Pronto comprendí que sola no podría solucionar nada y tuve que recurrir a uno de los hermanos de Esteban.
Tardé un rato en decidirme, pues el contacto con ellos era limitado y, en el caso de Jacobo, desagradable.
Al final elegí a Anastasio, el hermano que consideraba más accesible.
Sabía dónde se encontraba el teléfono más cercano. Alfonso me hizo el favor de pasarme su número, le dije que lo necesitaba llamar por petición de su padre.
Se sintió eterno el tiempo que demoré en ir al teléfono y regresar a la casa.
Para mi buena suerte, Anastasio llegó el mismo día por la tarde. Tener automóvil propio facilitaba moverse.
Juntos acordamos que lo que Esteban tramaba lo mantendríamos en secreto hasta que no existiera más alternativa que informárselo a la demás familia.
Guardé distancia cuando ellos dos tuvieron un intento de diálogo. Esteban no negó nada, pero tampoco permitió que su hermano lo ayudara a entender su proceder.
Antes de caer la noche, Tacho le pidió a su esposa que lo alcanzara junto con sus dos hijos menores. Decidió que mudaría su oficina hasta esa casa por tiempo indefinido. Según me dijo, pensaba que con los pendientes que se acumularon del trabajo, Esteban recobraría la razón, o por lo menos se mantendría ocupado.
Al día siguiente temprano hallé allí a Silvia y a sus hijos. Ella estuvo de acuerdo con el cambio temporal de domicilio.
En realidad, la admiraba. Era una mujer comprensiva, servicial, aunque con una mezcla de dulzura y rudeza poco usual entre las señoras de su edad.
Juntos dedicamos esa mañana a esconder hasta los cuchillos sin filo. Cada objeto de la casa que consideramos peligroso, por más absurdo que pareciera, quedó refundido en la bodega junto con las armas y las herramientas.
—Me acuerdo que una vez tuvimos que amarrarlo —nos contó Anastasio, mientras revisábamos en los cajones de una cómoda que tenía sábanas y cobijas. La sonrisa que se le dibujó fue contagiosa.
—¿Tanto así? —No logré imaginar a Esteban sometido de esa manera y supuse que bromeaba.
—Yo no estuve, pero sí lo recuerdo —confirmó Silvia y me observó de una manera singular, como si algo en mí la apenara.
Por la expresión de ensoñación de Anastasio, supe que se encontraba hundido en esos ayeres. Antes de continuar, él soltó un lento suspiro.
—Rogelio tenía métodos menos amistosos.
Cada vez que alguno de los hermanos Quiroga mencionaba a su hermano mayor, le brillaba el rostro de una forma tan única que me conmovía.
Silvia le frotó la espalda a su esposo.
—Tiempos desesperados requieren medidas desesperadas —añadí.
Si Anastasio tuviera una iniciativa similar a la que mencionó, sin duda lo ayudaría a apretar los nudos. Al principio me negué a la violencia porque supuse que las cosas no podrían empeorar. ¡Me equivoqué!
—Mi hermano pensaba igual. —Fue evidente que le lastimaba traer de vuelta los recuerdos de Rogelio y desvió el tema—: ¿Sabe? No termino de comprender a este terco —refiriéndose a Esteban—. Celi lo adoraba, fue una terrible pena que se nos adelantara, pero esos deseos de alcanzarla me… —Tronó la boca y apretó un puño—. No sé qué palabra usar.
—¿Lo impresionan? —quise ayudarle.
Él negó.
—Me confunden. —Ladeó la cabeza para hablarme—: Es blando, más de lo que la gente piensa. Fue un niño llorón, desesperante como no tiene una idea. —Dejó salir una risita, aunque su mirada se notaba medio perdida—. Una vez murió un ternero, acababa de nacer y tuvo complicaciones. El tío Heriberto fue piadoso y lo sacrificó. Mi hermano estuvo tan deprimido por eso que el tío se vio orillado a ir a conseguirle otro ternero, pero ni eso sirvió. Se le pasó poco a poco. A veces, así como así, se iba con la vaca a acompañarla, disque para alegrarla. Nunca se le quitó ser así.
