Sus dientes crujieron—. A mí no me engañas. Buscas aprovecharte de la muerte de una buena mujer para quedarte con todo lo que le costó sudor y sangre conseguir.
—Lo que asegura me ofende.
Ella volvió a reírse.
—¿Crees que me importa si te ofendo? —Me apuntó—. Si me he detenido para decirte tus verdades es porque mi nieto se quedó embelesado con esa hija tuya, y porque la misma Celina me suplicó que no lo hiciera. —Abrió los ojos de par en par. Su gesto era de rabia auténtica—. Debiste bailar de felicidad cuando te enteraste de que ibas a emparentar con mi hijo, y que se quedaría viudo pronto. —Bajó la voz y la hizo más grave—: No se te quita lo mosca muerta.
Aquella frase se clavó en mi pecho, aunque me costara aceptarlo.
—Celina era mi amiga.
Doña Esperanza hizo una mueca de desaprobación.
—Tan amiga que le quitaste a su prometido y vas por su esposo.
Sin que lo planeara, fui yo quien se acercó hasta que quedamos frente a frente. Era capaz de aspirar su dulce perfume, contrario a su cuestionable carácter.
—Niegue que lo de Nicolás no le fascinó —
Doña Esperanza no bajó la cara.
—Mucho —confirmó orgullosa—. Mi hijo se merecía a una esposa que sí lo amara. —Me contempló de arriba abajo, como si le diera asco—. No le llegas ni le llegarás nunca a los talones a mi finada nuera.
Esa frase final descubrió mis recuerdos que escondí para no tener que lidiar con ellos.
—Según usted, no le llego a los talones a ninguna mujer. “Tarde o temprano Esteban se fijará en una refinada señorita de la ciudad y se olvidará de una chancluda como tú” —agudicé la voz—, ¿no fueron esas sus palabras cuando nos encontramos en el mercado? Aquel día sí me convenció, pero ya no tiene poder sobre mí. —Dejé de parpadear, no quería perderme cómo se le iba transformando la expresión y me di cuenta de que su coraza se partió un poco—. Vendré a esta casa hasta que Alfonso lo pida o Esteban me corra. ¡Si eso no pasa, ni usted ni nadie más me va a sacar!
Doña Esperanza retrocedió y luego se quedó pensativa, como si resolviera lo que iba a decir.
—Me voy a encargar de que eso pase.
—Muero por verlo —la reté, antes de verla irse enfadada.
Regresé a fregar los trastes, en esta ocasión con más fuerza que con la que comencé. Mis diez dedos tambaleaban por la furia que me recorría. La mugre salió tan bien que cada recipiente quedó brillando de limpio. Yo solo pensaba en la discusión reciente. Lo que no le mencioné a la madre de Esteban era que gracias al desagradable comentario que me hizo años atrás, tuve tantos malos sueños en los que lo veía saliendo con las bonitas muchachas de la capital. Señoritas como esas tenían fama de buenas costumbres y refinados modales. Me sentía tan inferior que pensé que, de caer seducido por alguna, yo no tendría oportunidad de ser la elegida.
Dieron las cinco. Era hora de retirarnos. Me aliviaba irme porque escuché que una nueva reunión como esa demoraría meses en repetirse, ya que los compromisos de los hermanos de Esteban los absorbían demasiado.
—Buen viaje, hijita —le dije a Constanza antes de que se subiera al coche.
—Gracias, mamá, por venir. ¿De verdad no quieres que los llevemos?
Negué convencida.
—Se desviarán mucho y odiaría que pierdan su tiempo dando dos vueltas. Iremos en el transporte. Tú tranquila.
Persigné a Coni y le di un beso en la frente.
A Alfonso me atreví a darle un abrazo. Era tan sencillo tomarle cariño, tal como era con su madre. Celina era un imán de buenas vibras difícil de igualar.
Uriel, Angélica y yo seguimos haciéndoles señas de “adiós” en la distancia, hasta que el carro se perdió de vista.
