Cuando el destino

3823 Words
Una de las cosas más frustrantes que he tenido que hacer en mi vida, fue limpiarle las lágrimas a mi hija Constanza el día de su boda. La llevé a una de las habitaciones de la casa con la excusa de retocarle el maquillaje. Ahí nos sentamos sobre la cama tendida con sábanas azules. Prendí la lámpara de noche con el fin de crear un ambiente relajante. —Esto no te tiene que amargar nada. —Pasé suave por su mejilla el pañuelo de tela que Alfonso me dio antes de que la condujera dentro—. Fue un accidente —le mentí por necesidad. Una vez que pasara su fiesta, le confesaría la verdad. Su hermana tendría primero que explicarme a detalle el porqué de sus acciones. Coni seguía sollozando. Me rompía el corazón verla así de afectada. —Pero ¿qué les daremos de postre a los invitados? Hice una mueca de despreocupación real porque, si de mí dependía, sabría cómo hacer un cambio rápido. —Hay frutas, muchas frutas en la cocina de tus suegros. Prepararé algo rico, ya verás. —Sujeté su barbilla—. Así que levanta esa cara. Que no te vean débil. —De pronto, noté que en la ventana cada vez se divisaba menos el campo que se encontraba a un lado—. Está entrando la noche, ¿sabes lo que eso significa? Las dos lo sabíamos, pero quise iniciar la conversación que no pudimos tener antes de la boda. Constanza se ruborizó. Fui feliz al verla dejando la tristeza a un lado. La inquietud de la noche de bodas eclipsó cualquier otro sentimiento. —Sí… sí —me respondió sin mirarme. Quién diría que mi pequeña niña que pasaba su tiempo leyendo y empeñándose en las tareas de la escuela se iba para dejar en su lugar a una mujer madura y casada. —¿Tienes miedo? —No. Lo hemos hablado… poquito. —Sonrió nerviosa y luego me observó, vacilante—. Alfonso no quiere que la lavada sea como lo hacen en el pueblo. Dice que es… invasivo —al final su voz perdió potencia. ¡Eso sí que no me lo esperaba ni de broma! ¿Cómo el muchachito iba a pedir tal cosa? —¿Segura que él dijo eso? —necesitaba confirmar. —Sí, también se lo dijo a sus padres. Planeé decírtelo varias veces, pero me preocupaba que te negaras o me regañaras. Me lastimó saber que mi hija me tenía tal desconfianza como para dejar para último minuto una información así de importante. Al menos para mí sí lo era. Cada tradición tenía uno o varios motivos. La celebración posterior a la ceremonia de enlace era para anunciar la consumación de este. En el pueblo, las jovencitas que pretendían saltárselo eran consideradas indignas para la familia del novio. Lo dudé, pero no me quedó otra alternativa que intentar comprenderlos. —¿Tus suegros lo aprobaron? —Una nueva interrogante nació en mí y salió con poco tacto—: ¿O es que ya no eres virgen? Coni abrió los ojos de golpe, observándome incrédula. —¡Mamá! Levanté los brazos. —¿Qué? Hay algunas que se comen la torta antes de tiempo. Si fue con el mismo, está bien, pero sé sincera. Imposible olvidar el caso de Erlinda… o el mío. Mis hijos no conocían la historia de ninguna de las dos y ni porque me lo exigieran se las contaría. —Todavía no hemos hecho nada de eso, te lo juro. —En su expresión era evidente la vergüenza que le provocaba tocar el tema. Chocó sus manos después—. Si yo le dije que no te gustaría nadita... Interrumpí a mi hija, parándole el movimiento de sus dedos apretándose entre sí. —No me molesta. Preferiría evitarnos habladurías, pero sé respetar los deseos de tu marido y los tuyos. —La toqué del antebrazo—. Siempre y cuando tus suegros estén de acuerdo, no pasa nada conmigo. Que Celina y Esteban cedieran a esas ideas nuevas de los jóvenes me impresionó y no sabía si para bien o para mal. Los Ramírez siempre se caracterizaron por ser conservadores. Quizá lo que estaban viviendo con Celina los hizo bajar la guardia de esa manera. —¿Qué crees que diga papá? Nicolás tampoco sabía, y él sí contaba con el derecho de dar una negativa. Ahí me tocaba convencerlo de aceptar. No estaba segura de lograrlo, pero el intento se haría. —Yo platico con él. Mi adorada hija soltó un suave suspiro. —Gracias, mamá. Esto me tenía