Sentí un nudo en la garganta. Conocer sobre su infancia me estremeció y también me dejó meditando en cómo las personas lidiamos con la muerte de distintas maneras.
—Se le pasará —atiné a decirle.
—¿Usted lo cree?
Para ser sincera, no lo sabía. Yo supuse que ya estaba mejorando y resultó que se encontraba en el borde de un arrebato irreparable.
—Sí, lo creo —respondí por mero compromiso.
—A lo mejor le sirve conocer a otras personas —comentó de pronto Silvia, y no tuvo cuidado en murmurar como lo hacíamos nosotros. Entre las manos cargaba un par de manteles blancos de una tela delgada y con hilos dorados en los bordes—. Tengo una amiga que se quedó viuda también hace cinco años. Es bonita y…
Su marido soltó un quejido que sonó a reprimenda.
—¡Baja la voz! Te va a escuchar. —Apuntó hacia la habitación que acondicionaron como oficina y en la que sabíamos que se encontraba Esteban trabajando—. Su mujer acaba de morir hace poco, sé prudente. Además, ¿desde cuando te gusta andar de casamentera? Mejor ya no te lleves tanto con mi madre, se te están pegando sus mañas.
—Dios tenga en su santa gloria a Celina —dijo Silvia.
Los tres nos persignamos.
Para no involucrarme, opté por irme del otro lado de la habitación y comencé a revisar una mesa alta con adornos de porcelana.
—Pero ¿qué de malo tiene lo que dije? —Esta vez Silvia sí tuvo cuidado en hablar bajito, aunque lo hizo entre dientes—. Sabes bien que los hombres no pueden estar solos porque los criaron diferente a nosotras. Ustedes no están acostumbrados a la soledad. Tu hermano necesitará quien lo atienda.
—Para eso se contrata gente.
—No solo hablo de quien te acomode el plato o llene tu vaso, lave tu ropa o acomode la cama al despertar, sino de atenderte en varios sentidos, tú sabes, que te den cariño, compañía, hasta para pelear se necesitan dos. Lo más seguro es que volverá a buscar mujer. De mi te acuerdas si eso no lo saca de las loqueras que trae. —Volteó a verme e hizo un gesto que exigía complicidad—. ¿Tú qué opinas, Amalia? Te separaste y ¿sigues sola?
—Eh… —vacilé en responder porque en realidad ni yo misma sabía cuál era la mejor respuesta—. No, no sigo sola. —Pero en esta ocasión la confianza no acompañó mis palabras. Sin aclarar con Joselito qué era lo que teníamos, me daba vergüenza ir por ahí pregonando algo que solo yo imaginaba.
Silvia se acercó a Tacho para darle un ligero codazo.
—¡Ves lo que te digo! —Fingió un puchero—. Yo sí le voy a decir a mi cuñado que si quiere le presento a mi amiga.
—De seguro si me muero, luego luego vas a buscarme sustituto —le recriminó Anastasio, pero sonó despreocupado.
—Pues luego luego, no, pero quién sabe después —le dijo igual de confiada.
De tratarse de un matrimonio más tradicional, el esposo le habría dado una buena bofetada por tremendo atrevimiento.
Me relajó verlos así de despreocupados.
Los tres nos reímos.
Ellos dos continuaron debatiendo sobre la soltería de Esteban. Mientras, yo me mantuve ahí, callada y haciendo un enorme esfuerzo por disimular que me punzaba el pecho de solo imaginar que él se atreviera a volverse a casar.
Terminamos de ocultar objetos y me retiré con la promesa de regresar al día siguiente para enseñarle a Silvia unos bordados diferentes a los que acostumbraba hacer.
Cumplí y estuve de nuevo por esos rumbos pasadas las nueve.