Ya en el pequeño camión que nos llevaría a casa, me recosté sobre la ventana.
Uriel iba a mi lado y Angélica en un asiento solitario de enfrente.
Así, admiré el cielo por un par de minutos. Unos cuantos relámpagos brillaron a lo lejos, entre las altas montañas verdosas.
No sé en qué momento pasó, pero mi atención fue a dar a las piernas de mi hijo.
—¿Y esa bolsa? —le pregunté.
Tenía encima una bolsa de tela gris atada con un cordón y se notaba pesada.
Uriel observó el bulto.
—¡Ah! Don Esteban me regaló ropa. Anoche se la pasó enseñándomela. Dijo que ya no le quedaba.
¡No logré procesar rápido lo que Uriel me contó! Esteban sí era cordial con mis hijos, pero no a ese extremo de obsequiarles sus pertenencias.
—¿Todo eso es ropa? —quise confirmar porque sí se veía una cantidad generosa.
Mi hijo asintió sonriente.
—Y en la mochila también llevo cinturones y dos pares de zapatos nuevos. Cuando lleguemos a la casa te los enseño. —Inclinó su cabeza para susurrarme—: Son de los finos.
—A mí me dio libros de agricultura —intervino Angelica, y de un morral que colgaba de su brazo sacó varios ejemplares de distintos grosores—. Le conté que me interesaba estudiar su misma carrera y ni siquiera dudó en dármelos. Sentí vergüenza por aceptarlos. —Se le arrugó la frente—. ¿Piensas que no debí?
—Está bien, hija, si el señor te los dio, no hay problema… —No pude continuar.
Me quedé pasmada y un escalofrió se instaló en mi nuca. Alfonso tenía razón en dudar de su padre. ¡Él no estaba recuperado!
Con el brazo apoyado en el respaldo, giré a buscar al conductor.
Era mi turno de tomar una decisión.
—¿Se podrán regresar a la casa solos? —les pregunté a mis hijos—. Es que olvidé el monedero.
—Sí —me respondió Uriel, confundido.
—Señor, bajo aquí —le pedí al hombre y este frenó apenas se lo dije—. Cuida bien a tu hermana —lo último fue para mi hijo.
Di un paso largo para llegar a la puertita de salida.
—Si olvidó el monedero, ¿de dónde sacó esto? —logré oír que cuchicheó Angélica.
No me importó quedarme a aclararles nada, solo pensaba en lo que acababa de llegar a mi mente.
Otro paso más y estuve afuera del vehículo que arrancó en cuanto salí.
Por suerte, apenas habíamos recorrido unos cinco o seis minutos. El trayecto de vuelta no sería largo y menos con la velocidad con la que caminaba.
Veinte minutos después ya estaba frente al portón. Me alegró que Alfonso no aceptara las llaves. Abrí y me metí, movida por la prisa de confirmar o desechar mi resolución.
Entré a la casa, decidida a encontrarlo.
Hallé a Esteban sentado en el comedor. Escribía atento sobre una hoja de papel.
Cuando me vio, no hubo impresión en su rostro.
—¿De vuelta? —preguntó mientras seguía escribiendo.
Tomé aire. Fue una bocanada de alivio verlo “bien”; o eso es lo que pretendía mostrar a los demás. Que en realidad lo estuviera era lo que me propuse averiguar.
—Olvidé… olvidé mi monedero —dije y fingí que lo buscaba en los muebles de alrededor—. Me iré en cuanto lo encuentre.
¡Pero no planeaba irme! Alguna excusa encontraría para adueñarme del sillón y pasar ahí la noche.
Él no mostró ningún interés. Su papel era más importante.
—¿Quiere que le sirva de cenar antes de que me vaya? —le ofrecí.
—Estoy bien. —Con la mano libre apuntó hacia el fondo de la casa—. Pase a buscar lo que olvidó.
