Fresa salvaje

4676 Words
Para salir, el miércoles repetí el mismo proceder del martes. En la canasta llevaba unas ricas empanadas de amarillito, bastante arroz y masa para hacer tortillas. Convencer a don Selso con el suculento menú era una idea. Mala, sí, lo sabía, pero idea al final. Su sufrimiento iba más allá de castigarse así mismo, se trataba de aprender a lidiar con la pérdida del ser querido, de la despedida de su compañera que pensó que tendría para toda su vida. Que fuera él quien se quedara, lo tenía refugiado en la soledad. Llegué y entré, de nuevo con la confianza de hacerlo. Existía un silencio en el ambiente que llamó mi atención, aun así, continué recorriendo el camino de adoquines que terminaba en la puerta de la casa. Estaba a punto de meter la llave, cuando, sin advertirlo antes, descubrí que el amigo de Esteban merodeaba nervioso por el comienzo del patio trasero. Andaba ahí, dando lentos pasos al azar, y en su mano reconocí la forma de una pistola. —¿Y este loco qué hace? —dije en voz baja. Enseguida coloqué la canasta a un lado de la puerta. Caminé sigilosa hasta donde se encontraba Ermilio, más por precaución que por ganas de sorprenderlo, pero lo hice, lo sorprendí tanto que soltó un quejido cuando se encontró cara a cara conmigo. —Pero ¿qué? —se quejó y clavó una mano en su pecho. En su otra mano confirmé que cargaba un arma. «Los hombres se asustan tan fácilmente», pensé, recordando la reacción similar de Nicolás el día del entierro de Celina. —¿Todo bien? Ermilio tardó un segundo en recuperarse. —Sí… —Respiró menos agitado—. Bueno, es que oí un ruido por allá. —Señaló hacia el fondo del patio, justo donde los frondosos árboles y la maleza que crecía rápido tapaban mejor. —Tal vez es un tlacuache —atiné a decirle, desinteresada porque en esa zona abundaban los animales molestos. Él se quedó concentrado en aquella zona y medio levantó el brazo donde cargaba la pistola. Buscaba al culpable del sonido que yo no alcancé a escuchar. —No, es algo más grande, lo sé —murmuró, ni siquiera parpadeaba. —Por aquí hay muchos venados, puede ser eso. Él rio un poco. —¿Y saltó la barda? —sonó burlón. —O se metió en un descuido en el que dejaron la puerta abierta. En ese momento, Ermilio me observó de reojo. Me di cuenta de que sus oscuras cejas se enarcaron. —¿Insinúa que la dejé abierta? Negué, pero sin tener ganas de ser convincente. —Yo nada más digo. —Me encogí de hombros—. Además, no veo más que el viento moviendo las ramas. —Manoteé hacia el patio. Me urgía que bajara la incómoda pistola—. Guarde eso, no se le vaya a salir una bala. Pero él ignoró mi petición. Por el contrario, alzó el brazo hacia el cielo y disparó. El agudo pitido en mis oídos me provocó un mareo y ganas de echar el desayuno. —Solo por si se ofrece —dijo, serio. Gracias a la desagradable intervención del señor Sepúlveda, comencé a sentirme sofocada. Las piernas me fallaron y amenazaban con hacerme caer. Tuve que dar todo de mí para resistirlo. —¡Oiga, no ande tirando, así como así! —le exigí, apenas logré hablar. —Es por precaución. —Guardó por fin el arma en su espalda, entre la camisa y el borde del pantalón. Estaba convencido de que algo amenazaba, como un monstruo de pesadilla o un ente de la noche—. Lo que sea que anda metiéndose donde no debe, ya sabe que la casa no está desprotegida. Presté atención hacia dónde el hombre apuntó minutos antes. Enfoqué la vista ahí, cuidadosa. Noté que algunas plantas se movieron de más, pero no tan exagerado como para tomarlo en cuenta. Quizá