Anastasio recontrató a don Juan y a otra empleada doméstica. Al señor le encargó encarecidamente que mantuviera ojo vigilante con su hermano menor.
Silvia y yo estuvimos largo rato cerca de un ventanal. Llevamos dos sillas y una mesita y nos concentramos en nuestros bastidores. También bebimos té de hojas de limón. El vapor de la taza me regaló un instante de calidez tan necesario por esos rumbos. El frío apenas empezaba a amainar y eso que estábamos por entrar a marzo.
De pronto, oímos que de nuevo su marido y Esteban discutían. Mejor dicho, Esteban discutía, solo su voz se escuchaba alterada.
No supe cómo terminó esa pelea porque me fui a casa, aunque cargué con la angustia de lo que pasaría más adelante.
Tenerlos a los dos como guardianes junto con los empleados alivianó la situación. Yo pasé a ser innecesaria, por eso opté por no ir diario. Además, quedaría como una metiche si seguía haciéndolo.
Como la presentación en la fiesta que Joaquín arregló salió tan bien, hubo quienes pidieron informes de “nuestros paquetes” para ambientar fiestas. Joaquín fue hábil y se inventó unos en ese mismo momento. Tanto que dudamos de él y resultó ser más astuto de lo imaginado.
Recé porque nos llegaran más contratos de ese tipo, y mi petición no tardó en ser atendida. Fuimos solicitados para dos fiestas: la Primera Comunión de unas niñas gemelas, y el cumpleaños de una señora. Los siguientes dos sábados quedaron apartados. Por lo menos en esa quincena estarían cubiertos todos mis gastos, hasta quedaría para el ahorro.
Una semana en aparente paz transcurrió. Fui a visitar la casa de las grutas solo una vez. Convivir con Anastasio y Silvia era distinto a convivir con Ermilio, pero no dejó de ser agradable. Para mi buena suerte, ella no permitió que los señalamientos ajenos afectaran su buen juicio. Me trataba con respeto y charlaba conmigo de cualquier cosa que se le ocurriera.
En esa visita Anastasio me contó que Esteban se mantenía gran parte del día sentado en el escritorio revisando papeles y redactando otros. Si lograba que siguiera así, quizá le ayudaría a recapacitar.
—El trabajo es muy importante para él, y a mí me tenían agobiado de tantas responsabilidades. La idea que mi hermano tenía era poner aquí también los sembradíos, pero ha estado detenido el proyecto. Voy a animarlo a que lo continúe —comentó en un paseo que tuvimos los tres por el patio.
Sí, retomar ese proyecto lo revitalizaría. Anastasio se asignó una importante tarea.
Otra semana más pasó. Las cosas se veían avanzar lento, pero avanzaban.
Recuerdo bien que el sábado no fui a visitarlos porque a las tres de la tarde tenía programado un viaje. Tocaba el turno de la fiesta de la señora en la que fuimos contratados. Grupo Errantes iba a tener su tercer evento en un pueblo localizado a poco más de dos horas de distancia.
Fermín consiguió prestado un carro para que nos pudiéramos mover más fácilmente.
Era la una y preparaba la ropa que iba a usar. Elegí volver a ponerme el vestido azul con flores estampadas que Erlinda me regaló.
Mientras me preparaba, me ganó la emoción al confirmarme en el espejo que cantaría fuera de la ciudad y además recibiría un pago por eso.
A las dos con trece minutos tocaron a la puerta. Le pedí a Angélica que abriera.
Ella fue a hablarme al baño un minuto después.
—Te buscan, mamá.
Volteé a verla y noté que estaba pálida. De inmediato abandoné a un lado la brocha de rubor y salí de un paso largo.
—¿Quién? —Por mi mente no cruzó ninguna idea de por qué mi hija reaccionó de esa manera.
Angélica tragó saliva.
—Mejor ve a ver —fue concisa.