—Pretenderé la estufa —ignoré su respuesta. De todos modos, dejarle la cena lista no significaba gran esfuerzo ya que quedó comida en el refrigerador.
Partí unos jitomates y los acomodé en el plato junto con dos piezas de pollo empanizado. Les exprimí encima un limón. Una gota del jugo fue a dar a mi ojo.
—¡Me lleva la chingada! —me quejé y fui directo a lavarme.
Gracias al dolor no logré percatarme de que Esteban entró a la cocina.
—Está por llover —dijo desde el rincón en el que se permaneció—. Es peligroso que se vaya.
Su voz era tan átona que me preocupé todavía más.
—Ya sabe que hay habitaciones vacías —prosiguió—, escoja la que prefiera.
Festejé por dentro. ¡No fue necesario buscar un pretexto, el pretexto llegó solito! La lluvia fue ese día mi mejor amiga.
De un tirón moví la cortina de girasoles que cubría la ventana. A pesar de que mi vista fallaba, vi la luz intensa de los relámpagos. Los truenos se hacían más audibles, y el cielo ennegrecido ya cubría de oscuridad alrededor.
—Me quedaré en la sala —le avisé—. Mi intención no es molestar.
Lo cierto es que encerrarme y perderlo de vista era una mala elección.
—Hará frío —insistió él.
—Me las arreglaré.
Esteban se fue después de eso. No añadió nada más, ni siquiera propuso llevarme a la ciudad para librarse de mí.
«¿Acaso mi presencia ya no le es tan desagradable?», me pregunté como una joven tonta y enamoradiza que se sonroja con un piropo o una rosa.
Dejé que él cenara a solas y me dispuse a preparar el sillón. Quité los cojines y moví la mesa de centro.
Afuera el largo silbido del viento se intensificaba y las grandes gotas golpeaban en el suelo.
Era temprano, pero la lluvia impedía salir y creó un ambiente acogedor para descansar.
Reconocí cuando Esteban puso el seguro de su puerta.
Sin nada más que hacer, me quedé dormida a las ocho de la noche; raro en mí porque con el trabajo nocturno era complicado irse a la cama antes de las doce.
Don Selso no se equivocó. ¡Sí que hacía frío! Era tan intenso que desperté. En medio de la oscuridad me levanté para buscar algo para cubrirme. No fue necesario buscar demasiado porque hallé una manta doblada en el borde del sillón de al lado.
Sonreí porque sabía que no llegó ahí por obra del Espíritu Santo.
Aproveché que estaba parada y fui al baño. Anduve a pasos ligeros, entré, cerré la puerta y me bajé la ropa interior. ¡Por poco y grito cuando lo vi! El rojizo en la pantaleta fue un regalo tan esperado que solté una lágrima.
—¡Sí, sí, sí! —festejé en voz baja, pero con bastantes ganas. ¡No había bebé! La preocupación por eso terminaba por fin.
Regresé a dormir con un enorme pesar menos.
Supongo que el clima fue el culpable de que me despertara tarde. El sol no salió con tanta intensidad y tampoco tenía la responsabilidad de atender a mis hijos y a mi madre.
Me levanté, acomodé lo usado y fui hacia la cocina por un vaso de agua.
Esteban todavía no salía de su habitación, así que recorrí la casa en busca de un arma o un objeto que requiriera ser resguardado bajo llave. Con extremo cuidado toqué debajo de los muebles, moví libros y cuadros, ¡pero nada! La pistola que Ermilio usó seguía en el mismo cajón asegurado donde la dejamos.
No pretendía ser impertinente, pero varias hojas dobladas sobre el comedor llamaron mi atención. Primero vacilé, eso era indebido de mi parte, pero me urgía quitarme la duda.
Cuidando que no me viera, extendí la hoja que decía: Alfonso. Era la que estaba hasta arriba:
Hijo, si estás leyendo esto, significa que me he ido. Quiero que sepas que tomé esta decisión porque sentí que había vivido lo suficiente. Perdóname…
Ya no tuve el valor de seguir leyendo. ¡Me controló la rabia! Celina hizo hasta lo impensable con tal de dejarlo protegido, y él le estaba fallando de una manera espantosa.
