Aprovechando que quedó abierta y sola, me encargué de hacer la limpieza de la habitación de Esteban. Demoré porque se encontraba en pésimas condiciones. En el transcurso hallé adornos tirados y el suelo tenía una capa desagradable de mugre. Tuve que tirar varias botellas vacías. También lavé la ropa sucia y cambié las sábanas.
Ermilio colaboró lavando los trastes y barrió las estancias. Dejamos todo reluciente. Hasta conseguimos que don Selso se diera una ducha. ¡Vaya falta que le hacía! Se veía más blanco cuando salió a cenar.
No compartí la mesa con él, solo su amigo. Era obvio que mi presencia lo incomodaba. Sospecho que hacía un descomunal esfuerzo para soportarme, pero su fugaz mirada, si pudiera hablar, me habría corrido en ese instante.
Ermilio le advirtió que no vacilaríamos en volver a usar el tocadiscos si reincidía con lo de la comida.
Ese jueves regresé a mi casa hasta las diez y media de la noche.
Durante el trayecto me permití disfrutar del triunfo, y también del alivio de tener la seguridad de que le estaba cumpliendo a mi yerno, a mi hija, y en especial a Celina.
Dormí tan profundo en la noche que cuando desperté me invadieron las ganas de ser productiva.
En mi modesto patio, nada comparado con el de aquella gran casa cercana a las grutas, destiné un espacio para sembrar flores. El árbol de mango de mi vecina y una enredadera que se fue acomodando en los alambres que puse para lograr un techo verdoso le regalaban una sombra adecuada.
La verdad prefería tener plantas que sirvieran para algo más que decoración, pero un lugarcito colorido no vendría mal. Decidí que las hortensias serían una buena opción para comenzar.
Antes de que el intenso sol interrumpiera, me apresuré a ir a comprarlas y a traspasarlas. Fue arduo, pero el resultado me fascinó.
«Azules, como sus ojos», pensé sin querer.
Ahí estaba yo, quieta y contemplando complacida las flores que se mecían con el escaso aire de la mañana. Recordándolo hasta con el más ínfimo detalle.
Deseé poder encajar en mi pecho la misma pala con la que cavé el hoyo, arrancarme el corazón que latía distinto cuando lo tenía cerca, cuando sabía lo imposible que era que volviera a verme de otra manera que no fuera con desdén. A pesar de que no quería aceptarlo, su indiferencia sí corroía mi interior de una forma silente, pero efectiva, y yo no era tan osada como para confesarle que su profundo dolor me afectaba también.
—¡Con que ya te encontré! —escuché que dijeron a mi derecha.
Salí de la ensoñación de golpe.
Reconocí la voz.
No estaba segura si era mejor sonreír o mantenerme seria.
La reja que separaba la propiedad de mis vecinos con la mía se movió y no tardé en sentir que unos brazos me rodearon.
—Qué milagro —dije entre dientes. Discreta, lo fui guiando a un lado del árbol de mango.
—Milagros hacen los Santos, mi reina.
Joselito me apretujó la cintura e hizo que girara para que lo viera. No me dio oportunidad ni siquiera de decir una palabra y plantó sus labios contra los míos.
El calor de su beso calló la queja que planeé soltar a la primera.
Cuando lo inspeccioné, me percaté de que se veía más requemado de lo normal y cortó su cabello al ras.
Sin que me liberara de su agarre, comencé:
—¿Podría saber dónde estuviste todos estos días?
Trató de darme otro beso, pero eché la cabeza hacia atrás. Aun así, él no perdió su buen humor.
—Salió trabajo y tuve que irme —dijo sin añadir más.
Tragué saliva y cerré un instante los ojos. Necesitaba parecer conciliadora.
Con cuidado, alejé sus manos de mi cintura.
—Discúlpame, sé que antes no te lo comenté. —Lo contemplé para cerciorarme de que prestaba atención a mis palabras—, pero me encantaría que por lo menos me avisaras que te vas a ir.