Lo primero que supuse fue que Esteban había logrado su objetivo, o que alguien tuvo un accidente… Imaginé lo peor durante esos segundos en los que crucé el patio, el pasillo y entré a la sala.
Mi sorpresa fue que encontré sentadas a mis dos amigas de la fábrica y al esposo de una de ellas. Esmeralda llegó detrás de mí y sigilosa se sentó cerca de Juana. Por último mi madre ocupó el sillón solitario.
—¿María? ¿Juana? —las nombré. Después las saludé de mano—. Qué agradable visita. ¿Ya les ofrecieron algo de tomar?
—Ya, amiga, ya —respondió Juana—. No te apures.
—Estamos bien —añadió María, y señaló el sillón de al lado—. Siéntate un ratito.
No me senté. Respirar bien era indispensable si sus semblantes reflejaban lo que iban a decirme.
—¿Qué pasa? Me asustan.
Por un instante temí que don Francisco decidió hablar y contó lo que Nicolás le hizo, que el viejo buscaba desprestigiarme para dejarnos como los culpables de su ataque.
El marido de Juana apenas y me saludó, los siguiente que hizo fue quedarse callado y aguardando.
—Ay, amiga, ¿por dónde empiezo? —dijo Juana, tan mortificada que causó que mis sospechas cambiaran de rumbo.
—Por el comienzo. —Los ojos se me llenaron de lágrimas que pensaba liberar solo si ameritaba—. ¡Dale! ¡Derecha la flecha!
Juana se apretaba las manos y una de sus piernas se movía rápido de arriba abajo.
Primero resopló, se acomodó la falda violeta y solo después de eso se atrevió a observarme.
—Mi sobrino Felipe es huérfano de padre y su madre está de camino para la ciudad. Me da una vergüenza tremenda tener que ser yo quien te lo diga.
Cerré los ojos. Perdí el piso. El error de pasar de largo cada una de las advertencias que la gente me hizo y que yo misma noté, cobraba su factura de una forma aparatosa.
Me concentré en mi hija.
—Estás embarazada —no lo dije preguntando.
Esmeralda solo me desvió la cara.
Di un paso hacia ella por inercia, pero me contuve por las visitas.
Detrás escuché la risita irritante de mi madre.
—¡Largo! ¡A su cuarto! —les ordené a mis dos hijos que, como de costumbre, merodeaban por allí.
Me toqué la frente y cerré los ojos. Con todas mis fuerzas supliqué se tratara de un mal sueño.
Juana se levantó y se acercó a mí.
—Mi sobrino se hará cargo de todos los gastos. Se piensa casar con tu hija… —Pasó la saliva—. Tú sabes, antes de que se le note.
Su comentario sonaba como lejano. Mis oídos fallaban. El mareo que sentí provocó que las piernas me tambalearan. Cada movimiento lo podía observar lento. Perdía la noción y el equilibrio.
Una mano me sostuvo y ayudó para que me sentara.
—Traje el alcohol como quedamos —reconocí la voz de María.
Apenas era un eco a mi alrededor.
Supongo que fue ella quien me mojó la nuca con el fresco líquido.
Gracias a eso fui capaz de recobrar la consciencia. Al hacerlo, regresó la necesidad de llorar, pero lo evité.
—¡Mamá!, yo no sabía que… —Esmeralda tuvo la osadía de hablar.
—¡Cállate! —la interrumpí, manoteándole con unas intensas ganas de impactar los dedos en su cara—. ¡Ingrata! Si bien dicen que a los caballos blancos y a los pendejos se les distingue desde lejos. Siempre supe que eras la menos lista, pero no pensé que eras tan tonta. —María me auxilió porque decidí ponerme de pie. Quería ver frente a frente a mi desconsiderada hija—. Tú se lo vas a decir a tu padre. —Mi dedo índice por poco y toca su nariz que sudaba—. ¿Y dónde está el tal Felipe? —Extendí a los lados ambos brazos—. ¡Tan cobarde que ni siquiera vino!