Me encontraba convencida de que esperaría a que Esteban despertara para intentar hacerlo entrar en razón. De lo contrario, le informaría a la brevedad a sus hermanos para que lo internaran.
Tenía el pecho tan apretado que necesitaba respirar aire fresco. Salí al patio envuelta en la manta y con el cabello suelto. Deambulé por un rato, pensativa, asustada por lo que podría pasar.
Afuera el rocío adornaba centelleante las plantas. Olía a tierra mojada, a vida floreciendo; vida que otros buscaban arrancarse.
Una sombrilla que salió volando cayó sobre los helechos y unos rosales que no parecían llevar mucho tiempo plantados. La lluvia no alcanzó a llegar hasta ahí.
Jalé la manguera para regarlas.
En el fondo del patio, me percaté de un movimiento inusual.
El aire sí era notable, pero el movimiento en un alto guayacán no parecía ser solo aire.
Me mantuve atenta hacia allá, intentando averiguar qué lo causaba. Debía tratarse de un animal grande para ser capaz de remover así la copa.
—¡Pare! —gritaron detrás—. ¡Deje de hacerlo!
El sobresalto dio por terminada mi inspección porque giré de inmediato.
Reconocí la voz de Esteban. Lo atendí, más molesta por la nota que por la manera en la que se dirigía a mí.
—¿Qué cosa? —le pregunté enseguida.
Él siguió caminando hasta que quedamos a unos dos metros de distancia.
—¡Deténgase! —Su dedo señaló la manguera.
—Pero ¿qué? —seguía sin comprenderlo.
—¡Eso!
—¿Eso? —Troné la boca—. Si solo estoy regando las plantas.
Esteban se tocó la frente y después volvió a señalar hacia el suelo.
—Les vas a provocar una asfixia radicular —se quejó—. ¿Acaso ya se te olvidó que anoche se cayó el cielo?
Me tomó desprevenida que él abandonara su formalidad por algo tan irrelevante. ¡El muy insolente se preocupaba más por las plantas que por él mismo!
En ese momento me superó el enojo.
—Entonces, ¿cómo se riegan sus preciosos helechos? —Decidida, coloqué el pulgar en la punta de la manguera para que la presión aumentara. Primero dirigí el agua hacia un helecho—. ¿Así? —La pobre planta se abrió por la mitad. Luego lo dirigí a sus pies—. ¿Así? —Los zapatos se le empaparon. Por último, apunté hacia su torso—. ¿O así?
¡Jamás olvidaré la cara que puso cuando sintió que lo mojé!
—¿Qué le pasa? —Retrocedió para liberarse del chorro que seguía sobre él.
Avancé con el objetivo de alcanzarlo de nuevo.
—Te enseño si ahora sí apruebas como riego. —Lo mojé otra vez.
Él tuvo que levantar el brazo para que dejara de hacerlo.
—¡Pues no! —rebatió con una rebeldía irreconocible, al mismo tiempo que se sacudía—. Sigue haciéndolo mal.
Le di vuelta a la manguera y se la ofrecí.
—¡Enséñame! —sonó como todo un reto—. ¡Ándale!, muéstrame. —Cuando vi que no reaccionaba, resoplé porque eso era justo lo que esperé de su parte—. No, no creo que seas capaz —me burlé—. Don Selso es todo un caballero...
Sin que tuviera tiempo de hacerme a un lado o cubrirme, él sostuvo la manguera y echó el agua sobre mi cabeza.
¡Mi cabello terminó empapado, repartiéndome mechones hasta en la nariz!
—¡Ah! —solté, gritándolo—. ¡Atrevido!
Con mi ruidosa queja, Esteban reaccionó y tiró la manguera.
—Perdón… Perdóneme, fue un impulso.