solo se trataba de un animal rastrero del que no quería saber. —Voy para adentro. No vaya a ser que enloquezca y quiera tirar más balazos. Por su culpa hasta calor me dio. —¿Calor? —sonó incrédulo—. Pero si se me está congelando hasta el alma. El sudor en mi cuello decía lo contrario. Los sobresaltos alteraban mi cuerpo de maneras distintas. Maneras que me preocupaban más de lo que externaba. De inmediato regresé por la canasta y entré a la casa. Me sorprendió confirmar que a Esteban ni siquiera le importó que sonara un disparo dentro de su propiedad. Otro en su lugar habría salido enseguida. Pero dentro de la casa no existían señales de que hubiera salido de la habitación. Me dirigí a la cocina y bebí un buen vaso de agua. Después lo volví a llenar y también lo terminé. Consideré necesario sentarme porque el mareo no cesaba del todo. Reposé la cabeza sobre la mesa. Creo que incluso dormité un poco. Ermilio entró también unos diez o quince minutos más tarde. —Debería irse a una habitación a descansar —me dijo en voz baja—. Hay para escoger. —Lo siguiente lo pronunció entre dientes, tal vez pensando que no estaba consciente—: Solo espero que no quiera la única que sí se encuentra ocupada. Levanté el rostro e intenté despabilar rápido. —Estoy bien. —Sequé el corto hilo de baba que se me escapó—. Solo me dolió la cabeza con su chistosada. —Opté por pararme para alistar la charola. De espaldas a Ermilio, le hice el cuestionamiento que acaparó mis pensamientos—: Me pregunto, ¿por qué un hombre viajaría armado? —Oh, no es mía —se apresuró a responderme. Abandoné la cuchara con la que servía la sopa de verduras que estaba en la estufa y giré a verlo. —¿Entonces? Él demoró en hablar. A mí me atacó un escalofrío cuando lo descifré. —Es de Esteban —dijo, medio desconfiado—. Se la quité anoche mientras dormía. Tuve que meterme por la ventana. —Fingió un quejido de dolor—. Me lastimé el tobillo en la misión, pero se logró. Con esa información, supe que la situación era peor de lo imaginado. Su estado no era solo por el duelo, sino por los innombrables deseos que quizá se gestaban dentro de su mente. —¿Tenía una pistola con él? —lo pregunté temerosa, sabiendo que sí, sí la tenía, y a solas en su habitación. Pudo ser cuestión solo de terminar de convencerla para usarla. Coni había dicho que todas las armas se encontraban bajo llave. —Ayer mismo me di cuenta. La alcancé a ver en una de sus salidas por licor. Discutimos porque le escondí las botellas. Me di cuenta de que estaba sobre su buró. —¿Y cree que tenga otra? —Esperemos que no, porque… —se detuvo, pensativo. Ambos suponíamos igual. —Termine lo que iba a decir —aquello salió de mi boca como si estuviera a punto de recibir una sentencia. —Temo que está considerando quitarse la vida. ¡Por supuesto que eso consideraba! Ningún doliente se privaba de esa manera. Debí deducirlo desde el mismo martes. —¿Cuántos días lleva sin alimento? Me atemorizaba saber, pero se lo cuestioné y no añadí nada más. Los dos nos balanceábamos intranquilos, separados por un buen tramo de la cocina. —Uno de sus hermanos dijo que la última vez que lo vio comiendo fue cuando le recibió un plato a su madre. Eso fue hace cinco días. ¡Perdí el aliento! Ese era suficiente tiempo como para provocar debilidad. Por eso se veía así de pálido. —¡Cinco días! —susurré para mí. —Son demasiados, lo sé. —Él apuntó con dirección hacia la habitación de Esteban—. Si ese cabrón quiere varias alternativas, va por buen camino. Alfonso jamás me perdonaría que también