Juana se apresuró a excusarlo:
—Mi esposo y yo venimos en su nombre.
Le tenía cariño a mi amiga, pero ni eso me detuvo para confrontarla molesta.
—¡¿Ustedes la preñaron?! —Primero apunté a su marido y después a ella.
—No…
—¡Perdóname! —no le di oportunidad de argumentar nada—. Te quiero y mucho, lo sabes, pero me veo en la necesidad de pedirte que vayas y le digas a ese mequetrefe de tu sobrino que plante cara mañana mismo. Comprenderás que su padre tiene que estar también.
Sabía bien que Nicolás se pondría igual o peor que yo. Adoraba a Esmeralda. Cuando era niña decía que esperaba de ella grandes cosas.
—Yo misma se lo diré.
—Adviértele que más le vale que no falte, porque Lucas es impaciente con los irresponsables.
Juana conocía el oscuro historial de mi hermano, no hubo necesidad de entrar en detalles.
—Así se hará —aceptó, tan avergonzada que por igual lagrimeó.
Los tres se dispusieron a retirarse.
—Lo siento mucho —murmuró María antes de salir.
No los acompañé a la entrada de la casa, ni siquiera me moví. Solo hasta que escuché el sonido de la puerta cerrándose fue que sujeté a mi hija de los hombros y los apreté con fuerza.
—¡Nada más porque ya estás panzona no te muelo a golpes! —Le di una sacudida—. ¡Debí hacerlo desde hace mucho para que te enderezaras!
Sentía los dedos hirviendo de ganas de desquitarme, pero me contuve por la criatura, no por ella.
—Como si tú no hubieras hecho lo mismo —intervino mi madre.
Su ronca voz y su insultante despreocupación fue en extremo desagradable.
La detesté porque ella permitió que Esmeralda saliera sin supervisión mientras me ausentaba.
—¡Mejor no te metas, mamá! —No pensaba tolerarla en ese momento—. ¡Esto es entre mi hija y yo!
—Quéjate lo que quieras —continuó, más agresiva—. La niña ya trae al chamaco adentro. Lo único que te queda es aceptarlo. Además, tú no eres una perita en dulce[1]. —El sillón en el que estaba sentada rechinó—. ¿O quieres que entremos en detalles aquí mismo?
La pregunta final me desarmó. Mi madre conocía de sobra mis debilidades y no dudaba jamás en usarlas en mi contra cuando se le apetecía, aunque no tuviera la razón.
Traté de ignorar la amenaza y contemplé a Esmeralda. Su belleza no le fue de utilidad ante las tentaciones que los hombres causan. Si ella no le hubiera contado a nadie más, yo la habría apoyado en lo que decidiera. Por desgracia, ya no se podía dar marcha atrás. Le tocaba casarse e irse con el fulano del que sabía muy poco.
—¡Mamá! —Mi hija se arrodilló y unió sus manos—. ¡Mamita, discúlpame!
Ni con eso logró conmoverme.
Moví la cabeza hacia los lados dos veces.
—Me has decepcionado —la voz salió medio quebrada a pesar de mi esfuerzo por mantenerla clara—, y decepcionarás a tu padre. Has dañado a tus hermanas como no tienes idea. —Toda mi mandíbula tiritaba con cada palabra—. ¿Sabes lo que les va a costar encontrar a un hombre que las tome en serio después de tu metida de pata?, ¿lo que la familia de Alfonso dirá? Incluso a su hermano se le complicará cortejar a una señorita que lo respete. ¡Eso no se arregla con una disculpa! —Sentí el tirón que Esmeralda le dio a mi muñeca—. ¡Suéltame! —De forma brusca me liberé y con eso causé que mi hija se soltara a llorar con alaridos incluidos—. Me tengo que ir a trabajar, porque eso hacemos las madres: nos chingamos el lomo para que los hijos tengan comodidades y oportunidades que nos hicieron falta a nosotras. —Me raspó la garganta esa última parte porque salió amontonada, furiosa. Terminé con un lento suspiro.