preocupada. Me levanté y la impulsé a hacer lo mismo. Le acomodé el vestido y el peinado lo mejor que pude. —Ve, sal a seguir festejando con la frente en alto. Las muchachas te van a preparar en un rato más. Ella obedeció. Le pedí que sonriera, no iba a permitir que la sombra del llanto opacara su alegría. Otro asunto que me puso a pensar fue el proceder del día siguiente. Se suponía que las mujeres que se quedaran debían ir a visitar a la novia a su habitación para celebrar que ya tuvo su primera noche como esposa. Se festejaba la pérdida de la virginidad. Los padres del novio tenían la encomienda de prepararse con bebidas, cerveza y comida. A mi juicio es el día más divertido de una boda por los juegos y parodias que se llevan a cabo. Además, es una convivencia solo para las mujeres. Los hombres, un tanto apartados, beben y observan el ritual. De haberse hecho tal como era, la novia tenía que regresar a la casa de soltera para continuar la fiesta ahí y esperar más tarde a la familia del novio. Se decía que eso era para reforzar la unión entre ambas familias. La última parte no se haría por insistencia de Celina. Ella pidió que toda la celebración fuera en casa de su hijo porque lo consideraba un “terreno neutral”. Después de todo me libré de tenerlos metidos en mi hogar. Le pedí auxilio a mi exsuegra, a Erlinda y a Isabel para que me ayudaran a solucionar lo del postre. A mis dos hijos menores les encargué, o, mejor dicho, les ordené que custodiaran a Esmeralda. No tenían permitido despegarse de su lado, aunque eso significara darle fin a su diversión. Logramos terminar una olla grande de ensalada de fruta picada que sirvió para despistar la ausencia del pastel. Aproveché la distracción para convencer a Nicolás sobre lo que Coni y Alfonso pidieron. Fue sencillo por el simple hecho de que estaba tan borracho que le costó trabajo entenderme. La fiesta continuó por un rato más, hasta que la hora del “encamamiento” llegó. En ese preciso instante en el que las mujeres jóvenes casadas se llevaron a la novia, me arrepentí de no haber sido más clara y darle mejores consejos sobre lo que estaba a punto de vivir. Solo me quedó confiar en que Alfonso sería delicado y comprensivo con ella. Luego de más de media hora despidieron animosos al novio. Poco a poco, los invitados menos interesados en el siguiente evento se retiraron a sus casas o a la posada que los padres de Alfonso alquilaron. Quedaron más o menos cien presentes, la gran mayoría Quiroga, Ramírez, Bautista y unos cuantos Moreno. No lograba dejar de pensar en Coni, por eso elegí beber unos cuantos tequilas en compañía de Juana y María, y de mis vecinos. Después de todo, lo más importante ya había pasado. Isabel se disculpó luego del primer trago y fue a descansar junto con su hija. Celina hizo lo mismo al poco rato; se le notaba una palidez preocupante y nadie se atrevió a pedirle que siguiera acompañando. Catalina, la hija de Rogelio, la perseguía cual sombra vigilante. A los padrinos no los encontré, y tampoco tenía deseos de ir a buscarlos. Al tercer trago inspeccioné a mi alrededor, pronto me di cuenta de que no fui la única que decidió entregarse a los ardientes placeres del alcohol. Reconocí a Nicolás bebiendo cervezas con su hermano menor y con los míos. Ellos lo respetaban de verdad y yo no intenté quitarles la idea de que seguía siendo su cuñado. Los más jóvenes, por su parte, hicieron su propia reunión que excluía a los “viejos”. —Échate una —oí que decían animados los hombres que se juntaron en un círculo de sillas en el otro extremo. No presté la suficiente atención de quiénes hablaban o para qué, pero cuando la trompeta afinándose del mariachi resonó, fue imposible no voltear a verlos. Filemón era el protagonista en medio del círculo de caballeros alcoholizados. Recordé que él disfrutaba ser el centro de atención. Ni la edad lo hizo cambiar. Llevaba puesto un traje de charro color n***o con corbatín de color oscuro, un gran sombrero y decoraciones de plata que brillaban con la tenue luz de la luna y los faroles. A atrás tenía a los