dejara que perdiera a su padre. Me ofrecí para procurar su bienestar en ese periodo, ¡y así lo haría! —¿Y lo vamos a permitir? —le pregunté a Ermilio, en modo de reto. —¡De ninguna manera! —decidió, más seguro de sus palabras—. ¿Qué tiene en mente? Porque yo pensaba en maniatarlo y ponerle un embudo en la boca. —Con ademanes simuló lo que decía. Reí un poco. Su idea no parecía ser alocada. Ser extremos sería perdonado con tal de ayudarlo. El nombre de la persona que estaba segura de que podría darme un sabio consejo se repitió en mi cabeza. Nadie mejor que él para conseguir lo que buscaba. —Conozco a un experto que nos dará la solución. Ermilio aceptó mi propuesta sin indagar más. Esa mañana hice el mismo intento de la anterior de convencerlo con los platillos, hasta volví a calentar el caldo para que su aroma se colara por debajo de la puerta. Pero, como era de esperarse, obtuvo los mismos resultados: fui ignorada deliberadamente. Pasada la una de la tarde me disponía a irme, pero di marcha atrás cuando dos hermanos de Esteban llegaron en un automóvil: Paulino y Gerónimo. A su lado iba una señorita vestida de blanco con una cofia del mismo color en la cabeza. Los saludé luego de que se bajaron del carro. La seriedad de Gerónimo Quiroga me confundía porque de su temperamento conocía poco. Lo recordaba como un hombre un tanto antipático con quienes no le agradaban, y bastante amable con los que sí. En mi caso, solo fue cortés y nada más. Paulino, por su parte, se dirigió a mí de una manera más relajada. —Venimos a que la enfermera le ponga un suero con vitaminas —me avisó, refiriéndose a Esteban. La señorita a su lado cargaba consigo una bolsa marrón grande de piel. —¿Y por qué no lo hace mi yerno? —Ponchito está en exámenes y son de los difíciles —continuó Paulino—. No queremos que se desconcentre más de lo que ya está. Observé a la enfermera. Pensé en pedirle unos minutos, después de que atendiera a Esteban, para preguntarle si tenía conocimiento sobre mis síntomas. Gerónimo y Paulino mantenían una breve conversación sobre cómo procederían con su hermano. La enfermera y yo nos quedamos frente a frente, sin hablar. Era unos diez años menor que yo y bastante reservada. Casi sale de mi boca la petición, pero desistí en el último minuto. A pesar de que era una mujer y no la conocía, me llené de vergüenza. Hablar sobre esos arranques de intensas ganas de tener intimidad me provocaba hasta espasmos en el cuerpo de solo imaginarlo. Los tres ingresaron a la casa. Yo me mantuve un rato en el patio delantero, admirando las flores. Algunas ya estaban perdiendo su vitalidad por falta de agua. Decidí regarlas para ganar tiempo. En realidad, quería conocer los resultados de los hermanos de Esteban. Si ellos lograban que dejara ponerse el suero, nos ahorrarían el trabajo al señor Sepúlveda y a mí. Gerónimo, Paulino, Ermilio y la enfermera salieron una media hora después. Los cuatro parecían confusos. Paulino en especial expresaba también enojo. —¡Rogelio lo habría obligado a tragarse un banquete! —se quejó el más joven de los Quiroga. —Pero Rogelio no está —le respondió Gerónimo, más controlado—. Lo mejor será pedir informes para que lo internen. «!