A pasos rápidos regresé por mi bolso y el maquillaje. No me asombró descubrir que Angélica y Uriel estaban atentos detrás de su puerta entreabierta.
Se me hacía tarde y decidí que en el camino retocaría el maquillaje arruinado.
Ojalá así se pudieran retocar las grietas que nos aparecen por los fuertes azotes que la vida acostumbra dar.
Esperé en la calle a Fermín. No quería estar más adentro, me asfixiaba la dolorosa realidad.
Fermín estuvo ahí dos minutos antes de las tres. Fui la primera a la que fue a recoger y ocupé el asiento del copiloto.
Agradecí que él fuera un hombre de pocas palabras, así me evitaba el obligarme a responderle.
El siguiente fue Salvador, y al final Joaquín, quien hablaba lo que los demás no.
Ellos también tuvieron el cuidado de escoger trajes azules oscuros para la ocasión. Parecía que nos pusimos de acuerdo con los tonos.
—Estaba pensando en que deberíamos ir comprando el equipo para no tener que rentarlo. Así nos ahorraríamos un dinerito y sirve que buscamos los de mejor calidad —dijo Joaquín durante el trayecto, emocionado por los nuevos rumbos del grupo.
—Después lo hacemos —le respondió Fermín—. Ya que nos consolidemos mejor.
—¡De una vez! —rebatió el atrevido joven—. ¿Para que esperar?
—Lo platicaremos con más calma la siguiente semana, ¿sí? —le pedí brusca para que se callara.
—Como usted mande, señora mía.
Supongo que los tres se dieron cuenta de mi estado emocional porque no volvieron a platicar hasta que llegamos al destino.
El festejo era de una señora que cumplía los sesenta años.
En ese pueblo el calor también era intenso, pero distinto al de la ciudad donde vivía. Se sentía que ahogaba y pesaba el cuerpo.
—La capital está a unos veinte minutos, y las playas a más o menos una hora y media en carro particular —nos contó Fermín.
¡Las playas! Pensé en Joselito y en lo agradable que sería que me acompañara por lo menos de vez en cuando. Fortalecer nuestra relación sería lo ideal para evitar seguir anhelando a otro hombre al que le era indiferente.
Entramos al salón. No era tan refinado como el del sábado anterior, pero sí mucho más grande. Conté treinta y dos mesas cuadradas con diez sillas cada una.
Algunas personas todavía acomodaban adornos florales de rosas y gardenias.
«Gardenias», se me estrujó el corazón todavía conmocionado. Y es que dejaron de ser mis flores favoritas porque cada vez que las tenía enfrente, recordaba cuando Esteban llegó a verme con el ramo entre sus manos y la emoción desbordándosele. Fui incapaz de borrarme la imagen y de traerla de vuelta cuando veía esas flores.
Un organizador nos condujo hasta una zona de descanso con salita para que aguardáramos nuestro turno. Una amplia cortina roja nos separaba del escenario.
—Me siento famoso —comentó Joaquín. Se movía de un lado para otro sin parar.
—Relájate, niño —dijo Salvador—, no te vayas a ir volando.
—¿A usted ya no le dan nervios? Digo, es la que está frente al micrófono y tiene todas las miradas encima.
—Muchos —confesé sincera—. Dicen que cuando un artista deja de sentir nervios antes de salir al público, debe retirarse o cambiar de arte.
—Bien dicho —Salvador fue quien confirmó mis palabras.
Después los tres afinaron sus instrumentos y yo bebí dos vasos de agua. Los necesitaba para mantener hidratadas las cuerdas vocales.
Afuera el bullicio fue aumentado poco a poco.
Esperamos más o menos una hora con quince minutos.
—¡Nos toca! —avisó Joaquín porque era el que estaba atento al movimiento de la fiesta.
Salimos conmigo por delante.
Como dije, los nervios no debían faltar, pero también la emoción porque amaba lo que hacía.