La confianza con la que antes actuó, se fue.
—¿Tiene impulsos de ese tipo muy seguido?
—No. —Pero su respuesta fue poco contundente.
La oportunidad de incluir el más reciente descubrimiento llegó.
Aparté de mi rostro los cabellos que chorreaban y le hablé:
—¿Un impulso también lo hizo que escribiera esas notas?
Esteban se quedó boquiabierto por un fugaz instante.
—¿Hurgó en mis pertenencias?
—¡No me cambie el tema! —Me acerqué a él, veloz e irracional. Cargaba con el tremendo deseo de golpearlo para que entrara en razón—. Ya sé lo que planea, ¡y no! —Manoteé—, no le voy a dar el gusto de dejarlo cometer esa locura.
En ese preciso instante caí en la cuenta de que mi atrevimiento costó caro.
La contigüidad de nuestros cuerpos, la tela húmeda de su camisa negra, las respiraciones sincronizadas y la piel blanca reluciente de su cuello me hizo callar.
De pronto, todo se hizo más lento, cada movimiento, los parpadeos, el aleteo de los pájaros y hasta mi pulso.
¿Por qué prefería engañarme? Si en veinte años no logré arrancármelo, ahora que volvía a tenerlo cerca, ¡menos! ¡Era hora de reconocerlo! Sufría con ese reencuentro, sufría por no poder estrecharlo ni ayudarlo a salir del hoyo profundo en el que seguía metido, sin tener la oportunidad de decirle que lo amaba incluso más que cuando éramos jóvenes. ¡No!, no iba a irme de su lado, aunque eso era lo que me correspondía hacer. Lo que cualquiera esperaría que hiciera era que me retirara de la partida que perdí desde que comenzó. Alejarme por propia voluntad había dejado de ser una opción. Lo necesitaba, a pesar de que sabía que jamás podría tenerlo y que él me detestaba tanto.
—Dígame, señora —dijo despacio—. ¿por qué hace esto?
El corazón acelerado amenazaba con delatarme.
—Alfonso me lo pidió.
—¿Segura? —Ladeó la cabeza y me contempló.
Por poco y me sincero ahí mismo, pero la idea de su rechazo sirvió para que desistiera.
—Segura —le respondí.
Él se irguió.
—Váyase y déjeme en paz —fue severo. Sin girarse, se alejó unos cuantos pasos—. Lo que yo haga o deje de hacer no le compete.
Verlo irse me desesperó. Era como si perdiera la oportunidad de rescatarlo.
—La vida no es así, Esteban. —Rogué porque mi apresurado argumento fuera de utilidad—. Cuando te caes y te das un madrazo que te revuelve hasta las tripas, ¿qué nos toca? Limpiarnos, levantarnos y seguir adelante. Eso hacen las personas, es lo que Celina desearía. Si lo que planeas es morir, ¡anda!, aviéntate de las grutas. Es lo más sencillo y hasta saldrás en los periódicos, pero no solo dejarás más roto a tu hijo, sino que te perderás de conocer a tus nietos, de verlos crecer, de… —Cautelosa pasé saliva—, no sé, tal vez volver a encontrar… compañía. —Lo último fue más bien un débil murmullo.
El gesto de Esteban me desarmó. Sus cejas se elevaron y su boca se curvó por el coraje que yo sabía que sentía.
—¡Eso no pasará! —afirmó.
Avancé para alcanzar su brazo.
—Sé lo que es perder a la persona que más quieres —proseguí—, pero siempre hay oportunidad de volver a amar sin olvidarse de quien ya no está.
—Su situación es diferente, señora. —Aquella colorida mirada pasó a ser de desprecio—. Nicolás todavía sigue vivo.
Esteban agitó el brazo y me dio la espalda.
Quedé con la mano suspendida.
Lo vi cómo se iba y suspiré lento.
Se me aguaron los ojos, se me aguó el alma con lo que dijo antes de dejarme allí.