El primer mes del fallecimiento de Celina no fue celebrado como se acostumbraba en el pueblo. El viudo no se encontraba en condiciones de recibir a más personas en su casa justo en esos días. Solo le mandaron a hacer una misa y supe que él le llevó flores a la tumba. Todo privado y sencillo.
Desperté el domingo antes de las seis de la mañana y salí al patio. El cielo tenía el tono rosado característico que antecede a la aparición del sol. Alguna vez oí que la aurora simbolizaba al origen de las cosas.
Caminé al centro y di el primer paso hacia atrás. Fue más bien un salto plantado con fuerza.
«Que para mí esto simbolice el principio de la otra cosa que dijo Poncho, y no sea un bebé», supliqué en mis adentros.
Le siguieron los otros seis pasos llenos de fe.
Lo cierto es que no era que me detestara tanto volver a ser madre, pero no me interesaba comenzar de nuevo. Mis hijos ya estaban creciendo y con eso me liberaban cada vez más de responsabilidades. Tener a un recién nacido en casa complicaría más situación.
No visité la casa de las grutas ni el lunes, ni el martes, y tampoco el miércoles. Joselito quiso salir en las mañanas de paseo. Estaba muy amoroso. Me invitó a almorzar a diario y terminábamos en su cuartito durante dos o tres horas.
No se lo dije a él, pero el esperado sangrado no hacía acto de presencia y con eso la angustia iba en aumento. Cada vez se acercaba más el momento en el que tendría que visitar al menos a una partera que me dijera si yo estaba en cinta o no.
Mi madre ya se imaginaba qué me traía algo entre manos con el morenazo que iba por mí, pero no se animó a hacer la pregunta directa. A decir verdad, la notaba menos irritable durante el día, y dormía mejor en las noches. Quizá la dieta a la que la sometía rendía frutos por fin.
Planeé ir el jueves a confirmar que mi consuegro estaba bien, que no continuaba con su huelga de hambre, pero el miércoles en la noche ¡ocurrió algo inesperado!
Debo reconocer que aborrecía estar tan limitada con el dinero. Había días en los que solo llevaba para los pasajes y le pedía a Dios que las propinas fueran generosas. Por eso, aumentamos el repertorio, probamos con ritmos más movidos y poco a poco fuimos creando un estilo propio.
Al final de todo, el matrimonio de Coni si me salvó de mortificarme con sus gastos que eran tantos.
Esa noche, Joaquín se nos acercó después de terminar la presentación. Lucía animado como de costumbre y no se quedó quieto hasta que lo dejamos hablar:
—Un conocido de mi padre busca un grupo para que ambiente el bautizo de su bebé porque le cancelaron de última hora. Es mañana. ¿Cómo ven? —Tronó los dedos—. ¿Le digo que nosotros estamos bien puestos? Trabaja para un político, gana bien y pagará lo que le pidamos.
Salvador, Fermín y yo nos observamos.
Joaquín aguardó una respuesta. En sus labios tambaleaba una sonrisa.
—Un dinerito más no me caería nada mal —dijo Fermín, avergonzado.
—A mí tampoco. —Para sorpresa de todos, esta vez Salvador no rechazó la propuesta a la primera—. Mi padre enfermó y ya me gasté los ahorros del mes en sus medicamentos.
—Yo le entro —acepté, lo necesitaba y la idea tampoco era desagradable.
—¡No se diga más! —Joaquín aplaudió recio—. Preparen sus mejores ropas porque el grupo Los Errantes va con todo.
Nos quedamos mudos unos segundos en los que mi vista fue de un compañero a otro.
—¿Los qué? —le preguntó Salvador con un gesto de confusión.
Joaquín se encogió de hombros.
—¿No les gusta? Es que como cada uno va de un lugar a otro solo, pues, nos queda bien.
Por mi parte, no quería herir al joven con un comentario de desprecio, pero me preocupó que los otros dos sí se atrevieran.
—Está… más o menos —añadió Fermín, sonando poco entusiasta.
Salvador levantó su guitarra.
—Me da igual —dijo, restándole importancia.
El desánimo no podía llegar tan pronto. Por eso, opté por conciliar. El nombre no era malo, solo había que acostumbrarse.
—Quitémosle el “los” —propuse.