¿Qué?! ¿Internarlo? ¡De ninguna manera! En esos lugares los tratan horrible», pensé, conflictuada con las drásticas decisiones de los Quiroga. —Dennos dos días —les dije, interrumpiéndolos—. Vamos a convencerlo. —Apunté hacia Ermilio y luego a mí. Paulino se acercó más a su hermano. —¿Tú cómo ves? —le preguntó en voz baja. Los dos debatieron un momento sobre mi propuesta. —¿Seguros de que podrán? —dijo Gerónimo, dirigiéndose más a Ermilio que a mí—. Estamos preocupados por él. Nuestra madre no sabe lo que sucede, ella cree que solo está triste. Por su expresión desosegada, sabía que lo que confesó era cierto. Ermilio se irguió. —La señora y yo les entregaremos al hombre bien cachetón. Garantizado. Yo asentí solo con un leve movimiento de cabeza. Por dentro rogué porque permitieran que lo intentáramos. —Está bien —Gerónimo accedió en su papel de hermano mayor—. Volveremos en tres días. Si Esteban sigue igual, nos lo vamos a llevar, quiera o no. Solté un corto suspiro. No deseaba que ellos se dieran cuenta de mi descanso. Los Quiroga tuvieron la cortesía de dejarme en la parada del transporte. La ruta para irse a la gran capital era por otro rumbo y no permití que se desviaran por ir a dejarme hasta mi casa. De todos modos, mi casa no era el destino planeado. El sitio al que me dirigía se ubicaba del otro lado de la ciudad. Llegué pasadas las tres de la tarde. La calle empedrada con solo unas cuantas casas terminadas me recordó al hogar donde crecí. Lo imaginaba abandonado a su suerte, con todos los muebles que mi padre compró, hasta con la ropa que no pudimos llevarnos. Me gustaba creer que el tiempo allá se detuvo, esperando a que regresáramos a darle vida una vez más. ¡Pero no! Eso no pasaría. ¡No íbamos a volver jamás! De todas las propiedades que le quedaron a mi madre, esa era la única que nos avisó que no vendería ni rentaría o desmantelaría. Casi a la mitad se encontraba la casa de dos pisos. La planta baja fue acondicionada como negocio. Me asomé al portón abierto. Dentro reconocí las decenas de cajas de madera inclinadas y acomodadas para que se apreciara la fruta y la verdura que se vendía. —¡Lucas! —llamé a mi hermano. Él apilaba limones en una de las cajas. En ocasiones me daba gracia verlo con su mandil verde. Después de años de conocerlo uniformado, el mandil cambiaba por completo el concepto que tenía de él. Toda su rudeza se esfumaba cuando se lo colgaba. —No estoy. —Me dio la espalda enseguida y se dispuso a reacomodar los plátanos. Giré para que me viera de nuevo. Por poco y choco con las piñas. Todos esos aromas conviviendo despertaron mi apetito. Ya era la hora de comer y ni siquiera me di cuenta. —¡Lucas, hazme caso! —le exigí, enérgica. Pero mi testarudo hermano se empeñó en volver a evadirme. —No seas payaso. —Lo perseguí. Con esa frase lo incité a verme a la cara. —¿Payaso? —Sus ojos se entrecerraron—. ¿Me dices payaso por estar enojado contigo? Zapateé un poco. —¡Ya!, por favor, perdóname. —Hice un puchero. Lo conocía muy bien y sabía cuando él estaba por ceder; en aquella ocasión no vi rastros de querer hacerlo. —¡No! No te perdono —dijo tajante. Su ancha espalda empezaba a molestarme, aunque no me encontraba en posición de portarme delicada. Opté por la conciliación para conseguir lo que fui a buscar. —Hermanito lindo —agudicé la voz—. ¿Quién es mi consentido? Lucas resopló y no le arranqué ni una media sonrisa. —Eso ya no te va a funcionar —mofó. Le toqué el antebrazo y en él le di dos pellizcos. —¿Quién es el más caprichoso?, ¡dime! Lucas resopló y abandonó la organización de las frutas. Después me observó tan fijo que estuve a punto de desviarle la mirada. —No se trata de capricho, Amalia. ¿Hasta cuándo vas a dejar que nuestra madre te controle? —La postura rígida que adoptó, coincidía con su malestar—. Esmeralda estaba mejorando sus actitudes. Esa hija que tienes es