otros mariachis. —Con dedicación especial al papá del novio. ¡Y que le caiga a quien le caiga! —Soltó una fuerte risotada mientras comenzaban los violines y las trompetas. Le siguió el típico grito de mariachi—. ¡Ahí les va! ¡Me quedé quieta y con el limón para el tequila entre mis dedos que se negaban a moverse! Solo necesité el inicio de la melodía para saberlo. Enseguida me recorrió un escalofrío que terminó en mi boca y deseé vociferar una que otra maldición. ¡Ese cabrón decidió cantar “Cuando el destino”! Y no contento con eso, tuvo la osadía de dirigir su movimiento corporal y su nada discreta mirada hacia mí. Decenas de pares de ojos me inspeccionaron, incluso reconocí varias sonrisas. Por suerte, a mis hijos y a los demás muchachos no les importó la melodía. Ellos convivían concentrados en lo suyo. Di todo de mí para parecer despreocupada. Sin que lo cuidara, me di cuenta de que Esteban no me dirigió la vista ni por error y tampoco detuvo a su amigo. Él continuó con su trago, como si nada pasara. «Desgraciado, hijo de la chingada», pensé, aborreciendo el gesto de burla de Filemón. Me volteé, llené al tope el tequilero, le di un sorbo y exprimí fuerte el limón. «Te la voy a regresar, infeliz», decidí en mis adentros. Tuve que resistir las ganas de ir a callarlo porque el muy atrevido repitió la última y penúltima estrofa. Cuando por fin Filemón terminó, también terminé con mi trago. Aguardé por unos diez minutos más. Lo siguiente que hice fue largarme de allí. Estar en la boca del lobo requería de un merecido descanso. Los padres de Nicolás me llevaron porque también estaban agotados. Entré a una de las habitaciones disponibles y me dejé caer sobre la cama. La infame letra de esa canción se empeñaba en sonar en mi cabeza. Sí, Esteban tuvo el gusto de verme hundida, sola, fracasada. Que lo disfrutara o no ya era algo que tarde o temprano sabría. —El destino todo cobra… —balbuceé antes de quedarme dormida. Desperté pasadas las siete de la mañana. Levanté a mis hijos. Ellos durmieron en el mismo cuarto, amontonados sobre el suelo, menos Esmeralda, a ella la hallé a mi lado. Después fui directo a darme una ducha para poder despabilar. Para la lavada se debía usar ropa roja. Saqué el conjunto de falda larga y blusa que solo me ponía en esos eventos. Menos pomposo que el anterior, pero también con bordados que lo decoraban. Mis hijas también obedecieron la indicación de vestir del mismo color. Estuvimos en la entrada de la casa a las ocho y media. Ahí confirmé que muchos ni siquiera se fueron a dormir, incluidos mis hermanos y Nicolás. —¡Amalia! ¡Amalia! —gritó Isabel detrás de mí—. ¡Ya me contaron! Se le notaba mortificada. Cuando llegó a mi lado, sujetó mi brazo y lo apretó. Para que mis hijos ni los padres de Nicolás nos oyeran, caminé hacia la fuente de piedra donde varios jilgueros bebían el agua. —¿Qué te contaron? —le pregunté en voz baja y fingí confusión. —Erlinda me dijo hace un rato lo que mi marido hizo anoche… —Guardó silencio un segundo, como si esperara mi confirmación—. Sobre la canción —prosiguió—. Me la encontré en las regaderas. A ella le platicó Florencio, a Florencio sabe Dios quién le contó. —Tragó saliva y las arrugas de la frente se le marcaron más—. Perdónalo, por favor. Adora a esa familia y cuando se enfiesta hace estupideces. —Hizo una mueca de enojo—. Pero me voy a encargar de decirle sus cosas cuando lleguemos a la casa. No tenía caso que ellos discutieran. —Ni te apures. Tampoco es para tanto. Isabel entrecerró los ojos y ladeó la cabeza. —¿De verdad? —me cuestionó, dubitativa. —Sí —soné despreocupada—. No pasa nada. Sé que no la convencí. Supongo que se dio cuenta del desánimo que ya me gobernaba. Intenté irme, pero ella me detuvo de un tirón en la blusa. —Amalia, tal vez si les dices a los padres de Alfonso lo que ella te hizo… Antes de responderle, levanté el dedo índice y lo moví a los lados. —¡Eso sí que no! —Piénsalo. —Isabel estaba empeñada en convencerme—. Te liberarías de que te sigan juzgando. —¡Aguantaré! —le dije ya más firme. Después di un paso hacia