A Joselito ni siquiera le impresionó o molestó mi petición. Confiado se me acercó una vez más, aunque no intentó abrazarme.
—Lo que pasa es que a un cliente le urgía un pedido grande porque iba a tener dos fiestas y no podía quedarle mal.
Retrocedí. En realidad, sí me desagradó el desinterés que mostraba.
—¿Necesitabas tanto tiempo para un solo pedido? —soné inconforme porque no logré controlarme a tiempo.
Contra todo pronóstico, el hombre se mantuvo apacible. En su lugar, Nicolás ya habría caído en la desesperación.
—Hubo complicaciones —se excusó—, pero ya estoy aquí para recompensarte. —Él extendió los brazos y fueron a dar a mis hombros. Sus ágiles dedos movieron el cuello de mi blusa y ahí aterrizó un húmedo roce de su boca—. ¿Te parece si después de comer nos damos una escapadita?
Vibré justo como no quería.
—Faltaste al concurso… —dije con menos fuerza y seguridad que lo anterior.
Sus labios continuaron probándome el nacimiento del cuello.
Cerré los ojos para disfrutarlo.
—De verdad lo siento, mi bella. Fue una grosería de mi parte. —Una de sus manos se escapó hacia mis piernas. Sobre la tela masajeó una—. No volverá a pasar, lo prometo.
—¿De verdad? —En ese punto dejé de lado la intención de reclamo.
Aguanté suficientes días como para resistirme a su seductora forma de convencerme.
—Lo juro. —De pronto, se detuvo—. Por cierto, Rosana me contó que al final no participaste, y también supe por qué.
En su rostro noté un leve gesto de lástima.
Sin ánimos de adentrarme en los detalles de aquella lamentable noche, solo confirmé con la cabeza.
Para ser sincera, ansiaba que el hombre retomara la sesión de besos y caricias.
—Qué considerado de tu parte ayudar a tu consuegro en estos momentos —continuó él, y su vista se clavó por un segundo en la mía—. Si no te molesta, dale mis condolencias mañana que lo veas. —Hizo una pausa inusual—. Trata de no regresar tan tarde, el camino es solitario y más a esas horas.
¡Me quedé helada! Sabía que doña Rosana era comunicativa, pero no imaginaba que tanto.
La inquietud se apoderó de mi lengua.
—Su hijo…, mi yerno, me pidió el favor y… —demoraba en hilar bien la frase.
Joselito colocó el dedo índice sobre mis labios.
—No tienes que explicarme. ¿Ves? —alzó un poco la voz, abrió más los ojos y sostuvo mi barbilla—. Es tan sencillo estar así, tranquilos.
Temí que quien se suponía era mi pareja se diera cuenta del tiempo que pasaba en una casa ajena y con la compañía de dos hombres, uno viudo y uno divorciado.
—Ya… ya iré menos. Don Selso… está mejor.
—Me alegro por él —añadió. Todo rastro de una sonrisa se esfumó de su boca—. Perder a una esposa es un tormento. —Enseguida recobró los ánimos y de nuevo se abalanzó sobre mí—: Entonces, ¿si nos vemos después de comer?
Solo lo medité una vez. Responderle nunca antes fue tan sencillo:
—Pasa por mí a las cuatro. De ahí me voy al trabajo.
En ese tiempo el tener a un compañero de cama me movía más que la desilusión que causó su descortesía.
A las cuatro y media ya nos encontramos entregándonos a las dulces mieles del tremendo deseo. Un deseo que se apoderaba de mí de una forma cegadora.
El trabajo en la marisquería rindió frutos y me fui con los bolsillos pesados por las monedas que los comensales me dieron. Con eso cubriría los gastos de una semana entera.
Durante la noche desperté gracias al inconfundible dolor del molesto sangrado mensual que tanto detestaba. No tenía otra alternativa, así que fui al baño para colocarme un pañito limpio, pero, por más que me limpié, ningún rastro rojizo apareció. De todos modos, coloqué con cuidado el paño. Supuse que llegaría en la mañana.