Salvador nos ignoró y creo que Fermín analizaba el resultado.
—Grupo Errantes —Joaquín lo mencionó en voz alta—. Suena bien.
Cada uno dio su aprobación y en nuestro alegre compañero brilló una amplia sonrisa contagiosa.
Ese era el tipo de ingreso extra que tanta falta me hacía… Mejor dicho, nos hacía, y no pensaba echarlo a perder.
Alfonso nos invitó a mis hijos, a Nicolás, a mi madre y a mí a pasar el fin de semana completo conviviendo en honor a Celina. En vida, a ella le complacía tener visitas y que la gente disfrutara de sus atenciones. De paso, el reunirnos serviría para que conviviéramos con ellos como matrimonio, y con su padre.
Nicolás no fue, usó la excusa de su negocio. Seguía pegado con la tal Lupita, pero no daba indicios de haber iniciado una relación. A mi madre la dejé encargada con Lucas. Todavía no estaba preparada para que hubiera un acercamiento de ese tipo con los Quiroga. De ellos solo asistieron doña Esperanza, Gerónimo y Anastasio, ambos con sus respectivas familias.
Estuvimos ahí desde las diez de la mañana.
Catalina se presentó en aquella ocasión.
A Esteban se le iluminaron los ojos y todo el rostro cuando su hija adoptiva llegó. La muchacha no se le despegaba y lo atendía de forma entregada. Eso sí me sorprendió porque con las primeras impresiones me pareció que era el tipo de señorita que exige ser servida, y no al contrario.
Después del basto almuerzo, los hombres se fueron hacia las caballerizas nuevas para ver a los caballos que llevaron un par de días antes.
A las mujeres nos dejaron bebiendo té con galletitas.
Yo quería conocer a los comentados ejemplares y me escapé para ir hacia allá.
Un círculo irregular de hombres se ubicaba a un lado de la nueva construcción de madera.
Alfonso me vio a lo lejos.
—Suegra, acérquese. —Él extendió un brazo hacia mí.
Avancé con más confianza.
Al estar cerca sentí las miradas de los caballeros, pero no me importó.
Dentro de las caballerizas estaban tres caballos criollos: dos castaños y uno gris, cada uno en un espacio independiente.
El olor a establo me recordó a al modesto espacio que mi padre destinó para sus cinco ejemplares.
Mi yerno se mostró entusiasta a la hora de mostrármelos.
—Este es Anacleto. —Fue hasta al castaño más cercano y lo dejó salir—. Ese de allá es Agapito. —Señaló al gris que mantuvo encerrado—. Y el buen Genovevo es el que está dormido. —En el tercer espacio reconocí el cuerpo del animal, tumbado y descansando—. Nada más que ya es viejito y no lo montamos.
¡Sí!, lo recordaba, ¡ese era el caballo de Esteban! El mismo que tuve el gusto de conocer. Seguía vivo y con él.
—¿Y esos nombres? —le pregunté a Alfonso y ahogué una risotada.
En los delgados labios del joven noté que se esforzaba por no hacer lo mismo que yo.
—A mi papá le gusta escogerlos.
Volteé a ver a Esteban por inercia. Estaba a un lado de su hermano Gerónimo, a unos cinco o seis metros de distancia. En sus manos sostenía un vaso de alguna bebida alcohólica, pero no presté interés en saber cuál. Me sorprendió averiguar que él hizo lo mismo. Nos encontramos sin buscarlo. ¡Qué cautivadora forma de mirar tenía! La seguía conservando después de tanto tiempo. No solo se trataba del bello color de sus ojos, sino de la manera en la que transmitía una clase de candidez inconfundible que perduró pese a las tragedias, al sufrimiento y los duelos.
Fui la primera en desviar la atención. Sus hermanos, o peor aún, Alfonso, se podían percatar del fugaz encuentro que tuvimos, y eso no sería ventajoso para nadie.
—Te voy a decir Ani. —Toqué la cabeza del caballo suelto con las yemas de mis dedos—, así suena más bonito.
El animal relinchó y alzó las patas delanteras en cuanto sintió mi roce. Por poco y me doy un sentón, pero logré detenerme.
Alfonso se apresuró a calmarlo.