ella—. He aguantado cosas mucho peores que el señalamiento de gente metiche. El peso de mi renovada decisión trajo de vuelta aquella soleada tarde en la que caí de rodillas en medio de las solitarias montañas; ese día en el que sentí tan cerca la muerte que recé en silencio, pidiéndole a Dios que me recibiera gustoso. —Quisiera que fueras sincera conmigo —continuó Isabel con un raro cambio en la voz que la volvió segura—. ¿Qué sientes con todo esto? Me refiero a Esteban. ¿Sigues sintiendo algo por él? Su pregunta me descolocó. —¿Qué sentiste tú cuando viste al Jacinto? —respondí con otra pregunta. Ella ni lo pensó: —Es un sacerdote ahora, debo respetarlo. —Pero ¿no te removió nada adentro? Sus ojos se movieron hacia la izquierda y así permaneció un breve instante. —Me trajo recuerdos, no te lo voy a negar. Él fue un hombre al que quise mucho, mi primer amor, pero no hay más que recuerdos y ya. «El primer amor. ¿Acaso sí es real que hay un segundo o un tercero?», dije en mis adentros. La demás gente comenzó a llegar, debíamos cortar con la charla a la brevedad. —Eso mismo me pasó con mi consuegro. No hay más que… —la palabra se resistió a salir—: recuerdos. Isabel liberó el aire y esbozó una sonrisa. —Me alivia saberlo. Pero, de todos modos, sí le voy a reclamar al File por andar haciendo pendejadas. Reí bajito y la sostuve del hombro. —Te apoyo en eso. «Nada más hoy y termina», me repetí mientras avanzábamos hacia la puerta de la casa. Los recién casados aún no salían y Celina nos invitó a pasar una vez más al patio para esperar con las comodidades que preparó. Yo solo proporcioné los mariscos, pero lo demás fue de su parte. Por supuesto que no escatimaron y su reunión más íntima sobresalió en cada mínimo detalle. En una esquina reconocí a mis hermanos, a Nicolás y un par de desconocidos. En otro lado estaban los hermanos Quiroga, menos Esteban. Todos tan desaliñados que me dio gracia y admiración porque seguro no durmieron. Todavía no llegaba a la mitad del patio, cuando un comentario causó que me detuviera. —¿Y la ‘bala’na’[1]? —oí detrás de mí. Giré despacio y descubrí que el dueño de la voz era Jacobo Quiroga. —Es lo primero que se enseña —continuó. Sostenía un vaso y se le enredaban un poco las palabras. —Cálmate, eso no lo usan por aquí —le rebatió Gerónimo, igual de alcoholizado. —Pero nosotros sí. —Jacobo se dio un golpecito en el pecho—. Somos la familia del novio. ¿Está mal que queramos comprobar que la novia es digna? ¡Ahí ardí en furia! Sabía que esa situación podía darse con la decisión de Alfonso, mi error fue no prevenirla. —Te pasas de ridículo. Ya ni el flaco anda pidiendo nada. —Reconocí a Paulino, el más joven de los Quiroga y con el que nunca sostuve una conversación. —Pues a mí se me hace raro. Algo querrán esconder. El desdén con el que Jacobo Quiroga se expresaba caló hondo en mi ser. Anastasio recorrió el lugar con la mirada y fue el único que se percató de que yo estaba oyéndolos. —Sé más respetuoso, hermano —buscó callar a Jacobo—. Se nota que la muchacha es una mujercita decente y el Ponchito la quiere bien. Si se entera de lo que andas insinuando se va a sentir muy ofendido. —Una mujer decente no permite que se creen dudas sobre su castidad. ¡Fue suficiente para mí! Caminé veloz de vuelta a la entrada de la casa. Me metí sin tocar e ignoré la presencia de los empleados y meseros. Conocía cuál era la habitación nupcial y fui directo a la puerta. Toqué tres veces, impactando el puño con fuerza. Fue Alfonso quien abrió. Estaba terminando de abotonarse la camisa. No le di la oportunidad de hablar y lo hice a un lado con poco tacto. Constanza se encontraba poniéndose perfume, sentada en el banquito del tocador. Cuando me reconoció se quedó boquiabierta. —¡Dame la sábana! —le ordené, con las manos extendidas. Observé hacia la cama para buscarla y confirmé que ya la habían cambiado. —¡Pero, mamá! Te avisé que no íbamos a… —¡Dije que me des la sábana! —la interrumpí, gritándoselo. Coni dejó de contradecirme, aunque tampoco accedió a mi petición. Fui hacia Alfonso. —En serio la