Temprano fui a revisar la ropa interior. Me sentía seca, aunque el malestar continuaba. Me sorprendí al ver que no, no había ni sangre, ni siquiera algunas gotas, ¡nada!
Opté por tener paciencia y tomar una pastilla. Mis periodos eran siempre exactos, pero una excepción no debía asustarme. Las mujeres más conocedoras decían que las preocupaciones y los sustos a veces alteraban esos procesos.
Cambié el paño y me fui a preparar el desayuno del sábado.
Los fines de semana mis hijos dormían un poco más. La preparatoria los agotaba, o tal vez eso me inventaban para que los dejara descansar.
Casi eran las diez y ninguno daba indicios de haberse levantado. Tenía bastante apetito y fui a revisar las habitaciones. Primero abrí la mía, o, mejor dicho, la que pasó a ser de mi madre. La encontré roncando plácidamente. Cerré con cuidado porque a ella le enfurecía que le interrumpieran el sueño.
En cuanto abrí sigilosa la de mis hijos, me di cuenta de que estaban despiertos. Todavía llevaban puesta la ropa de dormir y parecía que discutían.
Uriel y Angélica compartían una increíble conexión, pero también solían pelear más que sus hermanas. En los peores momentos tuve que ser su mensajera porque se empeñaban en no hablarse. Mi hijo pocas veces le negaba un favor, y ella siempre lo ayudaba en lo que necesitaba. La cosa salía mal si alguno de los dos decidía no ceder.
—Dile tú —logré oír que Uriel le decía a Angélica.
Por el pequeño espacio que dejé me di cuenta de que ella mantenía los brazos cruzados.
—¡No! Quieres andar de metiche, pues dile tú.
Supuse que se referían a mí.
Los dos debatían sobre quién debía decirme algo que, obviamente, era tan desagradable o indebido que evitaban hacerlo.
No logré resistirlo, empujé la puerta y entré.
—¿Qué me tienen que decir? —pregunté seria.
Angélica le dio un manotazo leve a su hermano.
Uriel estuvo un segundo pasmado, aunque fue capaz de enfocarse después.
—Mamá —dijo alarmado, pero su voz no tembló—, debes saber que Esmeralda llegó antier a las nueve. Según ella, la abuela le dio permiso de irse con las amigas. No sabemos a dónde se fue, y tampoco estamos seguros de que dice la verdad. —Mi pobre hijo bajó la vista—. Ayer también lo volvió a hacer en cuanto te fuiste.
Me conmovió que estuvieran así de atentos del comportamiento de su rebelde hermana.
Onoria, además de ser su compañera de salidas, cuidaba que no causara habladurías, por desgracia, ella ya no estaba cerca para velar por el buen nombre de esa hija mía tan imprudente.
—Hablaré con ella —les dije a secas.
Estaba a punto de salir de la habitación, pero Angélica dio un paso hacia adelante.
Me detuve para escucharla.
—Deberías decirle a papá que también lo haga. A él le tiene más miedo.
Si provocar miedo serviría para que Esmeralda meditara mejor sus acciones, estaba dispuesta a causarlo al doble que Nicolás.
—Tú no te preocupes. Yo me encargo. —Después me retiré segura.
Pasadas las tres de la tarde, Alfonso y Coni nos sorprendieron con su vistita. Traían como regalo una generosa dotación de carnes. Era tanta que mi congelador quedó lleno.
Mi bella Constanza, con el pasar de las semanas, lucía más hermosa. Su rostro de adolescente desaparecía para dejar en su lugar uno maduro, hasta me atrevo a asegurar que su piel ganó mejor lozanía. Sus caderas se ensancharon y ganó algo de peso que sirvió para mejorar sus curvas. El matrimonio le sentaba muy bien; mejor de lo que hubiera imaginado.
Los siete nos reunimos en la sala: Alfonso, Coni, Esmeralda, Uriel, Angélica, mi madre y yo.