—Si lo prefiere, lo meto. —El buen Poncho lucía apenado.
Volví a acercarme al caballo, esta vez más cuidadosa. No iba a rendirme tan fácilmente.
—Está bien. ¡Sh! ¡Sh! —quise calmarlo con un arrullo y me di cuenta de que el animal soltó un bufido, pero cuando intenté tocarlo de nuevo, lo permitió—. ¿Verdad que eres amable?
Ani y yo nos hicimos amigos enseguida; al menos eso me pareció porque ya no se movió ni trató de alejarme.
—¿Le gustaría montarlo? —preguntó Alfonso.
No advertí en qué momento su padre llegó a nuestro lado, pero lo hizo y me tomó desprevenida.
—Mejor mételo —le ordenó firme a su hijo—. A la señora le dan miedo los caballos.
Alfonso me observó asombrado y apenado al mismo tiempo.
—¡Oh! No lo sabía. Discúlpeme…
—No, no, tranquilo, estoy bien. —Acaricié el suave lomo de Ani—. ¿Podrías ensillármelo? Quisiera dar una vuelta.
—Ensilla a Agapito —Don Selso continuaba dando indicaciones—, es más dócil.
Apreté la mandíbula antes de proseguir:
—Prefiero a este —sostuve mi petición.
Alfonso accedió gustoso.
Esteban resopló y se encaminó hacia el lado derecho del patio.
Lo perseguí porque caí en la cuenta de algo. Ni siquiera me importó que sus hermanos o sus sobrinos le fueran con el chisme a doña Esperanza, y supusieran cosas que no eran.
En cuanto quedamos fuera de la vista de los demás, le jalé el brazo y con el tirón se le cayó el contenido del vaso.
Quedamos frente a frente.
—Entonces ¿fuiste tú? —En esa ocasión no hubo formalidad en mi manera de dirigirme a él. Estaba molesta por inventar disparates. Además, éramos “familia”, y era solo tres años mayor que yo, tenía permitido hacerlo—. Por eso Florencio piensa lo mismo.
A él no pareció gustarle que le hablara así y mucho menos que me tomara la libertad de tocarlo.
—¿Ya venció el problema? —me preguntó apático.
Fruncí los labios y entrecerré los ojos.
—¿De qué problema hablas? —No lograba explicarme por qué Esteban estaba tan seguro de una cosa así—. Jamás les he tenido miedo. —Lo señalé sin tapujos—. Quizá hasta monté uno antes que tú. ¿Por qué piensas eso?
Él pasó saliva y acomodó su postura.
—Ya debió olvidarlo, pero una de las veces en las que fui a buscarla a su casa cuando éramos, usted sabe… —No lo pronunció—. Llevé a Genovevo y me di cuenta de que le causó temor.
—¡Eso no es cierto! —me apresuré a rebatirle.
—Sí es cierto —dijo más sosegado que yo.
Hice poco esfuerzo para averiguar a qué visita se refería.
La imagen de aquel encuentro volvió a aparecer en mis memorias.
Asentí para mí.
—Recuerdo que tuve una reacción, pero fue por… otra cosa. —¡De ninguna manera le daría los detalles! — Me atonté y ya —minimicé el estado que malinterpretó.
Lo que debí decirle allí mismo era que verlo así, controlando a una bestia de unos cuatrocientos kilos, con su sombrero, su pulcra vestimenta, su tímida sonrisa, su deslumbrante ser… me dejó absorta. Fue la primera vez que mi corazón se aceleró de una forma particular. Fue en ese preciso instante en el que el intenso amor se apoderó de mí.
Esteban no añadió nada más.
Por mi parte, opté por darle la espalda y regresé con Alfonso para no hacerlo esperar.
Hallé al caballo listo y lo monté. Ni siquiera permití que me ayudaran a subir, no lo requería.
Di dos vueltas a todo el patio.
Durante el relajante paseo, me ardió confirmar que la relación entre Esteban y yo fue tan breve y superficial que no tuvimos la oportunidad de explorar a fondo nuestros gustos y aficiones, no nos contamos jamás íntimos secretos ni tuvimos largas conversaciones donde desmenuzamos las personalidades de cada uno.
Muy a mi pesar, la cruda realidad que me golpeó fue que no nos conocimos de verdad.