El protocolo indicaba que teníamos que tocar por media hora, luego le daríamos espacio al presentador para que realizara lo que le correspondía.
Me posicioné frente al micrófono y los instrumentos comenzaron.
Cantar serviría para aplacar la tormenta imparable de sentimientos en mi interior.
Durante esa media hora, olvidé los irremediables problemas que aguardaban en casa.
Era turno del presentador y abandonamos nuestros lugares.
Estaba por girarme hacia la salida de descanso, cuando la llegada de una persona me detuvo.
¡Perdí el aliento!
En una mesa de en medio, vestido de blanco y con un sombrero en la cabeza, se sentaba Joselito. ¡Sí, era él! ¡Imposible equivocarme! Lo peor era que no iba solo. A su lado se encontraba una mujer con la que tenía entrelazados los dedos.
¡No lo podía creer! ¡Otro duro golpe el mismo día! Otra decepción de esa magnitud.
Supongo que él no me vio, porque su atención estaba puesta en su compañera.
Confusa, me metí a la salita.
Salvador fue el único que se dio cuenta de mi impresión, pero solo tuvo la cortesía de cederme el asiento más cómodo.
—Cuando… cuando regresemos, quiero empezar yo.
—Quedamos que sería el violín —dijo Joaquín.
Pasé un gran trago de agua porque la garganta me ardía.
—Que sea un favor para mí —soné endeble.
Aguantaba la rabia cuando mi vista fue a dar a un cuadro de naturaleza muerta que decoraba la pared de enfrente. Entre las variadas frutas tenía un pedazo de sandía con oscuros agujeros. Para mí fue como ver mi interior, sangrante, acribillado y podrido de tanto resistir.
Fermín fue más allá y decidió asomarse a través de la cortina. Tardó un rato revisando, pero sé que también lo reconoció. Mis compañeros sabían quién era mi pareja y su apariencia no pasaba desapercibida.
—Oh, ya —murmuró, afirmando con la cabeza—. El violín tendrá que esperarse una canción más.
Nadie más rechistó.
La participación del presentador fue breve.
Afuera gritaban vítores de alegría, y yo por dentro quería gritar por la agonía. Pero me tocaba ser profesional y cantarles, entretenerlos, aunque me cayera a pedazos.
Apreté el tripié y acerqué la boca al plateado micrófono.
Él aun no me reconocía.
Tuve el ángulo adecuado para conocer mejor a su acompañante. Se trataba de una señora no mayor de treinta años, morena, delgada y parecía prendada del hombre con el que tan solo hacía dos semanas tuve pasionales encuentros.
Por poco y me suelto a chillar ahí mismo, frente a cientos de desconocidos que ignoraban la pena, la vergüenza y el coraje con los que lidiaba para lograr interpretar “las mañanitas”.
Mi voz le pareció familiar y por fin sus grandes ojos negros fueron a mí.
Cuatro mesas llenas de gente nos separaban, pero nos miramos por un instante en el que deseé tenerlo cerca para decirle sus verdades.
Llena de ira terminé la canción y me retiré. Tocaba el turno de Joaquín.
Joselito no hizo ningún intento por buscarme, o darme una explicación; mejor dicho, dio la explicación sin necesidad de hablar.
¡Fui tan estúpida! Me aferré a un hombre que solo me usó como un objeto para saciarse, como una segunda opción a la que acudía cuando le daba la gana.
Permití que se burlara de mí. ¡Yo que lo consideré para pareja de vida!
Fui directo al baño para mojarme la cara. Sabía que aún me esperaban varias discusiones: la de Nicolás, la del ingrato Felipe, la de mi madre, porque seguro se metería, la de los padres del hombre, y por supuesto, la de Lucas… Era una larga lista de enfrentamientos de los que quería huir e irme lejos para llorar hasta quedar seca, como la sandía en la pintura.
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[1] Ser una perita en dulce' para señalar que algo o alguien tiene unas excelentes cualidades.