Opté por mantener vigilada a mi madre y me mantuve cerca de ella por si se le ocurría ser imprudente.
Para mi sorpresa, no solo no dijo o hizo ningún comentario fuera de lugar, sino que estuvo alegre y platicadora. Incluso halagó a mi hija y a su esposo varias veces.
—Vamos a ir por don Ermilio para llevarlo a la central de autobuses —nos dijo Alfonso cuando Uriel lo cuestionó sobre sus planes del día.
Casi salto del sillón. ¡Era cierto! Ermilio había comentado que se iría en cinco o seis días.
—¿Se va hoy? —pregunté, aunque ya conocía los planes del amigo de Esteban.
—Sí —respondió Alfonso—. Llamó en la mañana para avisarnos y me ofrecí a llevarlo.
—¿Les molesta si voy con ustedes? El señor me cayó muy bien, es bastante espiritual y entregado a Dios. Sería una grosería de mi parte no ir a despedirlo.
Coni me miró de inmediato.
—Pero, mami, ¿cómo vas a ser una molestia? ¡Vamos!, pero claro que sí.
Deja que le prepare algunos recipientes con comida. Su viaje es largo. «Y también otros para tu suegro», lo último me lo reservé y una sonrisa espontánea me evidenció.
Ellos debieron pensar que Ermilio me atrajo de alguna manera. Confieso que en lo físico era un hombre no tan impresionante, pero aceptable si no nos poníamos exigentes. Sus risos canosos eran especiales. Lo otro era su personalidad, esa sí que impactaba. ¡Pero no! No me atrajo…, creo. No sé, por esos días me atraía hasta el carnicero cuando cortaba los pedazos de carne más duros. Se le marcaban los brazos al hacer fuerza con el afilado cuchillo… ¡Ya, ya! ¡En definitiva no!, el señor Sepúlveda solo me agradó y era todo.
Aproveché que Esmeralda entró a la cocina por una naranja que partió y comenzó a chupar.
—Ni se te ocurra largarte a la calle en lo que no estoy —le advertí con una voz moderada—. Cuando regrese vamos a comernos un pollito [1]tú y yo, señorita.
A Esmeralda se le abrió la boca ligeramente con la fruta todavía cerca de sus labios.
Supongo que no se esperaba un arranque así de mi parte.
—¿Entendiste? —La apunté—. Ni siquiera tienes permiso de ir a la tienda, ¡nada! —Incliné el cuerpo hacia ella—. Si me entero que lo haces, no me va a importar nadie y te regresaré con Lucas.
Percibí su desesperación en cuanto se lo dije.
—¡No, mamá, con el tío no!
—Entonces, obedece. ¿Quedamos?
Esmeralda asintió y noté que tragó saliva. Si quería miedo, lo tendría y en cantidades insultantes si se le ocurría seguir desobedeciéndome y saltándome.
Cuando tuve los recipientes listos, Alfonso me ayudó a acomodarlos en la cajuela de su coche. Estábamos a punto de subirnos, pero mi madre aprovechó que me distraje con la bolsita de salsa que olvidé y se apoderó del brazo de mi hija.
—Constanza querida —le habló con esa voz que ya reconocí—, tus hermanos se van a ir a vender los quesos y no me quiero quedar solita. Que tu marido y tu mamá se vayan por el señor ese y tú quédate a acompañar a esta pobre anciana.
—Pero… —quise intervenir.
Seguía temiendo que mi madre eligiera despotricar todo lo sucedido con Esteban y la finada Celina.
No había explorado a fondo el temperamento de Alfonso, pero lo que ya conocía me daba indicios de que lo tomaría demasiado mal.
Me apresuré a ir a liberar a mi hija, pero mi madre manoteó antes de que lo lograra.
—¡Déjame a mi nieta! No seas envidiosa. —Giró a ver a Coni de nuevo, esta vez con una mirada de pobre anciana que hasta a mí me conmovió—. Desde hace mucho que no tenemos una tarde juntas. ¿Qué dices, hijita?, ¿te quedas conmigo? O ¿no te da permiso tu marido?