un problema, ¿no te das cuenta? Te va a dar dolores de cabeza peores si no le pones límites, me refiero a límites de los reales. «Mira quién lo dice», me quejé en mis adentros. Lucas fue el segundo hijo, pero desde su nacimiento lo trataron como primogénito. Siempre se le complació, siempre se le cumplían sus peticiones y se le daba permiso en cuanto lo solicitaba. Pocas veces vi a mis padres reprenderlo o darle una negativa. —¿Así como te los pusieron a ti? Creo que esa parte le llegó profundo. —Fuiste testigo de todos los líos en los que anduve. Por poco y no la cuento si no me recluía. Consideré innecesario que nos adentráramos en los complicados andadores de su pasado. Luces quizá recibió múltiples beneficios en el pueblo por ser el primer hijo varón del alcalde, pero eso no quitaba que también sufrió lo que pasó después. —Te prometo que le pondré límites y de los feos —le di el lado—. ¿Contento? —No —afirmó, aunque ya menos irritado—. Pero ¿ya qué? —Se acercó a una caja cerrada que estaba en el suelo y la abrió—. ¿Quieres cerezas? —Sacó un racimo—. Acaban de llegar. Sostuve los frutos rojos, seductores, brillantes… Te invitaban a probarlos e imaginé su sabor antes de degustarlos. Llevé uno a mi boca y lo mastiqué; luego comí otro más. —Están demasiado ácidas —le comenté, convencida de que no probaría otra. Lucas giró los ojos hacia la derecha. —¿A qué venías? ¡Por fin la parte a la que me urgía llegar! —A pedirte un consejo. Mi hermano reanudó su acomodo, aunque más despacio y menos detallado. —Te escucho —dijo, mientras los pepinos insistían en irse rodando. —Sé que tú estás más capacitado que yo para esto. —Vacilé en proseguir. Si Lucas averiguaba mis intenciones, me moriría de vergüenza. Aunque, por otro lado, él no tenía conocimiento de mi tarea matutina. Además, sin toda la información, no ataría cabos. Comencé precavida y traté de lucir despreocupada—: Si tuvieras que obligar a alguien a hacer una cosa que quieres… —Cuando me percaté de que su mirada brilló de emoción, alcé un dedo cerca de su cara—, ¡sin usar la violencia! —Escuché que tronó la boca—, ¿cómo lo harías? —¿Puedo saber quién es ese “alguien”? —Claro que no. —¿Es un hombre? —quiso saber. —Tal vez... Solo así me regaló una media sonrisa. —¡Vaya, vaya! Resultaste más lista que mustia. —¿Me vas a decir o no? —le insistí al sentirme acorralada. —¿Segura que sin violencia? ¿Ni siquiera poquita? —Juntó dos dedos, dejándolos separados por un pequeñito espacio—. ¡Ash!, le quitas toda la diversión. —Masajeó su barbilla—. Déjame pensar. —Tardó cerca de dos minutos antes de reanudar sus palabras—. Me sorprende que necesites mi consejo. Solita podrías si te concentras. —Deja de darle rodeos y carbura. No contaba con las ganas de ser irreverente. —Veamos… —Era obvio que a mi hermano se le complicaba hallar una alternativa para mi “problema” —. Ahora eres cantante… quizá la música[1] te sirva. Creí haber escuchado mal. —¿La música? —pregunté de inmediato. —Sí, ¡la música! Es relajante cuando se usa bien, pero puede ser útil para afectar de aquí. —Se apuntó hacia la cien. Confieso que sí pensé que era una idea inútil o hasta boba, pero le di el beneficio de la duda. —¿Qué tengo que hacer? —consulté interesada. —¿Traes dónde apuntar? —Lo aprenderé. —Me molestó que me subestimara de esa forma. Nos fuimos hacia el fondo de la frutería para poder hablar en privado. —El primer paso es elegir una canción —empezó a darme las instrucciones. Usaba un tono de voz sombrío y exagerado—. La más ruidosa que encuentres, con