necesito. Creo que él si entendió mi apremio. No dijo ni una sola palabra, se dirigió hacia un cesto de palma, lo abrió y sacó la tela blanca. Ni siquiera la acomodé después de que me la entregó. A pasos acelerados regresé al patio. Dos personas me hablaron en el transcurso, pero los ignoré deliberadamente. En cuanto llegué, azoté la tela sobre la mesa de los Quiroga, con la mancha roja al frente para que la vieran. —¿Qué fue? ¿Qué fue? —Sebastián dormitaba en su silla y con el golpe se despertó confuso. —Nunca más —me dirigí en específico a Jacobo y tuve el valor de señalarlo—, ni por error, vuelvan a cuestionar la integridad de mi hija. —Amalia, no te lo tomes así —Anastasio trató de conciliar. —¿Qué pasa? —dijeron a mis espaldas—. ¿Por qué entregas eso? ¿No que no se iba a mostrar? Cerré los ojos. Lo que no contemplé fueron las reacciones que se desencadenarían con mi acción. Nicolás y mis hermanos fueron a averiguar lo que sucedía. Cuatro de los Quiroga permanecieron sentados, pero Jacobo se levantó, echó la cabeza hacia adelante y la mantuvo rígida. —Porque yo la pedí, ¿cómo la ves, sombrerero? Nicolás no era buscapleitos, pero Lucas sí. No en vano su sobrenombre de “el diablo” lo perseguía todavía. Jacobo podía ser un peleador experimentado, pero mi hermano era exmilitar, más joven, y no lo pensaba dos veces a la hora de confrontar a quien lo provocara. La sed de violencia lo llevó a tener problemas serios en su juventud y fue arrestado varias veces porque dejó noqueados a más de un compañero. Leopoldo, Lisandro y Lucio apostaban más por el diálogo, pero seguro no se iban a quedar de brazos cruzados. —¡Espérate, Nicolás! —Me puse en medio y lo sostuve del torso—. No vale la pena. —Miré a Lucas porque ya se disponía a dar un paso—. ¡A ustedes ni se les ocurra meterse! Nicolás se resistía. Estaba demasiado colérico como para que yo lograra contenerlo. Anastasio fue el siguiente en interceder. Su silla cayó al suelo cuando se levantó. —Jacobo, los espectáculos déjaselos a Paulino. —Jaló a su hermano, pero su fuerza era mayor y en cualquier instante saldría disparado hacia un lado. No lograríamos detenerlos. Es posible que algún mirón alertara a Celina, a Esteban y a doña Esperanza. A los tres los divisé del lado derecho y se dirigían hacia nosotros. Un atisbo de arrepentimiento me impactó. Más infortunios podían afectar a la salud de Celina. Esteban se adelantó y en dos segundos estuvo ahí, en la inminente pelea que apenas y podíamos evitar. Analizó la situación y enseguida ubicó la sábana en la mesa. —¿Tú la pediste? —le preguntó a Jacobo. La esclerótica de sus ojos se pintó de rojizo. —¿Y qué? —su hermano le respondió retador—. Es obligatorio que la enseñen. Nada les costaba. Esteban lo confrontó, cara a cara y erguido. Él era más delgado y menor, pero también más alto. Debo confesar que lo consideraba como un hombre dócil y manejable. Lo que ese día presencié, cambió mi opinión sobre su carácter. —¿Te atreves a saltarme? —su voz sonó grave—. Yo soy el padre del novio, no tú. Limítate en tus exigencias o voy a tener que pedirte que te retires. Jacobo se quedó callado. Yo también, pero fue por motivos distintos a los suyos. Cuando Celina y su madre por fin estuvieron ahí, Jacobo bajó la guardia. Sentí que Nicolás relajó un poco el cuerpo. Pude respirar cuando dejé de presionarlo. Lo siguiente que Esteban hizo fue levantar la tela de la mesa y caminó hacia mí. —Señora, esto no era necesario. —Me acercó la sábana—. A nombre de mi familia les ofrezco una disculpa. Resoplé. —Quédesela. —Lo dejé con el brazo extendido—. Tal vez sirva como decoración en la casa de su hermano. —Con la barbilla, apunté hacia Jacobo. Esteban sonrió, apenas visible, pero me percaté de que sus labios se curvaron discretos. Di media vuelta y me alejé. «Solo recuerdos», repetí en la mente, para convencerme de que por él ya no sentía nada. ******** [1] 'Bala’na'. Virginidad en zapoteco. Se le llama así a la sábana manchada con el sangrado de la primera relación s****l.
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