Alfonso se nos unió.
—Por mí no hay ningún problema —él le dijo a mi madre—. Si ella quiere, que se quede.
Coni meditó unos segundos que para mí pasaron demasiado lento.
—Ve, mamá —decidió—, cuidaré de la abuela. Tenme confianza.
Si confianza sí le tenía a ella, a quien no se la tenía era a mi madre. Aun así, no me quedó de otra que subirme al carro sin mi hija. Me despedí de los cinco. A Esmeralda le hice un gesto para recordarle las restricciones que se ganó.
Mi madre se mantuvo unida a Coni, aferrada como si de verdad fuera una abuela débil que necesitaba un soporte.
Diez minutos después de trayecto, la punzada en mi vientre empeoró y me removí en el asiento.
—¿Está bien? —Alfonso se percató de mi molestia.
¡No, no lo estaba! El dolor irradiaba hasta mi espalda y volvió el fastidioso calor.
Contemplé más de una vez el solicitar su ayuda. Al final dejé la vergüenza de lado.
—Poncho —me dirigí a él con esa confianza que no había tenido antes—, tú que eres médico, quisiera preguntarte… una cosita.
Alfonso desvió la atención en el camino para inspeccionarme rápido.
Tenía el cuerpo contraído y sospecho que también una mala cara.
—Todavía no me gradúo, pero, dígame, ¿se siente enferma? ¿Quiere que nos desviemos a un hospital?
—¡No, no! Tampoco es para tanto. Solo es un dolorcito. —De dolorcito no tenía nada, hasta me dieron ganas de echar toda la comida por la intensidad.
—Por suerte traigo mi equipo porque voy a revisar a mi papá. Nada más llegamos a la casa y también la reviso a usted. ¿Está segura de que es solo un dolorcito? —Una vez más me inspeccionó de reojo.
—Muy segura —le mentí e hice un esfuerzo por mantenerme recta en el asiento.
Sé que él no me creyó. Lo confirmé cuando aceleró como no solía hacerlo.
Fueron treinta minutos que se sintieron como dos horas.
En cuanto Alfonso estacionó el carro, se bajó veloz para sacar su maletín.
Respiré hondo. Necesitaba tomar valor para salir. No quería que los caballeros se dieran cuenta de que me encontraba en medio de una crisis de cólicos.
Buscamos a Esteban y a Ermilio dentro de la casa, pero no los encontramos. Comencé a temer por su bienestar. Estando solos, Esteban quizá se atrevió a concretar los supuestos planes.
Me apresuré a pesar del malestar.
Alfonso comprendió la prisa con la que recorría las habitaciones y decidió salir al patio trasero a buscarlos.
Regresó diez minutos después.
—Mi papá y don Ermilio están terminando la caballeriza —me informó aliviado—. Les falta poco. Tenemos tiempo para su revisión. —Extendió el brazo hacia una de las recámaras vacías—. ¿Me acompaña?
Comencé a sudar, esta vez por los nervios.
En cuanto estuvimos dentro, cerré la puerta con seguro por si alguno de los dos hombres pasaba por allí.
Alfonso sacó sus instrumentos médicos. Lo primero que hizo fue revisar mi presión arterial, luego siguió con mi latido.
Por la proximidad, volví a confirmar que con el pasar del tiempo y la transformación de hombre adulto, él se parecía más a Celina. Mi yerno no poseía un rostro rudo o tan masculino, más bien era “finito”, tal como fue su madre.
—Está taquicárdica —dijo para sí. Luego apuntó hacia mi vientre—. ¿Me permite?
La preocupación incrementó en mí con su expresión pensativa.
¡Ahí iba la peor parte!
—Sí… sí.
Vacilando, me recosté en la cama. Al moverme el dolor se incrementó.
Los dedos de Alfonso tocaron mi vientre, primero con cuidado, pero después presionó más fuerte y solté un quejido.