más instrumentos. Que se pueda bailar, de preferencia. Vas a ponerla y le vas a subir todo el volumen, ¡el máximo que el aparato permita! Ten cuidado de que tu víctima tenga libre acceso a romperlo. —¿Eso cómo lo voy a lograr? —la pregunta salió en forma de queja. —Ingéniatelas, hermana. Crují los dientes porque me fastidiaba ir a ciegas. —Ya veré —respondí, desganada—. ¿Qué más sigue? —Debes tener paciencia, mucha, porque es indispensable repetir la misma canción las veces que se necesiten. Esa persona se terminará hartando. Cuando esté en el punto en el que suplique que lo apagues, hazle saber tus deseos. Solo detendrás la canción hasta que lo haga, no antes. Por poco y descarto la propuesta, pero luego medité en la opción de Ermilio, y la de mi hermano me pareció más sensata… Solo un poco. —¿Crees que funcione? —lo cuestioné, buscando que me diera los contras de hacer algo parecido. —Si lo haces bien, sí. —Gracias. —Le arrojé un beso y me dispuse a salir del local—. Me voy. —Sigo enojado contigo —dijo en la distancia—, no lo olvides. Continué mi andar, no sin antes soltar una frase final: —¿Quén ech el consentidou? ¡A ver, a ver! La expresión de Lucas fue un poema para mí. Mi hermanito no olvidaba su etapa en la que tuve que criarlo sola y sin saber sobre el cuidado de los niños. Por la noche, al terminar de trabajar en la marisquería, le avisé al dueño que no me sería posible asistir el jueves porque tenía un importante compromiso fuera de la ciudad. El hombre me dio permiso a regañadientes. Lo comprendí. A los clientes les gustaba que los complaciéramos con sus peticiones, eso los hacía quedarse más tiempo y pedir más platillos y bebidas. Les avisé a mis hijos y a mi madre que no me esperaran ni a comer ni a cenar. ¡Nada ni nadie iba a evitar que el jueves llevara a cabo el plan de Lucas! Desperté convencida de que obtendría, por lo menos, un buen avance. En mi bolso metí un cambio de ropa, por si las dudas. Dejé listas las comidas y me fui. En cuanto llegué a la casa de Esteban, empecé a revisar los discos de vinilo. Uno a uno leí los títulos de las canciones. Los tenían acomodados en un mueble a un lado del tocadiscos. Confirmé que a Celina le gustaban las canciones menos movidas, por eso supuse que sería complicado hallar una melodía lo bastante oportuna. Ermilio me ayudó, aunque no le di detalles de lo que tramaba, solo lo que necesitaba encontrar. —Esta de Camilo Sesto estuvo sonando bastante en la radio hace poco. Recibí el disco. —La pondré. Fui hasta el tocadiscos, lo encendí y la aguja inició su labor. Contemplé por un breve instante el cartón que tenía impreso en grande el rostro del intérprete. “Fresa Salvaje” era el nombre de la cuarta canción de la lista, la cual empezó y avanzó justo como la requería. —Interesante —dije para terminar de convencerme—. Sí, me gusta. ¡Esa será! —Después observé a Ermilio—. Ahora, ¿podría ayudarme a acomodar el tocadiscos en ese lugar? —Mi dedo apuntó hacia el silencioso andador de las habitaciones. —Sí —obedeció él. Me adelanté para desocupar una mesita que tenía un florero vacío. Ermilio dejó encima el aparato. Yo me encargué de conectarlo en el enchufe más cercano. —Necesitamos tenerlo aislado para que el señor no trate de apagarlo o desenchufarlo —le avisé, con el fin de que me auxiliara en esa parte. Él no demoró en tener una idea. —¿Y si lo separamos con cercas de madera? —¿Trajo cercas de madera consigo? Al hombre pareció darle gracia mi pregunta porque se rio. —Estaba aburrido en esta casa y merodeé a