Él no hizo ningún comentario al respecto. Por mi parte, temía el resultado de la inspección.
—¿Qué otros síntomas tiene?
Dudé demasiado en ser sincera. Que mi yerno supiera mis más privados deseos me ruborizó de jalón.
—Bueno… eh… —no supe qué más decir. Cubrí mi frente con ambas manos y me quedé en silencio.
Fue obvio que Alfonso cayó en la cuenta de la ansiedad que cargaba. Cuidadoso, se acomodó a un lado de la cama. Yo me senté despacio.
—Olvídese de nuestro parentesco, ¿sí? Esto es confidencial —lo dijo de una manera creíble.
No me quedaba más alternativa que responderle. Luché por abrir los labios.
—Lo que pasa… Lo que pasa es que llevo un rato sintiéndome… rara. De pronto tengo muchas ganas de… —Un espasmo violento me atacó. No sabía bien si solo fue inoportuno, o fue provocado por mi mente que buscaba la salida fácil.
—¿De? —Él se mantuvo expectante.
—De estar con… —Suspiré al no poder decir lo último. Fui incapaz de encararlo y con ayuda de los dedos bloqueé el contacto visual.
—¿De tener relaciones sexuales? —fue directo.
Sentí tan pesada la cabeza que supuse que se me iría de lado en cualquier momento.
Le confirmé sin pronunciarlo.
—¿Qué más? —Sacó una libreta del maletín y empezó a hacer anotaciones.
Agradecí que mi yerno se portara así de profesional.
—Los pechos se me hincharon la semana pasada.
—¿Y su ciclo menstrual? —Otra pregunta que pocas veces respondía.
—Está tardando —reconocí y toqué mi abdomen—. Solo tengo este horrendo dolor.
—¿Cuándo fue su última relación s****l?
¡Virgen Santísima! Ese cuestionamiento sí que no lo contemplé. ¡¿Por qué le interesaba saberlo?!
Rememoré en un segundo el intenso encuentro con Joselito. Encuentro en el que intimamos más de una vez.
—A… ayer —la voz no tuvo una potencia adecuada, pero me di cuenta de que Alfonso lo entendió.
Él movió la cabeza de arriba abajo, se levantó e hizo anotaciones en otra página.
—Suegra, yo solo puedo recomendarle medicamento para el malestar. —Arrancó una hoja y después rebuscó en su maletín. Sacó de ahí una botellita con pastillas que me entregó junto con el papel—, pero recomendaría que visite a un ginecólogo lo más pronto posible.
Un escalofrío en las orejas me aturdió.
—¿Por qué? —no quería saberlo, pero de todos modos se lo pregunté.
—Es necesario confirmar un diagnóstico con análisis y un médico especializado. Tal vez esté sufriendo los primeros signos de la menopausia, o quizá sea un desequilibrio hormonal. Además, usted es una mujer fértil y activa s****l, considere la posibilidad de un embarazo.
—¡¿Embarazo?! —balbuceé.
No procesé enseguida lo que acababa de escuchar.
Saber que estaba en cinta para mí era sencillo porque los síntomas se repitieron en cada gestación de mis cinco hijos. En esta ocasión no coincidían.
—Si le parece, voy a buscar recomendaciones de ginecólogos cercanos, para que no tenga que viajar tanto.
Bajé de la cama y me planté al lado de Alfonso.
—Esto… esto no lo debe saber Coni, ni nadie. Prefiero no alarmarlos.
—Como dije, es confidencial. —Esbozó una media sonrisa que me pareció fingida. Quizá sí le preocupaba de verdad mi salud.
Alfonso salió de la habitación después de que Ermilio le gritó que fuera.
Me quedé sola, meditando lo que acababa de pasar.
¡No! ¡Yo no estaba embarazada!
Recordé lo que una tía le aconsejó a otra tía en una ocasión en la que ella le dijo que ya no quería darle más hijos a su marido.
«Antes de que amanezca, saldré al patio a dar siete pasos hacia atrás», planeé hacer el domingo. No había tiempo que perder.
«¡A mi edad y fuera del matrimonio!», pensé preocupada. Un embarazo en esas condiciones causaría un chismorreo entre mis conocidos que me podría censurar, o por lo menos provocaría que algunos se alejaran.
Tragué una pastilla, esperé unos minutos recargada en la barra de la cocina, y luego fui a encontrarme con los demás.
En medio del patio, los ubiqué. Mantuve toda la atención sobre una figura alta y delgada. Estaba de cara a mí. Llevaba puesta una playera negra y unos pantalones de mezclilla. En su cabeza reposaba un sombrero de palma. Cuando estuve más cerca, noté que sus manos se encontraban manchadas de tierra y también tenía algunas marcas de polvo en las mejillas. Ni eso afectaba su atractivo; al menos no para mí.
La taquicardia regresó, aunque esta vez la causa no fue el dolor que comenzaba a cesar poco a poco.
Los saludé y después Alfonso y su padre se dirigieron adentro.
Ermilio y yo nos quedamos a solas.
Ninguno lo pidió, pero caminamos como dos amigos de años hacia las caballerizas recién terminadas.
—Hizo un buen trabajo —le dije, refiriéndome al estado renovado de Esteban.
—Hicimos —corrigió Ermilio. Una reluciente sonrisa confirmaba su alegría—. Cuando él caiga en la cuenta, estará agradecido con usted también.
Toda mi confianza se esfumó.
—Lo dudo. —Bajé la cabeza—. Me odia.
El pecho se me removía cada vez que recordaba el desprecio que Esteban sentía hacia mí.
—“Tan solo se odia lo querido”, ¿no es eso lo que dice la canción?
Reí por la amargura que sobrevino.
—Las canciones las hacen los escritores para lidiar con sus pesares. Hasta cierto punto, muchas son pura fantasía.
Ermilio negó de inmediato.
—Voy a darme el lujo de tener un atrevimiento. —Se señaló—. Yo fui testigo de que sí la amó, y mucho.
—Fue un amor de juventud y ya —quise restarle importancia.
—¿Sabe?, si yo tuviera una oportunidad de volver con Conchita, aunque fuera escandalosa, la tomaría sin dudarlo. Daría todo de mí para enamorarla hasta los huesos, para que se sintiera feliz y perdonara los errores que cometí antes y durante nuestra relación. No sé. —Dibujó pequeños círculos cerca de su oreja—, solo es una idea que me da vueltas.
No le seguí la corriente y opté por alabar la hechura de las caballerizas. Eran solo tres espacios de madera, pero les quedaron firmes y amplios.
Unos cuantos minutos después, Alfonso regresó para avisarnos que era hora de irnos.
Esteban se negó a acompañarlos a la capital. Continuaba empecinado en quedarse allí. El consuelo que le dio a su hijo fue que se veía recuperado.
Le pedí a Alfonso que me dejara en la marisquería. Faltaba menos de media hora para comenzar con el trabajo. Por suerte, tuve la precaución de dejar vestidos, zapatos y maquillaje en el cuartito del local por si se necesitaban.
—Buen viaje, señor Sepúlveda —le dije a Ermilio después de que nos bajamos los tres.
Él extendió la mano.
Nos dimos un apretón.
—Buena vida, señora Bautista. —Entrecerró un ojo antes de darse la vuelta.
Conocer por ese breve tiempo a un amigo así de bueno, de fiel, quedó guardado en mi memoria para siempre.
Me encontraba empolvándome la cara antes de salir al modesto escenario, cuando la frase de la canción retumbó en mi mente.
—Solo se odia lo querido —murmuré frente al espejo.
Esteban Quiroga me quiso, me amó con la intensidad de un joven romántico, y su amor no volvería nunca. Yo no tenía permitido olvidar esa verdad.
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[1] “Comernos un pollito”. Expresión usada para decirle a alguien que se tiene una conversación y/o discusión pendiente.