ratos. Hay una caballeriza pequeña a medio terminar, ahí dejaron varios pedazos clavados. Están sueltos, no será complicado moverlos. —Servirán. —Situaciones como aquellas requerían medidas drásticas—. Hay que ponerlas ya. Ermilio llevó a rastras dos pedazos altos de tablas que tenían separaciones, y las colocó a un lado de la puerta de la habitación, como barrera obstruyendo el libre acceso al resto del pasillo. Antes me aseguré de tener conmigo una silla. Al terminar, el tocadiscos y yo quedamos del otro lado. Era mi tarea repetir la dichosa canción. En ese lapso practiqué para lograr ubicar bien su inicio. Cuando lo conseguí, fui al baño. Del papel higiénico corté dos pedazos, los partí y los apreté en un puño. Quedaron cuatro trozos pequeños y alargados. A través de las separaciones le pasé dos a Ermilio. —Tome, métalos en sus oídos. —Ya está —avisó en voz alta cuando los acomodó como le indiqué. Hice lo mismo con mis dos pedazos. El sonido no se perdía por completo, pero sí lo reducía. —Todo listo, señor Selso —dije esperanzada, y dejé caer la aguja—. Vamos a probar su resistencia. ¡Comenzó la canción! La primera media hora transcurrió sin novedades, la siguiente también. Fue hasta la segunda hora cuando hubo una queja al respecto; breve y con poca fuerza. ¡El hombre sí que era testarudo! Para las dos horas y media el disco comenzó a tener ligeras fallas por el uso excesivo. Con cada repetida la calidad de la canción iba empeorando. Lucas tenía razón cuando mencionó lo de la paciencia. Mis dedos ya dolían y las piernas se me entumían a ratos. Para nuestra buena suerte, el principio de la tercera hora fue la definitiva. —¡Ermilio, apaga esa cosa! —los dos lo escuchamos vociferando—. ¡Ya! —¡Lo siento! —fui yo quien le respondió, alzando la voz para que entendiera—. ¡No se va a poder! Su amigo ha sido maniatado de pies y manos. Los dos ahogamos una carcajada. Sentí una enorme curiosidad cuando la puerta se abrió de un tirón. ¡Allí estaba él! Hecho un despojo. El enrojecimiento en el contorno de sus ojos claros no lo abandonaba, y sus labios resecos me alarmaron enseguida. Esteban nos observó, primero a mí y luego a su amigo. Ermilio, puesto en su papel, sentado en una silla, fue quien intervino: —Ahí hay una charola —sonó severo—. La condición para apagarlo es que te termines todo. —Primero apáguenlo. ¡Llegó mi turno! —No se va a poder, señor. Esta no es una negociación. Las condiciones las ponemos nosotros. ¿Verdad? —se lo pregunté a Ermilio. —Sí, sí. Las ponemos nosotros. Te aconsejo que mejor le empieces y así acabamos rápido. Esteban pareció meditar sus alternativas. No sé bien qué fue lo que lo convenció, pero fue hasta la charola y con torpeza la levantó. —¿Al menos me van a dejar usar el comedor? Ermilio y yo nos miramos, cual cómplices. Yo no tenía posibilidad de salir del encierro rápido, así que fue él quien tocó a Esteban por la espalda. —Te acompaño a la cocina, ahí te serviré más si quieres. Los dos hombres dieron la vuelta y dejé de verlos. Desde mi trinchera, rodeada por las tablas, bajé el volumen, los suficiente para poder apreciar el golpeteo de los cubiertos sobre la loza. Festejé en silencio y una sonrisa de satisfacción decoró mi rostro. ¡Lo habíamos logrado! ¡Íbamos uno a cero! ****** [1] La tortura con música es una técnica de privación sensorial o se conoce como el ruido blanco. Se utiliza para sobrecargar los sentidos eliminando la capacidad del prisionero para la interacción sensorial.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD